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¿La batalla cultural?

Por: Francisco Ulloa García | Publicado: 30.01.2024
¿La batalla cultural? Imagen referencial | AGENCIAUNO
Así, las izquierdas, a falta de victorias concretas, se quedaron con lo simbólico de éstas, naciendo una supuesta victoria cultural. Esa es la batalla que pareciera estar corriendo peligro. Si hubiera que ser prácticos, el único triunfo que se creía obtenido pareciera correr un peligro inminente. Sin embargo, considero fundamental pensar en lo cultural como un medio más que un fin.

La discusión sobre la pérdida de la batalla cultural por parte de las izquierdas no sólo se ha tomado las últimas semanas, sino que viene ya escuchándose por, al menos, un año. Pareciera como si los lados progresistas de occidente se hubiesen puesto de acuerdo en la frase y que constantemente todo se redujera a eso.

La posible reelección de Donald Trump en EEUU, la victoria de VOX en España, la popularidad de las ideas del AFD en Alemania, la victoria de Republicanos en Chile o el éxito de Javier Milei en las últimas elecciones, todo se puede reducir a la pérdida de la batalla cultural.

Ahora, más que discutir sobre la veracidad de esto, cabría pensar sobre la importancia de este argumento. Para esto, las reflexiones del historiador Greg Grandin sobre el siglo XX latinoamericano pueden servirnos de ventana para mirar lo que está detrás de la batalla cultural.

Para Grandin es claro que el siglo XX latinoamericano, al igual que gran parte del mundo occidental, se dividió en dos grandes bloques. Sin embargo, más que esta división, lo que el autor enfatiza es, primero, la profunda violencia que las elites dominantes de los distintos países utilizaron para masacrar la población civil.

Y, segundo, observando distintos ejemplos, el autor plantea que mientras los trabajadores, indígenas y campesinos (hombres y mujeres) se manifestaron abiertamente por la mejora de los estándares de la vida social en su conjunto (mayores derechos políticos y sociales universales), los grupos dominantes junto con los medios de comunicación escritos justificaron estas matanzas masivas con la premisa de eliminar grupos extremistas y/o comunistas. Pretendo solamente nombrar algunos ejemplos, todos lamentables.

Podemos volver a la primera década del siglo XX, cuando la masacre del Partido Independiente de Color en 1912 (Cuba) tomó lugar. En esos años de post-independencia, el partido buscaba el reconocimiento institucional al mostrar la distinción racial en cuanto a los portadores de derechos políticos. El alzamiento del partido dio como consecuencia el asesinato de miles de personas calificadas como extremistas.

Años después, en El Salvador (1932) ocurrió una de las matanzas más grandes de la época, en la que más de diez mil personas, mayoritariamente indígenas, fueron asesinadas. Las protestas que juntaron a pescadores, indígenas y miembros del partido comunista del Salvador con el fin de luchar por mejoras laborales y sociales, al igual que la igualdad política, terminaron con la justificación de destruir el germen comunista y extremista.

Finalmente, no puede ser posible dejar de nombrar las tragedias de Santa María de Iquique (1907) y Ranquil (1934), producto de movilizaciones de mineros, campesinos e indígenas. En Iquique, los mineros se manifestaron por mejores condiciones laborales, mínimos salariales y derechos sociales, mientras que en Ranquil, campesinos e indígenas se movilizaron por una distribución justa de las tierras. Cada lucha concluyó con una matanza y barbarie.

Quizás el hecho fundacional de la segunda mitad del siglo XX latinoamericano corresponde al golpe de estado en Guatemala (1954), en que el presidente Jacobo Árbenz es destituido, en un contexto en que se intentaba impulsar una reforma agraria profunda, que permitiera una justa distribución de la tierra a sus ciudadanos (indígenas y ladinos) antes que a los capitales extranjeros (United Fruit Company).

Por otra parte, “El 2 de octubre no se olvida” dicen los mexicanos cada año al conmemoran la masacre en la plaza de Tlatelolco de la Ciudad de México. Aquel octubre de 1968, y a pocos días de que comenzaran los juegos Olímpicos en México, estudiantes fueron asesinados por el ejército en el contexto de una asamblea donde se pretendía evaluar las futuras conversaciones con el gobierno en turno. Hasta el día de hoy no se conocen cifras oficiales de la cantidad de muertes.

Finalmente, el 11 de septiembre de 1973 despertó un Chile con bombazos y militares en las calles, derrocando al primer presidente socialista democráticamente electo de la historia.

Todos estos ejemplos representan un pequeño abanico de hechos que mancharon de sangre las calles y a las instituciones, por hacer que distintos derechos se volvieran universales. Cada una de esas batallas representaron una derrota para la sociedad que no tuvo la suerte de pertenecer a la elite privilegiada de cada país.

Así, las izquierdas, a falta de victorias concretas, se quedaron con lo simbólico de éstas, naciendo una supuesta victoria cultural. Esa es la batalla que pareciera estar corriendo peligro. Si hubiera que ser prácticos, el único triunfo que se creía obtenido pareciera correr un peligro inminente. Sin embargo, considero fundamental pensar en lo cultural como un medio más que un fin.

Si la batalla cultural se vuelve el mayor premio, y no el acto simbólico que empuje a un cambio estructural, no hay mucho más que decir. Pero, si lo cultural es parte de una lucha por mejorar las estrategias y aprender del pasado (dejando las masacres, finalmente, atrás), es algo por lo que comprometerse. La batalla cultural no puede ser el símbolo de la muerte y la masacre; la exotización del héroe masacrado, o del individuo torturado. Para esa batalla, no estoy disponible.

Francisco Ulloa García
Candidato a doctor en Historia por la Universidad de California, Davis