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Opinión

De luces y sombras

Por: María Isabel Peña Aguado | Publicado: 08.11.2023
De luces y sombras Imagen referencial | Creative Commons (CC)
No les cuento todo esto para animarlos a ver una serie más de tantas, pero sí para reflexionar en el papel sobre una ausencia que me ha llamado mucho la atención. Una ausencia tan tipificada en este tipo de series que podríamos tratarla como si de un personaje más se tratara. Estoy hablando de la madre, la madre ausente y en la sombra. En la novela se nos informa de que murió en el parto y en la versión cinematográfica de la misma se la menciona de pasada al hablar de un parque en el que el padre recuerda haberle pedido matrimonio. Nada más. Así, y una vez más, una niña lista, valiente y con recursos lo es gracias a lo que aprende de su padre y después de su tío abuelo.

Muchas y muchos de ustedes habrán caído rendidas y rendidos ante la serie “La luz que no puedes ver” estrenada hace poco en una plataforma digital. Basada en una novela de Anthony Doerr encontramos todos los componentes (aditivos) para convertirla en un éxito de público.

Guerra, dolor e injusticias contestadas con coraje, esperanza, y pasión, sobre todo; una pasión que en esta historia es casi cuestión de fe. Los dos protagonistas crecen y sortean una cantidad ingente de dificultades gracias a que creen firme y ciegamente en el conocimiento y en sus posibilidades, tanto en las suyas propias como en las que abren la cultura y la tecnología. Los dos han sido educados para sobrevivir sin ayuda de nadie y con independencia del tipo de adversidad que se dé.

Llama particularmente la atención la autonomía de una niña de dieciséis años que, siendo ciega, es capaz de sobrevivir sola en un ático a bombardeos y ataques mientras participa de la resistencia leyendo por radio capítulos señalados de una novela de Julio Verne que ayudan a los aviones aliados a encontrar sus objetivos. Amén de ser capaz de moverse por las calles y reconocerlas, gracias a un ingenioso invento de su padre, la fineza de su oído le ayuda a evitar peligrosas situaciones e incluso a salvar su vida. Tal y como afirma su padre, la ceguera de la niña no es un obstáculo sino una bendición. Una suerte tremenda, vaya, que su padre la haya convertido en tal.

No les cuento todo esto para animarlos a ver una serie más de tantas, pero sí para reflexionar en el papel sobre una ausencia que me ha llamado mucho la atención. Una ausencia tan tipificada en este tipo de series que podríamos tratarla como si de un personaje más se tratara. Estoy hablando de la madre, la madre ausente y en la sombra. En la novela se nos informa de que murió en el parto y en la versión cinematográfica de la misma se la menciona de pasada al hablar de un parque en el que el padre recuerda haberle pedido matrimonio. Nada más. Así, y una vez más, una niña lista, valiente y con recursos lo es gracias a lo que aprende de su padre y después de su tío abuelo.

Una niña sin una madre de la que se puede prescindir absolutamente, sobre todo cuando se trata de cosas que importan. Recordé a Antígona, siempre al lado del padre o del hermano, que en su caso es él mismo, en realidad. La única diferencia es que es Edipo quien está ciego. La madre, Yocasta, desaparece del escenario —y de la vida— como debe de ser: el espacio del mundo es para los varones y unas cuantas mujeres de excepción, criadas y enseñadas por ellos a su imagen y semejanza.

En realidad, se trata de nuevo de una cuestión de espacios y de esa luz que no se puede ver y que deja a las mujeres en la sombra, invisibles y recogidas en sus habitaciones. Quizá voluntariamente, quizá no. La siempre citada y ponderada “habitación propia” propuesta por Virginia Woolf es un símbolo de espacio intelectual femenino por excelencia, pero también un espacio simbólico, es decir un lugar de autonomía que traduce un afán creativo y un derecho a ser diferente. Lo cual, por cierto, no significa que tenga que ser un lugar de aislamiento y mucho menos de olvido.

Cuando hablo de olvido, no solo estoy pensando en encierros y renuncias famosos como los de una Sor Juana Inés de la Cruz, en su celda conventual, una Jean Austen escondiendo sus cuadernos, o una Emily Dickinson, sin abandonar su habitación durante años. Tampoco me refiero a los olvidos —muy significativos— de las obras femeninas, siempre excluidas del canon. El olvido que hoy quiero señalar aquí es el del linaje materno. El del omitir conscientemente que esas mujeres notables, esa niña ciega, esa rebelde Antígona, proceden de madres que igualmente son parte de los logros femeninos.

No estoy hablando solo de un vientre —importante también y más ahora que se lo borra de la legislación al hablar de “persona gestante”— ni de una cuestión de sangre, de ancestras ni descendientes. Linaje es vínculo, es continuidad de una condición femenina, es un hilo conductor, dúctil, siempre susceptible de ser anudado por el que movernos en todas las direcciones y dimensiones. Al linaje pertenecen además las voces, las experiencias, los deseos y ambiciones femeninas. Todo eso se nos pierde, si olvidamos, como nos recuerda Adrienne Rich, que nacemos de una mujer; que vemos la luz gracias a ella.

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María Isabel Peña Aguado
Académica de la Universidad Diego Portales y asesora filosófica de mujeres.