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Opinión

La épica colonial: Historia de combates y derrotas

Por: Maximiliano Salinas | Publicado: 17.11.2023
La épica colonial: Historia de combates y derrotas Pedro Montt Montt junto a oficiales militares | Cedida, Maximiliano Salinas
Pero es necesario transformar estos imaginarios culturales. Desechar el afán competitivo de quienes se apropian de la verdad impartiendo victorias y derrotas borrascosas. Vivir realmente una vida democrática implica dejar los presupuestos políticos y filosóficos de la mentalidad patriarcal e inspirarse en la larga historia de la dignidad del pueblo chileno, construida con amor y con justicia, con infinitas y anónimas aportaciones indígenas y mestizas. A través de muchas generaciones, anteriores incluso a la creación del Estado nacional.

“¡Tengo tantas ganas que haya una guerra tremenda en la Historia de Chile!”

Ester Huneeus, Papelucho historiador, 1957.

Alonso de Ercilla, habitado por la compasión y el reconocimiento de los pueblos indígenas, concluyó La Araucana admitiendo que debía llorar y no cantar las desgracias de la tierra de guerra: “[Conociendo] mi error, de aquí adelante / será razón que llore y que no cante” (Canto XXXVII). La guerra colonial promovió en Chile un modo de ser bien poco feliz. En 1625 un encomendero y militar de la capitanía general nos dejó la imagen de su rostro infatuado, matón. Es Diego Flores de León, caballero de la Orden de Santiago y gobernador de Chiloé (Isabel Cruz, Arte y sociedad en Chile, 1550-1650, UC, 1986).

José Victorino Lastarria caracterizó el Chile colonial en 1844: “La guerra meció la cuna de las primeras generaciones de nuestra sociedad y protegió su precaria existencia; la guerra fue el único desvelo de este pueblo desde sus primeros momentos de vida, o diré mejor, fue la expresión única y verdadera de su modo de ser. El perpetuo peligro de que se hallaba amenazado fue endureciendo paulatinamente su carácter, haciéndolo triste y sombrío.” (Investigaciones sobre la influencia social de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile, 1844).

No fue sólo la antigua guerra de Arauco. En 1846 Andrés Bello se aparta de la interpretación crítica de la historia colonial hecha por Lastarria y augura el destino gris de un país dispuesto a tomar las armas. Pensando en la ocupación de la Araucanía considera que la historia del género humano da lecciones bien tristes. Desde un europeísmo pesimista, y nada de evangélico, sentencia: “Todos los gérmenes de la civilización europea se han regado con sangre”. (Obras completas, Caracas 1982, XVIII, 842-843). En 1966 el filósofo Juan de Dios Vial parece comprobar el grado de civilización alcanzado por el país austral: “Chile está en guerra cuatro veces en el siglo XIX, y la Revolución de 1891, por ejemplo, no es un golpe de Estado, un motín en la capital o de palacio, sino una guerra tremenda”. (Juan de Dios Vial Larraín, Militares, aventureros, ideólogos, Dilemas, 1966). “Guerra tremenda”, la expresión utilizada por Ester Huneeus en su super ventas Papelucho historiador (1957).

A principios del siglo XX Miguel de Unamuno solidariza con el movimiento estudiantil chileno y denuncia el militarismo grotesco de la elite gobernante. La que alentó el país belicoso, el de las desdichas pampinas. “Una oligarquía seudoaristocrática, plutocrática, que tenía su tesoro cerca del altar y al amparo del cuartel, ha dado origen a vuestra leyenda negra, a la leyenda del Chile imperialista, prusianizado, revolcándose en guano y salitre” (Hernán Millas, Habráse visto, Santiago, 1993, 70).

El espíritu de la Guerra Fría inhibió las relaciones fraternas entre los pueblos de América. El artista chileno Roberto Matta recuerda esta conversación con Eduardo Frei en 1967: “El Presidente Frei me recibió, habíamos estudiado los dos en la Universidad Católica y en esa época éramos los dos muy fervientes católicos, él estudiaba leyes y yo arquitectura. Hablando de este tema, de por qué no hacer relaciones culturales con Cuba, en un momento yo le dije: ¿pero de qué cosa tiene miedo usted?, ¿por qué no tener relaciones con Cuba? Y él me contestó así: -Tengo miedo a los coroneles”. (Eduardo Carrasco, Matta conversaciones, 1987, 214).

En 2019 la revuelta social hace reaccionar estrepitosamente a un presidente de la República: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite”. (BBC Mundo, 22.10.2019). Los derrotados en el plebiscito de 2022 experimentan una tristeza perturbadora como si hubiesen perdido la guerra. “La derrota, al contrario, nos ha hecho conocer esa tristeza que paraliza y que dispersa”. (F. Zerán ed., De triunfos y derrotas: narrativas críticas para el Chile actual, 2023). Los triunfadores en cambio se convierten en héroes de una suerte de guerra santa: “La Constitución maximalista y refundacional no es el camino que debe tomar Chile […]. Chile rechazó el proyecto institucional del Frente Amplio y la izquierda radical; rechazó a una generación arrogante de políticos que se ha auto percibido como superiores moral y políticamente”. (José C. Meza, diputado Republicanos, Emol, 6.9.2022).

Estas formas de interpretar la historia reproducen la épica colonial, al bregar desastrado por el orden elitista de un civilizador ideal. Un orden impuesto como negación de un supuesto caos originario. En estos combates por la historia campean a la par el triunfalismo y el derrotismo.

Pero es necesario transformar estos imaginarios culturales. Desechar el afán competitivo de quienes se apropian de la verdad impartiendo victorias y derrotas borrascosas. Vivir realmente una vida democrática implica dejar los presupuestos políticos y filosóficos de la mentalidad patriarcal e inspirarse en la larga historia de la dignidad del pueblo chileno, construida con amor y con justicia, con infinitas y anónimas aportaciones indígenas y mestizas. A través de muchas generaciones, anteriores incluso a la creación del Estado nacional.

“[Nuestras] dificultades como humanidad surgen de nuestra pérdida de sensibilidad, de nuestra pérdida de dignidad individual y social, de nuestra pérdida de autorrespeto y respeto por el otro, y, en general, de la pérdida de respeto por nuestra propia existencia en la que nos sumergimos llevados por las conversaciones de apropiación, de poder, y de control de la vida y de la naturaleza, propias de nuestra cultura patriarcal.” (Humberto Maturana, Amor y juego. Fundamentos olvidados de lo humano. Desde el patriarcado a la democracia, 1993, 110-111).

Maximiliano Salinas
Escritor e historiador. Académico de la Facultad de Humanidades de la USACH.