Avisos Legales
Opinión

Árbol de navidad escolar: El desafío de rearticular la diversidad y la convivencia

Por: Cristopher Yáñez-Urbina | Publicado: 21.02.2024
Árbol de navidad escolar: El desafío de rearticular la diversidad y la convivencia Imagen referencial | AGENCIAUNO
Desde la inclusión, convivir significa reconocer nuestra codependencia en la diversidad y buscar maneras de establecer diálogos y acuerdos; esto se consigue por medio de un cuestionamiento de nuestras formas de excluir en base a jerarquías de la diferencia; y tanto ellos como nosotros debemos realizar un trabajo en sí para dejar de excluir lo más posible o al menos visibilizar estos modos.

Marzo está por llegar y con él una extraña navidad. No, no me estoy equivocando de mes; permítanme explicarlo. El año 2016 pisé por primera vez una escuela siendo profesional de la psicología y una de las cosas que me hicieron notar al fue esta analogía: somos –refiriéndose al establecimiento educacional en tanto institución– como un árbol de navidad.

Esta comparación, que me he encontrado una y otra vez, dibuja con precisión la realidad de las escuelas atiborradas de programas, exigencias, expectativas, indicadores de logro, orientaciones técnicas, proyecto e intervenciones. A menudo, estos elementos resultan ser tan disonantes y desorganizados que desafían la capacidad de los equipos de profesionales para gestionarlos y conectarlos de manera efectiva, dando una estética de árbol de navidad repleto de chucherías y adornos sin que adquieran un sentido.

Y es justamente esto es lo que les ha ocurrido a dos orientaciones que han sido claves para el sistema escolar chileno, me refiero a la inclusión y la convivencia. Ambas siendo vaciadas de su contenido, separadas en su acción y posicionadas como actos de caridad.

De tal manera, el imaginario de la inclusión ha sido cooptado por las ideas que buscan “rescatar” a los más vulnerables, ofreciendo apoyos suplementarios en los aprendizajes o intentando neutralizar las diferencias. Un proceso similar ha afectado a la convivencia, que se ha simplificado hasta concebirse meramente como la creación de amistades, la eliminación de la violencia escolar y la implementación del consenso como práctica que hemos abrazado a nivel país desde la década de 1990. Sin embargo, creo que podemos volver sobre su potencialidad con dos grandes movimientos.

El primero consiste en desplazar inicialmente el enfoque de la inclusión para, en su lugar, profundizar en la comprensión de los modos de abordar la diversidad. Esto se debe a que la inclusión representa solamente una entre muchas respuestas a una cuestión central: ¿Qué actitud adoptamos ante el encuentro con un otro que es radicalmente distinto a mí y a un nosotros? Podemos optar por verlo como inferior, considerando cualquier relación como un riesgo para la pureza de nuestro colectivo, y nuestras acciones podrían oscilar entre el rechazo, la indiferencia o incluso el exterminio; esto constituiría una forma de exclusión.

Alternativamente, podríamos seguir viéndolo como inferior y como un riesgo para nuestra pureza, pero útil en su lugar designado —marcado como inferior— y ocupándose de sus propios asuntos; esto se identificaría como segregación. También es posible continuar considerándolo inferior, pero desde una postura ‘bondadosa’ que busca su asimilación a nuestras maneras —vistas como superiores— sin importarnos realmente su consentimiento; esto se entiende como integración. Finalmente, podemos reconocerlo simplemente como un otro diferente, comprendiendo que nuestro intercambio mutuo es esencial para la supervivencia de ambos y, por ende, nuestras acciones se enfocarían en una autoinspección de cómo nuestras prácticas rechazan, menosprecian o excluyen directamente a ese otro que difiere de nosotros; ahí hablamos de inclusión.

El corolario sería múltiple. Primero, la inclusión no es el único modo de abordaje de la diversidad y visibilizar el resto nos permite también detenernos a evaluar cuando incurrimos en cada uno de ellos.

Segundo, nos permite diferenciar integración de inclusión y darnos cuenta de que gran parte de la política educativa del país aborda el primero, pero enuncia el segundo. Tercero, nos acerca a la definición de convivencia escolar más dúctil, la cual podemos encontrar en la propia Política Nacional de Convivencia Escolar entendida como “el conjunto de las interacciones y relaciones que se producen entre todos los actores de la comunidad (estudiantes, docentes, asistentes de la educación, directivos, padres, madres y apoderados y sostenedor)” y, por lo tanto, facilita el segundo movimiento que propongo realizar.

En esta línea, los modos de abordaje de la diversidad están intrínsecamente vinculados a la convivencia, puesto que el dilema radica en cómo nos relacionamos e interactuamos con ese otro que es diferente de mí y de nosotros. Así, la reflexión sobre la convivencia puede re-estructurarse en torno a cuatro interrogantes: ¿Qué es convivir? ¿Cómo se logra? ¿Qué hacemos nosotros? ¿Qué hacen los otros?

Bajo la exclusión, convivir se traduce en la preservación de lo propio y el orden tradicional; se logra eliminando lo que es ajeno o deshaciéndose de lo que se considera “manzana podrida”; nuestro actuar se centra en detectar la amenaza y expulsarla; y el otro se ve forzado a retirarse. En el ámbito de la segregación, convivir significa asignar a cada uno su lugar en función de una valoración de diferencias; nosotros debemos organizar y asignar roles según esta valoración; y el otro debe aceptar su lugar asignado.

Con la integración, la convivencia implica la incorporación de los excluidos a nuestros modos, asumiendo que son superiores; se alcanza mediante estrategias que les facilitan asemejarse a nosotros lo más posible y buscando eliminar las diferencias; actuamos tolerando, de manera forzada, esa diferencia hasta que se parezca a nosotros; y ellos deben adaptarse, también forzosamente, a nuestras formas o retirarse

Finalmente, desde la inclusión, convivir significa reconocer nuestra codependencia en la diversidad y buscar maneras de establecer diálogos y acuerdos; esto se consigue por medio de un cuestionamiento de nuestras formas de excluir en base a jerarquías de la diferencia; y tanto ellos como nosotros debemos realizar un trabajo en sí para dejar de excluir lo más posible o al menos visibilizar estos modos.

Marzo está por llegar y espero que esta acelerada reflexión pueda permitir a los equipos darle algo más de sentido a este árbol de navidad, y que cuando pensemos en inclusión y convivencia no solamente aparezca una feria intercultural, mientras que la única adaptación curricular sea bajar la escala en las pruebas de estudiantes que “no pueden” rendir y buscar rellenar el libro de clases con la suficiente evidencia para poder deshacernos de la manzana podrida.

Pero quizás, lo más importante, sería poder orientar a la política educativa –y a quienes la formulan– para que no genere las contradicciones que fuerzan a las escuelas a buscar estos modos como formas de resolver las controversias en la implementación y la saturación en las iniciativas.

Cristopher Yáñez-Urbina
Doctor en Psicología. Académico Colaborador del Magister en Psicología Educacional de la Universidad de Santiago de Chile.