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Opinión

La substancia de la paz

Por: Daniel Ramírez | Publicado: 02.11.2023
La substancia de la paz Imagen referencial | Agencia Uno
Eso es dar un paso adelante en nuestra identidad de “humanos entre los vivientes de la Tierra”. No se trata solo de parar las masacres, sino construir un mundo en el cual podamos coexistir con dignidad, como ya lo hemos probado en Chile. Este mensaje será dirigido a los beligerantes en Palestina/Israel, a los países árabes, a las potencias que apoyan a los unos o a los otros (en general son solo a los unos), o se aprovechan de la situación; a las comunidades judías y palestinas del mundo, a los diplomáticos y los poderosos, a los artistas y espíritus lúcidos del planeta, y por qué no, invocando a posibles entidades espirituales y en todo caso a valores transcendentes y al sentido de la vida humana en la Tierra.

La paz es una bella palabra, y el deseo de la paz es una buena intención. Las declaraciones, peticiones por la paz, son buenas iniciativas. PERO nada de eso será suficiente, como en general los buenos deseos no lo son. Voy a enunciarlo de inmediato para explicarlo un poco después: la paz misma no será suficiente. Por ello desear la paz, pedir o hacer declaraciones, incluso marchas “por la paz” es desear algo que no resolverá el problema.

En el conflicto actual, desencadenado por un ataque brutal del movimiento Hamás y una respuesta, terriblemente desproporcionada del gobierno/ejército de Israel, como se esperaba (incluso como el Hamás lo esperaba), por supuesto, que se callen las armas es la urgencia absoluta; que pueda organizarse la ayuda humanitaria, ocuparse de los heridos, comenzar alguna reconstrucción. Y ello es difícil, muy difícil de conseguir. Pero no será suficiente.

El conflicto tiene ya 75 años. Dos pueblos se enfrentaron a una decisión no enteramente pensada de la muy reciente ONU, los EE.UU. y Europa saliendo de la increíble destrucción de la 2da guerra mundial, y choqueados por la realidad, que algunos descubrían y otros no habían querido ver, de la Shoah. Se decidió entonces la instauración de dos Estados, el de Israel y el de Palestina. Por razones que los unos y los otros interpretan de diferente manera, solo el Estado de Israel fue fundado. Y entonces fue la Nakba. Es significativo que ambas palabras significan la catástrofe. Entonces vinieron las guerras; la ineptitud diplomática de países árabes, la falta de lucidez de las potencias que apoyaron a Israel, la guerra fría y sus espejos deformantes, la “Realpolitik”, los intereses; todo contribuyó a una enorme injusticia. El pueblo palestino fue dejado prácticamente solo frente a la dura ley del más fuerte.

Siguieron las conquistas, la deportación y la usurpación. Pero eso ya es materia común a todos los lugares y períodos bélicos de la historia. Por ello, la paz es insuficiente. Sería nuevamente un período para preparar las próximas batallas, las próximas masacres y los consabidos sufrimientos, cada vez peores, por lo que se ve.

No vamos a rehacer la historia; brillantes historiadores, tanto palestinos como israelíes y de todo el mundo lo hacen. La historia es compleja y da lugar a debates, pero estos son debates intelectuales, académicos. Ahora la urgencia es tratar de construir una posición que permitirá avanzar, cuando, ojalá muy pronto, se callen las armas.

Chile nos parece ser un país lejano y apartado del mundo por la increíble cordillera y el no menos imponente océano, y de poca influencia. Pero en el mundo actual, todo eso ya no es muy cierto; las cosas tienen su repercusión cuando se saben, cuando tienen una presencia en los medios de comunicación mundiales. Y ocurre que en Chile, comunidades importantes tanto de origen palestino como judío, coexisten desde hace más de un siglo. También es el caso de Argentina y algunos pocos otros países del mundo. Son familias, en general prósperas, gente trabajadora, estudiosa y solidaria, que ha aportado mucho al país. Por ello pienso que Chile podría tener un rol que jugar en esta crisis, en la cual parece que ningún mediador tiene la más mínima eficacia.

Claro, eso pasa por que algunos, al menos, intentemos cambiar algo de un “programa” que está en general íntimamente inscrito en nuestra manera de pensar y también de responder emocionalmente, que yo llamo “el reflejo de clan”: reaccionar como lo sugiere mi origen familiar, étnico, o mi identidad religiosa o mis convicciones políticas. El automatismo de esas reacciones, la certeza absoluta de estar en la verdad y “en el lado bueno”, deberían llamarnos la atención: algo podría estar errado.

No existen las verdades absolutas y ningún lado es absolutamente bueno. El problema es que es incómodo pensar en contra, o incluso en relativo desfase de su comunidad de pertenencia. Y es confortable ir en el sentido de “los nuestros”. No diré que produce placer, para no chocar, pero después de Freud, no tenemos derecho a tanta inocencia; hay una cierta delectación en el odio; sino los fascismos y racismos, la segregación y apartheid no funcionarían.

Y el gran problema es el odio. Ya me he expresado sobre lo contradictorio que significa la empatía o la compasión por las víctimas de un solo lado, los sentimientos selectivos, incluso el dolor selectivo. El odio es coherente con las masacres; las masacres generan dolor persistente, resentimiento y más odio. Esto todo el mundo lo sabe. La venganza no es justicia, las represalias contra los pueblos no son ni siquiera la guerra; esto mucha gente lo sabe, pero se dice menos.

