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¿Cómo se enseñaba historia el 2010?

Por: Maximiliano Salinas | Publicado: 08.05.2024
¿Cómo se enseñaba historia el 2010? El vigilante, 1987 | Hernán Puelma
La narratología oficial erigió una concepción arbitraria, forzosa e irremediable del tiempo: una sola historia, un solo sentido, una sola dirección. Hasta se enseñó que sólo el tiempo lineal hacía historia. Un tiempo lineal inaugurado por ¿el cristianismo?

El proyecto historiográfico patriarcal lineal se imponía en los ambientes característicos del orden instituido. Presidió las orientaciones pedagógicas de los gobiernos de turno, la confección de los manuales escolares, la producción disciplinar proveniente de Europa. Se publicitó a través de la cultura oficial con sus masificaciones industriales: la prensa, la radio, la televisión.

La secuencia lineal del tiempo daba cuenta de una cronología que empezaba con la hominización y llegaba hasta los albores del siglo XXI. El énfasis prioritario: el origen de la civilización y las instituciones de Occidente. Este modo avaro de enseñar historia seleccionó las expresiones específicamente patriarcales de la sociabilidad.

Se desatendieron las provenientes de las culturas matrízticas en la historia de la humanidad: el tiempo como acontecer y emocionar de sociedades basadas en el respeto espontáneo e incondicional de la proximidad y la dignidad humana.

Naturalmente este acontecer no era el de las elites con su ética de la guerra, la discriminación, el atropello, la explotación, la acumulación de la riqueza. Tenía que ver con la constitución de un sentido de la vida acorde con la biología del amar (Humberto Maturana, Amor y juego. Fundamentos olvidados de lo humano. Del patriarcado a la democracia, 1993).

En 2007 el texto escolar Historia de Chile. Manual esencial (Santiago: Santillana) resumió la narratología patriarcal lineal. En seis capítulos compuso un itinerario cronológico desde el 12500 a.C. hasta el año 2006. El capítulo 1, “Sociedades originarias”, instala la historia indígena en el tiempo más apartado posible: un mundo lejano y silencioso. La narración la realiza un observador objetivo, distante: no concede voz propia a los pueblos ancestrales. Aunque el afán fue relegarlos al pasado remoto es curioso que de pronto se admita su actualidad. Al describir la cosmovisión mapuche, se hace del guillatún un hecho del pasado. Sin embargo, la foto que acompaña el texto muestra una danza colectiva circular con una imagen ciertamente reciente.

El último capítulo 6, “Reformas, dictaduras y democracia”, reduce el acontecer histórico a los vaivenes del acontecer patriarcal en el norte global, la Guerra Fría y la post Guerra Fría. Chile queda arrimado a ese estricto acontecer. Con este horizonte epistémico los pueblos indígenas y mestizos son desatendidos en su historicidad particular. No interesa su cultura, su vivir, su emocionar.

Los representantes de ese tiempo popular son sólo fotografías dispersas. Clotario Blest, Violeta Parra, Víctor Jara, el Parque de la Paz, una olla común. Imágenes de un noticiario mudo. Una “cronología” final sella la perspectiva de la obra. Campea el tiempo mayor y progresivo de las elites dominantes, concediendo dos páginas a las “sociedades originarias”, y diez al “Chile en el siglo XX hasta hoy”, con once referencias a Augusto Pinochet (338-357).

La producción historiográfica europea de la época, ¿aplicó también las categorías de la visión patriarcal lineal del tiempo? En 2007 un historiador alemán, Stefan Rinke, publica en München una Pequeña historia de Chile (Kleine Geschichte Chiles). Algo familiar lo asocia al manual de Santillana. Al menos en dos aspectos. El tiempo indígena queda relegado a unos primitivos y escuetos orígenes (9-32), y el tiempo presente se enmarca en una henchida historia política con el título “El regreso a la democracia desde 1990” (175-195), donde, como carga del pasado, continúa gravitando el sobrepeso de Augusto Pinochet. El “Índice de personas” de la obra recoge a 184 individualidades, de las cuales sólo 18, aproximadamente, responden al universo indígena y mestizo (201-203).

En 2014, Rafael Sagredo, historiador chileno, edita en Madrid una Historia mínima de Chile. La obra no escatima en una vigorosa caracterización de la índole paternalista y autoritaria de la elite local. Más, y quizás llevado de ese polo de atención, su abordaje del emocionar popular es ligero. En un pasaje menciona “el modo de vivir medio salvaje de la mayor parte de la población” (Historia mínima de Chile, 173). Stefan Rinke nombra al menos más personajes del mundo popular que el colega chileno. Sagredo omite a Violeta Parra, Víctor Jara y al “carismático” Clotario Blest, según la expresión del historiador alemán (Kleine Geschichte Chiles, 110).

Hacia el 2010 la historiografía patriarcal lineal arrebató del tiempo el lenguaje y la cultura de los pueblos indígenas y mestizos. No estaba en su horizonte de inteligibilidad reconocer las singulares aportaciones artísticas, religiosas y lingüísticas, sobre todo orales, coloquiales, de estas sociedades. En ellas se vivió por generaciones un emocionar a favor del amor y de la humanidad digna. El resultado: un vacío, una monotonía, un empobrecimiento general del conocimiento histórico, y de las fuentes documentales para entender la riqueza de sus manifestaciones.

La narratología oficial erigió una concepción arbitraria, forzosa e irremediable del tiempo: una sola historia, un solo sentido, una sola dirección. Hasta se enseñó que sólo el tiempo lineal hacía historia. Un tiempo lineal inaugurado por ¿el cristianismo?

El tiempo cíclico, por ser tal, se consideró ahistórico. Habían quedado así los pueblos indígenas y sus descendencias mestizas indefectiblemente fuera de la historia… de Occidente (Gemma Tribó, Enseñar a pensar históricamente: los archivos y las fuentes documentales en la enseñanza de la historia, Barcelona, 2005).

Maximiliano Salinas
Escritor e historiador. Académico de la Facultad de Humanidades de la USACH.