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Dilemas con el otro: Entre el reconocimiento y las políticas identitarias

Por: Salvador Millaleo | Publicado: 20.12.2023
Dilemas con el otro: Entre el reconocimiento y las políticas identitarias Imagen referencial | Agencia Uno
Una izquierda global, universalista, difícilmente puede olvidar las demandas de los diversos grupos que han experimentados específicas formas de dominación, y tiene que buscar acomodar en el igualitarismo los derechos y las políticas específicas que reparen su experiencias negativas, así como proporcionen un progreso en el bienestar de esos grupos. El balance de la descolonización y despatriarcalización, por ejemplo, con una lucha global por la igual autonomía de los sujetos, en sus reformas y políticas de bienestar concretas, promete mucho más emancipación que la estética radicalizada en que las izquierdas se ha empantanado en tantos lugares.

Una cuestión crucial de la política consiste en la pregunta por lo que debemos a los otros, y cómo tratar al otro, sin que su condición de otro, la alteridad, desaparezca bajo la mirada de quien juzga o asume alguna responsabilidad con él. El reconocimiento consiste en el proceso en que se construye la relación de unos con otros, y que permite construir lazos que constituyen la sociedad como un proyecto legítimo y perdurable. ¿Hasta qué punto el reconocimiento es ahora posible? Y, dentro de ello, ¿cuál vendría a ser el rol de las izquierdas respecto del reconocimiento?

A nivel global se habla de la crisis de las izquierdas, cuyas luchas históricas del siglo XX en torno a la igualdad y mejora en el bienestar material de las clases subalternas se han ido diluyendo, y se le acusa que han sido reemplazadas por demandas identitarias de reconocimiento a diversos colectivos, que no constituían el foco de las aspiraciones de emancipación que se hundían en la ilustración europea.

Actualmente el auge de los populismos de extrema derecha (alt-right) parece arrebatar la conexión de las izquierdas con los grupos populares y se le reprocha enclaustrarse en demandas identitarias surgidas en entornos académicos, supuestamente a favor de grupos que se alejan de los segmentos más económicamente desfavorecidos. Asimismo, la extrema derecha asumirá el discurso populista en que los otros a los que intentan beneficiar las políticas identitarias son una amenaza a la identidad colectiva hegemónica que reúne a la comunidad política.

Estos cuestionamientos a las izquierdas consideran, por una parte, que la única posibilidad del igualitarismo de las izquierdas consiste en medidas de bienestar económico, demandas que surgen de lo que es común a las formas de opresión que padecen cotidianamente los sujetos en las sociedades capitalistas. Otras demandas, más allá de aquello, lo que harían es fragmentar la comunión de los sujetos pobres, los vulnerables o precarios (otrora los proletarios). Por la otra parte, los críticos agregan que un Estado de bienestar se ha hecho muy difícil, de manera que la vuelta a las luchas por la redistribución tampoco son sostenibles. En esta lógica, las izquierdas ya no serían posibles.

La política del reconocimiento se enraíza en una reflexión sobre las formas en que se construye la sociedad y los sujetos en procesos de comprensión y aprendizajes recíprocos, en los cuales las asimetrías de poder del pasado y del presente, la opresión y la vulneración de los otros son patologías sociales que deben ser sanadas a través de procesos de reconocimiento en la actualidad. Las experiencias de opresión fundan normativamente los reclamos de crítica social y orientan demandas de emancipación para que la construcción de la sociedad realice una comunidad justa.

De esa manera, renunciar a las demandas de reconocimiento es simplemente retirar la demanda de justicia, y una sociedad sin justicia no es legítima y no puede funcionar. Una izquierda comprometida con demandas de justicia es posible y necesaria. Por cierto, la asunción del fracaso del Estado en cuanto al bienestar y el desarrollo lleva bastante rato en retirada.

Es claro que a nivel global se ha expandido un estilo de políticas que persiguen el reconocimiento como reivindicación de identidades particulares que reclaman las deudas de justicia con ellas, en virtud de historias de opresión estructural o sistemática. La política de las identidades ha levantado en las últimas décadas un estilo visible en el panorama de las izquierdas, logrando desplazar viejas retóricas y motivos de la igualdad, en nombre del reclamo de reconocimiento por las identidades grupales.