Supongo que ahora se ve más claro por qué la paz no será suficiente. La paz sin la justicia no es real, la substancia de la paz es la justicia. Y la clave de la justicia es la dignidad para todos. Sin la corrección de una aberración histórica y sin la reparación de un enorme daño histórico no es realmente la paz: es aplastamiento. Deberíamos acordarnos cuando en los años posteriores al golpe de Estado en Chile se podía decir “el orden reina en Santiago”. El orden sí, pero ¡a qué costo! La paz sí pero ¡cuánto dolor!

Si entonces, personas de origen judío o palestino reconocen que han podido vivir en paz (aunque no se amen) en nuestro país, educar a sus hijos, tener sus escuelas, apoyar a clubes deportivos y formar parte, a veces brillantemente, de la vida política y económica; en suma vivir con dignidad. Si esas personas lo declaran, algo importante comenzaría a cambiar. Si entonces organizamos actos artísticos con personas de ambos orígenes, iniciativas creativas, marchas inclusivas, con altura de miras, esto sí podría ser un mensaje al mundo. Claro, para ello no basta ni siquiera la lucidez y la altura de miras humanista. Se necesita también coraje, yo lo sé, pero creo que hay quienes lo tienen.

Para ello se necesita también dar un paso adelante en la propia afirmación de lo que somos. No, no es una contradicción; me explico.

Somos mujeres, hombres, o no binarios, no importa, somos chilenos, latinoamericanos; somos de orígenes mapuche, español, francés, alemán, de “indios” de diversos colores, afrodescendientes o migrantes de otras latitudes, rapa-nui o gitanos. Somos católicos, protestantes, judíos, musulmanes, budistas, bahaíes, sincretistas, agnósticos o ateos; somos liberales, socialdemócratas, comunistas, anarquistas, ecologistas, feministas, animalistas. Poco importa todo eso, porque somos seres humanos. Eso se sabe desde la antigüedad, y se ha reafirmado desde la filosofía de las luces, y la idea de los DDHH, alimentada por las grandes religiones y filosofías del mundo. Ahora sabemos que pertenecemos a una comunidad de seres vivientes, en un equilibrio precario de la biósfera planetaria, que defendemos cada vez más decididamente.

Y esa es nuestra identidad. Claro, puede ser que algunos también vengamos de familias judías o palestinas, y no estoy proponiendo que ello lo dejemos de lado, como tampoco las convicciones políticas. Lo que propongo, que me parece indispensable, es que seamos capaces de reconocer esa comunidad mayor, y todas aquellas formas de identidad que nos solidarizan, aun a veces sin que lo deseemos, como es el caso de la ecología, donde vencedores y vencidos deben vivir en el mismo planeta; y más concretamente, donde todos los países, las organizaciones, los poderes, deberían estar al servicio de esa coexistencia de los habitantes humanos y la vida en la Tierra.

Conquistar e imponerse ya es una idea obsoleta; vengarse y castigar, son ideas primitivas, tener razón en todo es una idea absurda y pretender imponerla una idea totalitaria.

Por supuesto que hay fanáticos, asesinos, hipócritas y seres detestables; pero incluso la detestación debe poder irse diluyendo en esta identidad superior a la cual estamos llamados (por no decir estamos obligados), porque el género humano produce también esos seres.

Lo primero tal vez es lo más difícil: debemos poder escuchar la palabra del otro; aquella que nos molesta, aquella que estaríamos prontos a declarar “inaceptable”; deberíamos poder desarrollar algo que en algunas escuelas de desarrollo espiritual se llama “retención”, o “suspensión”: no reaccionar inmediatamente, no agitarse; menos aun gritar y agredir. Esta primera retención es fundamental. Luego yo también puedo decir “mis” verdades; pero claro, si he sido capaz de escuchar, tal vez “mis verdades” ya no serán tan duramente expresadas y tan difíciles de escuchar para la parte adversa. Todos podríamos hacer esta experiencia: voy a decir lo que pienso, pero antes me repito a mí mismo en silencio: “no tengo toda la verdad, no sé todo, hablo con seres humanos”, o tal vez: “no sentimos igual, pero sentimos, no pensamos lo mismo pero ambos somos seres pensantes”, o aún esto: “no amamos a las mismas personas pero amamos”. Y luego digo lo que tengo que decir.

Eso es dar un paso adelante en nuestra identidad de “humanos entre los vivientes de la Tierra”. No se trata solo de parar las masacres, sino construir un mundo en el cual podamos coexistir con dignidad, como ya lo hemos probado en Chile. Este mensaje será dirigido a los beligerantes en Palestina/Israel, a los países árabes, a las potencias que apoyan a los unos o a los otros (en general son solo a los unos), o se aprovechan de la situación; a las comunidades judías y palestinas del mundo, a los diplomáticos y los poderosos, a los artistas y espíritus lúcidos del planeta, y por qué no, invocando a posibles entidades espirituales y en todo caso a valores transcendentes y al sentido de la vida humana en la Tierra.

En este naciente estado de consciencias, las peticiones, declaraciones, marchas y actos comenzarían tal vez a tener otro sentido. La palabra civilización comenzaría tal vez a tener algún sentido, hasta ahora no lo tiene, porque civilización implica paz justa, colaboración entre las personas y los pueblos. La palabra dignidad comenzaría a tener un peso, una substancia nueva, que tanta falta nos hace a todos.

Daniel Ramírez
Filósofo chileno. Doctor en Filosofía Política y Ética de la Universidad de Paris-Sorbonne