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Opinión

Observar la muerte es morir un poco

Por: Mariela López | Publicado: 23.11.2023
Observar la muerte es morir un poco Imagen referencial | Agencia Uno
Y desgraciadamente se mezcla lo vivido con esa mirada que observa el fin de una historia; el pudor por esa rigidez, por la vista de latón, por los brazos que ya caen sin tensión, con el reclamo por ese calor y un beso final, que ya se sabe que no es de nadie. Tanto dolor hace morir unos meses, luego vuelve el ritmo constante y a veces una pausa hace que se levanten nuevamente los sonidos, los olores y la certidumbre perdida.

Cuando traspasas el medio siglo de vida, lamentablemente pasea la muerte y va cortando de cuajo aquellas rosas que rodean tu jardín; los amigos que se van hieren sin anestesia, dejando anclada la nostalgia de guitarreos y copas de vino, bailes ochenteros y luchas colectivas que se dieron precozmente, muchas veces sin éxito. Después la urgencia económica, los pañales y la leche de los niños obligan a una pausa y luego se van retomando los encuentros una y otra vez. Y cuando la juventud se va, abundan anécdotas pasadas y risas irónicas por las desgracias personales y por lo que se pudo haber hecho, por la identidad que queríamos forjar.

El aviso imprevisto, esa noticia nefasta que nos lleva a visitar el hospital que nadie desea recorrer. Los laberintos de pasillos, nos hacen observar pacientes desconocidos, ancianos con muecas de dolor y gritos ensordecedores de algún niño en urgencias. Uno querría algo de intimidad, pero muchas veces las piezas son compartidas; ocasionalmente hay un biombo o la propia espalda se transforma en una pared. Y así se llega a un cuerpo tan frío, la boca abierta como muestra de entrega total, los ojos cerrados que quizás alguien bajó, apartando la vida para siempre. Piensas que el dolor se le esfumó para siempre, y que ahora tienes la misión de perpetuarlo a través de la memoria.

Se pierde la fantasía, ya no somos inmortales. En la liviandad de las noticias policiales, los muertos no nos tocan. Ahora la duda sobre el destino de nuestra propia muerte oscurece el optimismo. Los padres que se esfuman dejan la estela de las cosas que no se hicieron, del abrazo y el beso desperdiciado, pero también las sobremesas, los cumpleaños con Coca-Cola y torta hecha en casa, la abuela durmiendo y la inconsciencia de no saber que éramos tan felices. Y la música es la banda sonora que muchos años después ponemos play para revolver y buscar cachureos en los recuerdos. El álbum de fotos se asoma con olor de hojas café y algunas imágenes desenfocadas; dar vuelta cada página es sonreír y anhelar ese marco breve de un tiempo que no volverá de forma idéntica.

Tanto recordar ahoga; se ensombrece lo que antes era broma y como un rayo golpean aquellos ecos que habíamos ignorado y que ahora se vuelven ensordecederos. Un cierto pánico envuelve y se trata de ignorar, pero retoma una y otra vez, quizás por cuánto tiempo. Son como olas que vienen y después se retiran. El dolor no solo se siente adentro, también flaquea el cuerpo y esa frase de que nadie ha muerto por amor suena como cuento corto.

Y desgraciadamente se mezcla lo vivido con esa mirada que observa el fin de una historia; el pudor por esa rigidez, por la vista de latón, por los brazos que ya caen sin tensión, con el reclamo por ese calor y un beso final, que ya se sabe que no es de nadie.

Tanto dolor hace morir unos meses, luego vuelve el ritmo constante y a veces una pausa hace que se levanten nuevamente los sonidos, los olores y la certidumbre perdida.

Mariela López
Periodista.