Dicho estilo -y no las causas justas que lo motivan- está bajo examen en la misma izquierda, por parte de aquella que resiente el abandono del discurso emancipatorio universalista, y que ve en la política de identidades particularistas un desborde antiemancipatorio.

El discurso identitario renuncia a un lenguaje compartido para visibilizar los problemas sociales, colocando mayor énfasis en cómo se perciben en la subjetividad particular. Es la subjetividad donde el discurso identitario tiene su centro, donde se prefiere su valor expresivo a través de la liberación de emociones, prefiere el color de las pasiones antes que en el laborioso y sombrío trabajo de elaboración razonada de políticas públicas.

En lugar de considerar el enlace entre las formas de opresión que se critican con problemas comunes que han obsesionado a la Teoría Crítica, como el capitalismo y la industria cultural, las políticas de identidad dan curso a la reivindicación de la autoexpresión identitaria, en pos de la liberación parcelaria de cada uno de los grupos que se cobijan bajo ella, alejándose de principios universalistas.

Lo que es común a las políticas identitarias es la reivindicación del estatus de víctimas de diversas formas de opresión, experiencias difícilmente negables desde una perspectiva sensible a las formas históricas de dominación y discriminación, pero que se enarbolan de manera, a menudo esencialista, para inmunizar ante la crítica a agendas del presente de los agentes políticos que pretenden una representación identitaria, así como para reprochar desde un púlpito moral a los demás actores por no considerar con la radicalidad suficiente esos reclamos, cuestión que se la empantana en diversas guerras culturales e iniciativas de cancelación. Muchas veces se hace evidente que el estatus moral reclamado es ocupado, más bien, por una élite nueva antes que por las bases sociales de quienes efectivamente han sido oprimidos y discriminados a través de históricos sistemas de dominación.

Junto con la emocionalidad, la política identitaria se consume en diversos simbolismos, en gestos y expresiones antes que en programas efectivos, y es allí donde se produce la mayor separación de las identidades tradicionales de izquierda, porque la política identitaria se estanca en los ritos y emblemas de una estética de la política, y consigue pocas veces un mayor bienestar efectivo para los grupos desfavorecidos que reclama representar.

Curiosamente, antes que un progreso social, uno de los resultados tangibles de las políticas identitarias es su incorporación por las extremas derechas, en su caso para usar el simbolismo y la autoexpresión emocional en política para defender y asegurar identidades hegemónicas -las naciones indivisibles, los varones frustrados, los trabajadores aspiracionales- contra los embates de grupos que buscan reconocimiento. Dichos grupos son transformados de ser el vector de impugnación al objeto de la impugnación, acusándoles de amenazar la cohesión social. Mujeres, indígenas, afrodescendientes, disidencias sexuales, inmigrantes se convierten en los grandes enemigos de las políticas de la identidad derechistas, a los cuales se combate con cancelación y con abolición de derechos.

Con ello, se completa el círculo de las políticas de la identidad, se revela su espíritu antimoderno y antiemancipatorio. El desplazamiento de la razón política mediante la estética de la radicalización, el desplazamiento de los reclamos de una ética de bienestar por una ética maximalista. Todo ello, en última instancia, en perjuicio de los grupos excluidos que se quieren representar. Al final queda al desnudo que la política identitaria, antes que el reconocimiento de colectivos, sirve a las angustias de la individualidad subjetiva producida por el neoliberalismo en régimen que sufrimos.

Una izquierda global, universalista, difícilmente puede olvidar las demandas de los diversos grupos que han experimentados específicas formas de dominación, y tiene que buscar acomodar en el igualitarismo los derechos y las políticas específicas que reparen su experiencias negativas, así como proporcionen un progreso en el bienestar de esos grupos. El balance de la descolonización y despatriarcalización, por ejemplo, con una lucha global por la igual autonomía de los sujetos, en sus reformas y políticas de bienestar concretas, promete mucho más emancipación que la estética radicalizada en que las izquierdas se ha empantanado en tantos lugares.

Salvador Millaleo
Profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile