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Opinión

Regresiones

Por: Martín de la Ravanal | Publicado: 11.12.2023
Regresiones Imagen referencial | Agencia Uno
La política se despliega siempre, quiéraselo o no, sobre un nivel histórico que no se puede negar. Cualquier pretensión de restauración absoluta es una forma de autoengaño, ya que los tiempos que corren, pese a la inestabilidad, no son una dispersión caótica donde todo es posible. Estamos condenados a tener que hacer política “a la altura de los tiempos”. Hay que preguntarse, entonces, de forma seria, ¿qué cabe esperar de políticas anacrónicas que insisten en negar el espíritu de su propio tiempo?, y si existen verdaderas razones para inquietarse por estas derivas reaccionarias disfrazadas de rebeldías transgresoras.

En el marco de la actual discusión política, y sobre todo respecto de la propuesta constitucional en liza, se suele expresar el temor, desde ciertas sensibilidades, que asistimos a una época de “regresiones” o de “retrocesos civilizatorios”. Una regresión consistiría en la posibilidad de pérdida y descenso de ciertos logros que se consideraban ganados y consolidados, valorados, generalmente, como un enriquecimiento del patrimonio de nuestra vida en común. Se trata, por supuesto, de cuestiones morales, de regresiones respecto a estándares o criterios sobre lo correcto, lo justo, o lo decente que se creían incorporados a nuestros códigos mentales y legales de conducta.

Aunque suene sensato el afirmar que es totalmente indeseable –e inaceptable– el retorno de ciertas prácticas como la esclavitud, el derecho de los maridos a golpear a sus esposas, o que los padres puedan decidir con quienes se casan sus hijas; para algunos escrúpulos conservadores y liberales, hablar de regresiones es un signo de una insufrible altanería intelectual y arrogancia moral, es decir de elitismo. Ciertamente hay, en no pocos, una irritación con cierto “progresismo” que se ha pasado de rosca, que, a su juicio, ha convertido demasiado progreso (o un progreso mal entendido) en decadencia.

Estas miradas se montan sobre un diagnóstico de crisis épocal: los nuestros son tiempos de desorientación, descomposición y agotamiento respecto de una herencia civilizatoria occidental que, se dice, no hemos sabido cuidar. Por supuesto, esta herencia es algo en disputa, su contenido no es unívoco. Para algunos tendrá que ver con cierto sentido cristiano del vivir como el amor a la familia, el respeto a Dios, la sacralidad de toda vida, el orden natural de la pareja heterosexual y monógama, etc. Para otros, el profundo interés en la libertad individual, el ánimo aventurero y competitivo del empresario, el sentido de responsabilidad de cada cual sobre sus actos y resultados vitales, etc. finalmente, habrá quienes asocien Occidente a un espíritu soldadesco y viril, a la concepción de una comunidad arraigada a un suelo patrio, a unos linajes, una lengua e instituciones que han de defenderse siempre de ataques e influencias ajenas y debilitantes.

Estas narrativas, en su forma pura, combinada o derivada, interpretan las acusaciones de “regresiones” como un ataque a sus intentos de preservar o re-establecer ese auténtico sentido civilizacional respecto de hábitos mentales y creencias corruptoras y decadentes. En vez de “correr el cerco”, intentan “volver a poner el cerco en su sitio”, recuperar el control en un ambiente en extremo caótico y exasperante. “Poner en su lugar” a todos aquellos que, con la excusa de la revolución, la emancipación y la justicia social, han puesto en riesgo los factores que han permitido una lenta, pero ininterrumpida, senda de prosperidad, estabilidad y seguridad. La cuestión central gira en torno a un cierto paradigma de orden que se fundamenta desde un absoluto a-histórico: la vida social siempre ha sido -y siempre deberá ser- de unas maneras esenciales, que están aquí para perdurar como piso firme frente a los cambios, innovaciones y rupturas que inevitablemente nos traerá el tiempo y sus contingencias.

Resulta engañoso tildar la idea de regresión de elitismo progre, porque ésta idea se puede perfectamente fundar en el amplio examen del desarrollo ético, político y jurídico de una sociedad, y no sólo en prejuicios morales. Desde una perspectiva, llamémosla, “histórico–evolutiva”, hay una regresión toda vez que, en una sociedad particular ya se ha alcanzado, en el orden normativo general, un grado de realización de la libertad y de la justicia que resulta ampliamente aceptable y coherente para la vida y trayectoria histórica de esa sociedad, con lo que puede, retrospectivamente, evaluarse como progreso.

Por “orden normativo general” entiendo tanto lo que esta expresado en las constituciones como en las leyes, las costumbres y las creencias habituales en un contexto y época determinado. Las expectativas normativas de la propia sociedad civil, de cada pueblo, respecto al orden político institucional, son claves para evaluar si una práctica, norma o cambio político representa una regresión, pero también cierta conciencia histórica de la evolución de la propia sociedad, y una noción amplia de la historia, la política y la cultura mundial. Las regresiones se experimentan como tales en la medida que pretensiones éticas que han logrado efectivizarse y consolidarse en la vida social (como leyes, hábitos nuevos o prácticas) de pronto, por efectos de una crisis o coyuntura política, pueden verse en peligro de ser destituidas.

El asunto aquí es que al hablar de regresiones no se trata de meros caprichos ideológicos: hay unas libertades y unas capacidades que se han logrado afirmar entre las y los miembros de una sociedad, a partir de sus instituciones compartidas. Sus vidas, en lo más concreto y material, cuentan con esas ampliaciones como condiciones para elaborar, con mayores posibilidades, sus proyectos personales.

Según Rahel Jaeggi, frente a una crisis, una regresión no sólo no soluciona los problemas agobiantes, sino que produce un bloqueo de los aprendizajes y, a larga, un empobrecimiento de nuestra relación con el mundo socialinstitucional que nos rodea, donde ya no podemos reconocernos. Como si se tratase una dependencia de las trayectorias históricas, aquí la memoria social de los agravios pasados tiene un papel fundamental: nadie aceptaría renunciar a las libertades y derechos que ya goza para tener menos libertades y menos derechos que disfrutar, o volver a situaciones en las que se vio expuesto a la falta de libertad, indignidades o discriminaciones.

Este juicio histórico siempre apunta más allá de lo simplemente dado en el orden social. La dirección de ese “progreso” es objeto de disputas morales y políticas, a veces intensas, pero siempre respecto a una cierta altura histórica, en gran medida, ya alcanzada en materias prácticas. Es cierto que hay épocas y encrucijadas históricas que hacen difícil ver con claridad ese suelo común de orientaciones que enmarcan las controversias, pero en cada sociedad existen parámetros: aunque subsistan prácticas discriminadoras racistas, parece muy improbable que en Chile fuera aceptable una ley que generara una situación generalizada de segregación racial (con una etnia particular, por ejemplo) Otras cuestiones, en cambio, son focos de intensa discusión: el grado de autodeterminación del sexo en lo legal, o el enfoque de la educación sexual en las escuelas públicas. Esas “gramáticas morales” profundas marcan el “desde dónde” resulta sensato discutir y promover políticas.

Sin embargo, dado el contexto de crisis global y epocal que vivimos, la intensificación de la conflictividad y polarización, en combinación con las posibilidades distorsionantes de la nueva comunicación digital, hace posible que se den estrategias que pretendan convertir lo impensable en aceptable haciendo un uso manipulador de la esfera pública. Hay grupos que han entendido perfectamente estas ventanas de oportunidades como la chance de avanzar en una “guerra cultural” que busca reponer el poder de élites oligárquicas combinando la ideología libremercadista con derivas autoritarias centradas en el temor, la ira y la inseguridad. Se han dado a la tarea de aglutinar fuerza retórica y política suficiente para desviar –o desandar– las sendas éticas, políticas y legales que (a punta de conflictos, crisis y luchas) ya han sido, para bien o para mal, marcadas.

Que duda cabe que nuestro orden político institucional conserva rasgos autoritarios, oligárquicos y conservadores pero siempre en una tensión con tendencias democráticas, igualitarias y progresistas que también anidan en la sociedad civil y la cultura política. Quién se represente estos recorridos como algo lineal, continuo y libre de contradicciones, simplifica una historia en extremo compleja. Lejos de cualquier identidad o sentido puro, nuestro ser en común se va fraguando y emerge de la mezcla, a veces dura y cruda en su fricción, de los más diversos componentes, y que, sin embargo, exhibe frutos.

La política se despliega siempre, quiéraselo o no, sobre un nivel histórico que no se puede negar. Cualquier pretensión de restauración absoluta es una forma de autoengaño, ya que los tiempos que corren, pese a la inestabilidad, no son una dispersión caótica donde todo es posible. Estamos condenados a tener que hacer política “a la altura de los tiempos”. Hay que preguntarse, entonces, de forma seria, ¿qué cabe esperar de políticas anacrónicas que insisten en negar el espíritu de su propio tiempo?, y si existen verdaderas razones para inquietarse por estas derivas reaccionarias disfrazadas de rebeldías transgresoras.

Martín de la Ravanal
Profesor de Ética y Filosofía Social y Política en las universidades de Santiago y Alberto Hurtado.