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Educación, principio de rendimiento y principio de esperanza: Resistir a la barbarie

Por: Felipe Oyarzún Montes | Publicado: 24.05.2024
Educación, principio de rendimiento y principio de esperanza: Resistir a la barbarie Imagen referencial | AGENCIAUNO
La educación, el arte, la cultura en general son formas o prácticas que la vida humana se ha inventado para poner un alto a la lucha por la existencia o, en los términos del viejo Marcuse: para insistir -como tarea inagotable- en la pacificación de la existencia, trazando una constelación de sentidos compartidos que se eleven por sobre la competencia, la agresividad, la dominación y la violencia.

Si en un momento la tarea de la Escuela se relacionó con los grandes proyectos modernos de emancipación social e individual, sobre todo a partir de los años ochenta, un principio o fundamento menos glamoroso, pero más efectivo, organiza hegemónica e incuestionadamente las bisagras de un mundo cada vez más globalizado y conectado por el sistema tecnológico: el principio de rendimiento.

La pedagogía que gobierna el nuevo orden del mundo sitúa la eficiencia como nudo crítico, es decir: sólo se considera valioso aquello que permite optimizar todas y cada una de las dimensiones de la vida. El nuevo orden no es el más verdadero, el más bello o el más justo, sino, simplemente, el más eficiente para la optimización continua de las dinámicas que aseguran la conservación y acrecentamiento de un sistema social comprendido como un todo orgánico en expansión infinita.

La educación está atada a la tarea de optimizar las sociedades en el concierto cada vez más competitivo de los mercados globales. Dicho de otro modo: la educación es una instancia en la que las sociedades deben «invertir» para jugar de modo más eficiente en la guerra económica movida por maximización del beneficio. La educación, en el paradigma incuestionado en el que hoy nos movemos, parece que sólo tiene sentido si fortalece nuestra potencia para comernos el mundo, antes que otros lo hagan.

Pero, podemos preguntarnos: la educación, ¿tiene como tarea enseñar la mejor y más eficiente manera de comernos el mundo? Esta imagen es muy ilustrativa de lo que está en el corazón de la metafísica y, sobre todo, de la modernidad occidental. «Comerse el mundo» justamente está en la fibra de aquel impulso que quiere a toda costa establecer una relación de dominio y provecho con todo lo que es, con el fin de acrecentar el propio espacio y tiempo de supervivencia.

Esta deriva educativa se aleja bastante de la idea de que la educación -insisto, mal o bien- es un espacio y un tiempo que la vida humana se da para trabajar precisamente contra la pulsión de querer comérselo todo, creando y cuidando una relación diferente con el mundo. Una relación en cuya base se sostiene que no todo se puede (ni se debe) comer, sino que hay -como insiste Santiago Alba Rico– una multiplicidad de cosas para tocar y otras también para simplemente ver.

Si la educación solo consiste en una preparación para comernos el mundo no hay transformación ni creación posibles, pues el mundo se convierte en un medio para la eterna repetición de nosotros mismos. Nada nos toca, nada nos incomoda, nada verdaderamente nuevo nace o adviene: más bien todo se convierte en energía para que podamos alcanzar aquello propósitos que nos hemos dado a nosotros mismos, para la conservación y prolongación de lo que ya somos.

¿Podemos relacionarnos con el mundo de otro modo que no sea a partir de esa pulsión que nos lleva a querer comernos todo lo que es? Se ha dicho incansablemente que la Escuela es un espacio y un tiempo que la vida humana ha dispuesto al costado del mundo productivo y político. Ni mejor ni peor, pero sí diferente.

Tiempo de ocio diferente al del negocio, tiempo en el que los seres humanos pueden explorar maneras de tejer nuevas relaciones con un mundo ya no visto ni experimentado sólo a partir de nuestra pulsión de dominio y de control, sólo a partir de esa suerte de hambre insaciable que nos arroja al mundo como si este fuese solamente una gran fuente para nuestro consumo: espacio y tiempo en el que el mundo, como eso radicalmente otro, se nos enseña como un tejido de cuestiones y cosas que también nos pueden conmover y abrir hacia lo impensado, hacia lo imprevisto, fracturando el campo de posibilidades transparentes dentro del que nos movemos a diario.

