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Opinión

No es la casa de todos

Por: Carolina Carreño | Publicado: 26.11.2023
No es la casa de todos Nueva propuesta constitucional | Agencia Uno
Una Constitución para que tenga éxito, es decir, sea legitima y perecedera en el tiempo, debe acoger a todos. No sólo a algunos, ni mucho menos aspirar a que seamos como unos pocos quieren. Debe aceptar la diversidad y construir, desde ahí, una sociedad de todos y para todos. Aceptar las diferencias significa comprender cómo nos parecemos, cómo somos diferentes y tratar a todo el mundo con el mismo respeto a pesar de las diferencias. Un texto que legitima las desigualdades y excluye las diferencias sólo esta destinada al fracaso.

“La desigualdad es la causa y la consecuencia del fracaso del sistema político,

y contribuye a la inestabilidad de nuestro sistema económico, lo que a su vez contribuye a aumentar la desigualdad”

Joseph Eugene Stiglitz

Las constituciones tienen por función administrar el poder y, a partir del constitucionalismo moderno, consagrar en mayor o menor medida un catalogo de derechos fundamentales. Se construye en base a principios que inspiran las directrices que orientan el ideario social. En ese sentido, ciertamente que estos textos no son neutrales por cuanto instalan un catálogo valórico más o menos profuso. Con todo, y con el ánimo de que sea perecedera y otorgue estabilidad y legitimidad a la sociedad respecto de la cual se instala, se aspira -o al menos es esperable- que dicho texto fundamental tenga la capacidad de recoger el ideario colectivo vigente so pena de fracasar en su instalación.

Constituciones malogradas hemos tenido en nuestra historia republicana, las que no han visto la luz precisamente por intentar imponer una “moralidad nacional”. Así, en 1823 un Congreso Constituyente escribió un texto fundamental que ordenaba la creación de un “código moral que detalle los deberes del ciudadano en todas las épocas de su edad y en todos los estados de la vida social, formándole hábitos, ejercicios, deberes, instrucciones públicas, ritualidades y placeres que transformen las leyes en costumbres y las costumbres en virtudes cívicas y morales», junto con imponer al Senado el deber de llevar “un registro de la moralidad nacional o mérito de los ciudadanos que destacaran, entre otros, en actos heroicos y distinguidos de respeto a la ley, los magistrados, o a los padres; el valor, la singular actividad y desempeño en los cargos militares, y los grandes peligros arrastrados por la defensa de la Patria”. Esta constitución, que fue conocida como la “constitución moralista”.

Fue rechazada muy tempranamente por la elite dirigente que la consideró autoritaria y centralista, ahondando en lo engorroso que resultaba su aplicación, especialmente en lo relativo a las calificaciones morales, siendo derogada en enero de 1825 sin haber sido nunca puesta en práctica.

Doscientos años después y en pleno siglo XIX, una nueva propuesta constitucional busca instalar -nuevamente- una profusa agenda valórica de una férrea raigambre conservadora y cristiana. Así, el texto vuelve a consagrar a la familia como el núcleo de la sociedad (tal como la Constitución vigente) pero, en esta oportunidad, va más allá. Reconoce el valor de los cuidados para el desarrollo de la vida en la familia mandatando al Estado la promoción de la corresponsabilidad. Pero, además, el fomento de la conciliación entre la vida familiar y laboral y la protección de la crianza, refiriéndose explícitamente aquí a la paternidad y de la maternidad (artículo 13). Un claro guiño al ideario católico de familia conformada por un hombre y una mujer. Y una clara omisión a los otros tipos de familia: padre e hijo(s), madre e hijo(s), parejas sin hijos, abuelo(s) y nieto(s), parejas homosexuales.

Cabe mencionar que, en el Chile actual, sólo un 51% de las familias son biparentales y el 75% de la población apoya el matrimonio igualitario. Entre las consecuencias previsibles de esta -aparentemente- inocua referencia, estaría la posibilidad de que se solicite la inconstitucionalidad del matrimonio igualitario y la adopción homoparental (que actualmente faculta a personas solteras, divorciadas y viudas postularse para iniciar los trámites de adopción) por no cumplir con los estándares predeterminados por la nueva carta fundamental respecto de la concepción de familia que ella misma consagraría.

Luego, la libertad de conciencia cambia profusamente su significado y alcance: ya no sólo regula el ejercicio libre del culto a toda confesión religiosa y su posibilidad de erigir templos y dependencias, sino que consagra el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión adoptando la religión o las creencias de su elección, a vivir conforme a ellas y a transmitirlas. Comprende además la objeción de conciencia regulada por ley. Respecto de esto último queda abierta la posibilidad de que en el futuro -mayoría parlamentaria mediante- clínicas, farmacias y centros de salud privados puedan negarse a, por ejemplo, vender anticonceptivos por atentar a su conciencia institucional.

