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Opinión

Cuando la lluvia se puso más triste

Por: Pablo Varas Pérez | Publicado: 02.10.2023
Cuando la lluvia se puso más triste Tumba de Miguel Enríquez | Agencia Uno
No eres el primero de la lista, eres el último, como lo hacen los capitanes de los barcos. Hay un libro que duerme la siesta y que tendrá su hora para que un liceano hozado lo encuentre como si de un cuento de Emilio Salgari se tratara. Y los encontrará en algún recodo de esos tiempos entre risas y humo asustando al imperialismo norteamericano, a los miserables.

Ni héroe ni mártir sencillamente secretario general del MIR.

Miguel, para eso te elegimos.

Se fue disparando como se lo exigieron aquellos tiempos violentos, apurados donde la consecuencia te hace dar un salto hacia la historia y te haces hermano de esos tantos que salieron a las calles para pedir la mitad de un pan, y dos más de dignidad.

Como negarse a la invitación de hacer un país pobre menos pobre. Como rechazar la justa batalla para que miles puedan transitar libremente con sus pancartas y sus banderas, con sus canciones bien entonadas, con sus canastas llenas de pájaros rumbo al mercado.

Asunto no menor es saber si la noche anterior antes de tu nacimiento había luna llena o amanecería lloviendo en la ciudad de Concepción.

Eso es página de algún libro que escribió el distraído que andaba saltando los durmientes de dos en dos en alguna estación de trenes en el sur, mientras el rocío bajaba sin hacer ruido para quedarse dormido entre tantas margaritas que algunas horas después, como si de un coro de gitanas se tratase, te contarían algún detalle mentiroso de lo que estaba a la vuelta de la esquina.

Cuenta la leyenda que los duendes no llegaron a esa hora, estaban ocupados en otras cuestiones y se quedó casi sólo. Quedó colgado detrás de la puerta su chaquetón azul oscuro, ese de solapas levantadas como si de un gesto rebelde eterno se tratara.

Como saber si antes de saludar el último gesto de la vida se acordó de su padre y su madre, de Isabel, de Bautista y todos aquellos cercanos que lo acompañaron desde los tiempos del liceo allá en Concepción.

Era sureño dirán algunos, otros, que bajó de un cerro en Valparaíso.

Sucede que cuando llega la primavera todo canta.

Y en aquella bandada de pájaros nuevos estaban tantos, puros insurrectos empedernidos, unos pocos vociferan equivocados y los desarrapados levantarán sus manos alegres despidiendo al liceano que viaja a la capital porque necesita saber más, eso sencillamente. No lloró el banco de la sala de clases por el abandono, sabe que aquel lugar lo ocupará otro más entusiasta y en el pizarrón la tarea para la siguiente clase de castellano. Vidas mínimas de José Santos González Vera.

De pura nostalgia nos vestimos y somos de tarde en tarde cuando nos vamos a la esquina aquella donde se conspiraba los vemos pasar eternos y gigantes marcando las calles. Y me suenan las palabras de Gonzalo Rojas intentando encontrar un charco de justicia inaugurado en esos tiempos para vestirlo de mañana.

No hay Dios porque no existe.

Está mi mano para que alguna gitana me cuente donde nacen los besos y los abrazos.

La noche se hace más oscura cuando las palomas abandonan el campanario de la iglesia en el pueblo de calles estrechas y empolvadas. Donde transita el suplementero dejando el diario del partido que está despierto y atento, algo así como una lucecita parpadeando de miedo en mitad de una lluvia fuerte intensa, casi cruel.

Hace ya muchos años que no está, ni están todos, ni Muriel, ni Dagoberto, ni el Pecho, todo ese largo listado de generosos y apurados. Son tantos esos nombres. Quedan sencillamente aquellos que se han dedicado a juntar palabras tras palabras, ordenarlas para que nadie las olvide y como debe ser, así lo mandarán todos los tiempos

La tarde cae y pasa una pelota de trapo sin hacer ruido frente a la puerta de todas las casas, de todas las ventanas mientras las cortinas se confiesan una al lado de la otra.

Posiblemente así sea la vida después de todo. Una maleta con todo lo que se ha gastado y lo poco que posiblemente te quede, en fin, nos tocó este tiempo.

Ya eres polvo en tu cajón que te abraza para que no te lleven y se deja constancia que andas buscando a los que también te hacen falta. En esos calendarios nadie llora, sencillamente se trata de como un artesano de la vida intenta remendarla esperando el salto para que venga lo mejor.

Un pedazo de la historia, eso somos.

No eres el primero de la lista, eres el último, como lo hacen los capitanes de los barcos. Hay un libro que duerme la siesta y que tendrá su hora para que un liceano hozado lo encuentre como si de un cuento de Emilio Salgari se tratara. Y los encontrará en algún recodo de esos tiempos entre risas y humo asustando al imperialismo norteamericano, a los miserables.

Octubre nos duele y todos los otros tantos días también, con todos sus nombres y apellidos, es que nos duele no verlos, no encontrarlos leyendo el diario en la vereda de la casa allá en Pudahuel, Tomé, Osorno.

A esta hora llega una lancha con pescado fresco, se acerca lenta al puerto y la mañana pasará tranquila sin memoria mientras los niños saltan de bote en bote gritando números y nombres que ya conocen.

Compañeros de ruta y extravíos, de aciertos y de aquella valentía absoluta.

Acompañemos de vuelta a Itaca al Ulises que construimos y a cada uno de los que lo acompañaron en su regreso. Ir a buscar las flores frescas para que iluminen las mañanas cuando las campanas de los colegios y las fábricas te vuelvan a encantar con todos los sueños que salieron alocados desde los cajones de los escritorios.

Ir en busca de los enemigos y vencerlos hasta que muerdan el polvo.

Cuando llega octubre muchos y tantos y más tantos nos ponemos tristes por todos aquellos nuestros.

Pablo Varas Pérez
Escritor.