Si la Escuela es, así, un tiempo y un espacio para el disfrute del tiempo libre (de lo productivo y de la necesidad), implica justamente un tiempo diferente a aquel que dedicamos a trabajar para comernos el mundo. Tiempo libre para gozar creativamente de la inagotabilidad de su hondura y de sus entretejidos de sentido.

No podemos ser ingenuos y desconocer que esta concepción de Escuela ha sido posible pues existe un porcentaje de la población que goza de la presencia del mundo, y otro -la inmensa mayoría- que debe disponerse a trabajar para que los primeros se lo coman y disfruten. ¿La tarea consistiría entonces en insistir y restituir este sentido de Escuela con un renovado y radical ánimo democrático?

Pareciera que hoy más que nunca habría que insistir en que la educación, la cultura y el arte, entre otras prácticas humanas, tienen sentido en la medida que con ellas y a través de ellas, se ha deseado (con diversos resultados) resistir a la barbarie. La barbarie es la predominancia del impulso agresivo que quiere comerse el mundo para asegurar la propia supervivencia, en detrimento de otros que van quedando tirados por esta vida convertida en una carrera de obstáculos.

La cultura implica un esfuerzo de sublimación en la que los objetos del mundo se hacen colectivos, se pueden gozar socialmente, pues son inagotables. La pulsión por comerse el mundo se transforma así en deseabilidad, en energía social: en amistad.

Por esto, la tarea de la Escuela no debe consistir -como parece hoy de sentido común- en reforzar la pulsión agresiva de cada individuo, entregándole sólo las mejores herramientas (saberes y técnicas) para que pueda comerse el mundo y triunfar en la lucha por la existencia contra el otro considerado como un competidor, es decir: como una amenaza. Esta imagen, mezcla de romanticismo y far west, implicaría asumir que hemos sucumbido a la barbarie. ¿Es posible, en cambio, que lo educativo consista en hacernos, otra vez, presente al mundo que no nos pertenece ni a mí ni a ti, poniendo entre paréntesis con ello, nuestros intereses, nuestras verdades, nuestros prejuicios?

No se trata de reforzar lo que ya sabemos, tampoco nuestros intereses y «pasiones». Se trataría, más bien, como señala Mark Fisher, precisamente de sacar a la gente del «imperio del yo», llevarla hacia afuera, precisamente hacia el mundo, para escuchar responsivamente justamente aquella diversidad inagotable que no somos y que no está allí a nuestra disposición sólo para ser consumida. La Escuela sería así un lugar para ir aprendiendo de modo intergeneracional a prestar atención a las cosas del mundo que no nos pertenecen y que por ello compartimos, a ofrecer y dedicar nuestra atención a sus latidos y derivas.

La educación es un proceso de enlazamiento con aquello que no somos, enlazamiento en el que las derivas del mundo se renuevan hacia terrenos diversos que exceden o sobrepasan nuestras lógicas «egocéntricas», situándonos en esos intersticios desde dónde lo creativo y fecundo tienen lugar.

La educación, el arte, la cultura en general son formas o prácticas que la vida humana se ha inventado para poner un alto a la lucha por la existencia o, en los términos del viejo Marcuse: para insistir -como tarea inagotable- en la pacificación de la existencia, trazando una constelación de sentidos compartidos que se eleven por sobre la competencia, la agresividad, la dominación y la violencia.

La Escuela, en sentido amplio, puede concebirse, así como un espacio y un tiempo para el cultivo de formas estéticas, de modos de conocimiento, de sensibilidades, lenguajes y técnicas, en las que las sociedades van reglando y dando forma consistente a los ritmos vertiginosos del flujo del mundo que tienden a la desintegración y a la entropía.

La Escuela, así, puede comprenderse como una suerte de caja de resonancia que articula, conecta, amplía, aquellas prácticas emergentes en las que se tejen continuamente nuevos mundos, adoptando así los cambios tecnológicos en beneficio de mayor autonomía, mayor democracia y solidaridad.

Así la relación entre educación y creatividad puede desanclar su (único) sentido de la vorágine de lógica de la innovación disruptiva, renovando con ello la idea de que la vida humana no sólo la mueve la ansiedad por comérselo todo, sino que también es aquella forma de vida -rarísima- que también goza amando, fecundando, generando, creando -desde el interior de un mundo en devenir- nuevos comienzos, nuevas líneas de vida que impregnan de diversidad, y esperanza, lo que siempre está por venir.

Felipe Oyarzún Montes
Investigador postdoctoral en Filosofía y Educación, Universidad de Barcelona