Cabe señalar que este derecho destaca, particularmente, de las demás prerrogativas de la propuesta constitucional por su detallada reglamentación (consta de un enunciado y cuatro numerales) elevando, entre otras, a una jerarquía constitucional el derecho de los padres a educar a sus hijos o pupilos y a elegir su educación religiosa, espiritual y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones y de instituir proyectos educativos de conformidad con sus convicciones morales y religiosas (artículo 16, numero 13). Luego, ¿por qué tuvo el constituyente que referirse a los proyectos educativos en este acápite referido a la libertad de conciencia y religión? Porque con ello el constituyente está equiparando frontalmente las convicciones religiosas con la educación que las familias decidan entregar a los hijos.

Pero el constituyente no se queda ahí. Refuerza lo anterior con el acápite referido al derecho a la educación, que consagra a las familias el derecho preferente y el deber de educar a sus hijos (o pupilos), de elegir el tipo de educación y su establecimiento de enseñanza, así como a determinar preferentemente su interés superior, y el deber tanto de ellas como de la comunidad a contribuir al desarrollo y perfeccionamiento de la educación (artículo 16, numero 23). Y lo consolida con un muy desarrollado apartado que regula la libertad de enseñanza en los siguientes términos: ésta existe para garantizar a las familias, a través de los padres, el derecho preferente y el deber de educar a sus hijos o pupilos; y de enseñarles por sí mismos o de elegir para ellos el establecimiento de enseñanza que estimen de acuerdo con sus convicciones (ojo) morales o religiosas.

Dichos establecimientos, dice el texto, tendrán plena autonomía y libertad para determinar sus contenidos curriculares conforme a la identidad e integridad de su proyecto, quedando el Estado reducido a la entrega de contenidos mínimos en todos los niveles educativos que en ningún caso podrán superar la mitad de las horas lectivas (a fin de garantizar la autonomía y diversidad educativa) y que no resultarán vinculantes para los establecimientos educacionales (artículo 16, numero 24).

Con esta propuesta constitucional, la familia pasa a ocupar un lugar primordial en la sociedad chilena: la institución donde nacen los hijos, se les entrega valores morales y religiosos, y se les imparte o escoge una educación de libre determinación. Luego: ¿se podría estar en contra de lo anterior, es decir, se podría estar en contra de la familia como el espacio donde se desarrollan las personas? Ciertamente que no. Es, de hecho, uno de los valores con los que más se identifica la sociedad chilena, con un 46% de apoyo. Pero entendida ella en sentido amplio, es decir, reconociéndose en sí mismas como diferentes. ¿Qué ocurre cuando no reconocemos las diferencias? Se genera una injusticia simbólica cultural. En ese sentido, este es un texto que construye modelos sociales negando las diferencias lo que, inevitablemente, profundiza la desigualdad de origen. Y de forma más preocupante, invisibiliza la legitimidad de algunos por sobre otros, lo que se vuelve un peligroso camino al redefinir la cultura.

Luego, habrán tantos proyectos educativos como cuantas “familias” existan o, dicho de otra manera, se promueve la diversificación de la enseñanza, tanto desde un punto de vista valórico, como pedagógico, pero también económico. A la pregunta ¿se podría estar en contra de la existencia de diferentes propuestas educativas? Un informe de la UNESCO señaló que los elevados costos de la educación privada y a la escasa regulación de la misma por parte de los Estados traen como consecuencia aumentos en la desigualdad y la exclusión por cuanto socava la calidad y amplía la brecha educativa entre ricos y pobres. De hecho, para la UNESCO el sistema educativo chileno fomenta la desigualdad y la exclusión debido fundamentalmente a que está orientado a procesos de selección particulares cuya responsabilidad está depositada precisamente en la comunidad y los padres en desmedro del Estado, que debiera ser el garante de este derecho.

Una Constitución para que tenga éxito, es decir, sea legitima y perecedera en el tiempo, debe acoger a todos. No sólo a algunos, ni mucho menos aspirar a que seamos como unos pocos quieren. Debe aceptar la diversidad y construir, desde ahí, una sociedad de todos y para todos. Aceptar las diferencias significa comprender cómo nos parecemos, cómo somos diferentes y tratar a todo el mundo con el mismo respeto a pesar de las diferencias. Un texto que legitima las desigualdades y excluye las diferencias sólo esta destinada al fracaso.

Carolina Carreño
Abogada, magíster en Derecho Constitucional. Directora jurídica de la Fundación Equidad.