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Diario de un policía de homicidios: El misterioso Mr. Moyle

Por: Claudio Pizarro | Publicado: 30.10.2023
Diario de un policía de homicidios: El misterioso Mr. Moyle | Mr. Moyle
El autor y expolicía de la Brigada de Homicidios, Nelson Jofré, investigó durante treinta años los asesinatos cometidos por la Dina Exterior y la brigada Mulchén, y enfrentó la tenaz operación de encubrimiento desplegada por el Ejército en plena transición a la democracia. Acá presentamos el capítulo cuatro de su libro La implacable verdad policial, publicado por editorial Catalonia. “Es el libro más cinematográfico que he leído en el último tiempo. Sin duda para una serie de Netflix”, señaló en la presentación el periodista Fernando Paulsen.

El hombre era joven, alto y fornido. Más bien, lo había sido. Su cuerpo desnudo pendía del tubo metálico del clóset de una de las habitaciones más baratas y pequeñas del Hotel Carrera, en pleno centro cívico de la capital, frente a la Plaza de la Constitución.

Habíamos acudido a toda prisa desde nuestro cuartel, junto a mi colega, el inspector Felipe Ríos, después de un imperioso llamado de concurrencia.

Esa mañana calurosa del domingo 31 de marzo de 1990, Felipe y yo éramos los únicos detectives disponibles de la guardia. Suponíamos que sería un turno tranquilo en la Brigada de Homicidios. A las 10:30 de la mañana, los otros detectives de la guardia ya habían tenido que acudir a otros dos sitios del suceso y el día apenas estaba empezando. Ese turno duró tres días, con sus noches completas.

Tras el llamado, nos movimos rápido. Menos de 10 minutos después fuimos los primeros detectives en ingresar a la habitación 1406 del piso 14 del hotel. Hacía apenas un par de semanas que se habían marchado algunos de los connotados huéspedes que habían venido al cambio de mando del 11 de marzo, cuando un engalanado general Pinochet entregó una banda presidencial sin su piocha al nuevo presidente, Patricio Aylwin, dando inicio así a la transición política.

Lo que vimos nada más traspasar la puerta nos dejó helados. El muerto era tan alto que apenas cabía en ese clóset. Sus rodillas estaban semiflectadas y descansaban sobre varias guías de teléfonos que le servían de improvisado soporte. Unos calzoncillos ataban sus tobillos, a modo de “ocho”. Tenía una bolsa plástica enorme amarrada a la cintura, cubriendo su zona genital y anal a modo de pañal, con dos agujeros. Un objeto de tela blanco, que pronto se demostró que era la funda de la almohada, pasaba por su cuello y estaba atado

al tubo colgador del clóset. Las dos manos estaban atadas con otro calzoncillo a modo de ocho.

No había sangre ni signos de violencia en la pequeña habitación del piso 14.

Nos miramos con mi colega y sin palabras nos dimos cuenta de que estábamos ante un misterio. Uno de aquellos casos complejos que un buen detective no sabe si odiar o desear. En las semanas siguientes nos adentraríamos en mundos que ni imaginábamos.

Con las manos en los bolsillos, sin tocar nada, ni siquiera respirar, nos concentramos en observar todo lo que se pudiera alrededor. Había que formarse una impresión acabada del sitio de suceso. La habitación era de aquellas que originalmente el hotel había destinado para el personal, pero luego se abrieron también a los huéspedes. Apenas cabía una cama y un baño. Al centro había una pequeña mesa redonda, sobre la cual vimos un bloc abierto con un texto manuscrito en inglés. Se trataba de una carta sin terminar dirigida a una mujer, aparentemente una exnovia.

La billetera estaba abierta y me impresionó ver una gran cantidad de tarjetas de crédito extranjeras, por esos tiempos privilegio de unos pocos.

Le hice un gesto a mi colega y salimos al pasillo, cuidando de no tocar nada y sin que nadie más entrara al lugar. “¡Las clases del profesor Carlos Rodríguez Oyarzún!”, le dije con un susurro apenas estuvimos fuera. El sitio del suceso era un fiel reflejo de las fotografías que nos mostró en una de sus tantas clases de Metodología de Investigación Policial.

El profesor Rodríguez había estado becado en Londres y de ahí aprendió a reconocer este tipo de muerte, completamente extraña en nuestro país.

Miramos la identificación del muerto y los datos confirmaron mis sospechas: era un ciudadano inglés. Su nombre: Jonathan Moyle. Era un periodista freelance, de 29 años, especializado en escribir sobre helicópteros bélicos. Por esos días, el Hotel Carrera estaba completo de extranjeros que participaban en la FIDAE, la gran Feria Internacional del Aire y del Espacio que había comenzado la Fuerza Aérea de Chile (FACh) en 1980 para celebrar sus 50 años y que, al inicio del gobierno democrático, ya se había convertido en una de las más importantes a nivel mundial. Moyle era un invitado más a la feria.

Exdetective Nelson Jofré

Era uno de mis primeros casos en la Brigada de Homicidios (BH), adonde había llegado pocos meses antes cumpliendo por fin, después de 10 años en diversas comisarías, mi anhelo de investigar homicidios. En mis primeras semanas en la primera subcomisaría de la BH, una de las cuatro que había en Santiago, sentí que por fin había llegado al lugar indicado.

Se vivía intensamente, con un fuerte sentido de trabajo en equipo, integrando además diversos tipos de pericias científicas que muchas veces eran la clave para resolver los casos.

En los diez años anteriores, había pasado de la 11a Comisaría de Las Condes a La Cisterna, en el paradero 20 de la Gran Avenida, donde me sentí asqueado de mis colegas, muchos de ellos borrachos y en tratos con los delincuentes. Un inspector que me conocía desde la época de Las Condes, el “Oso” Fuenzalida, se enteró de que el director general quería formar una nueva unidad policial en Papudo y pensó en mí. “Buscan detectives jóvenes, solteros y dispuestos a irse”, me dijo. Me ofrecí y pronto partí a formar parte de un grupo de cinco detectives jóvenes que formamos la primera Comisaría Litoral, con autoridad desde Los Molles hasta Maitencillo.

Estando allá descubrí la razón de tanto interés por parte del jefe máximo de Investigaciones. El general Fernando Paredes Pizarro era de Papudo, donde su hermano, el “Pirca” Paredes, era alcalde. Unos meses antes, un grupo de policías llegados desde La Ligua por una denuncia se habían llevado presos a unos jóvenes de familia de pescadores de la caleta de Papudo, que resultaron ser hijos de amigos de los hermanos Paredes Pizarro desde su infancia y adolescencia. Por eso, decidió crear allí una nueva unidad con hombres venidos de Santiago.

Los primeros tiempos fueron buenos, pero luego la soledad y el invierno hicieron mella en mi espíritu. Si bien estaba soltero, tenía una novia que venía a verme con frecuencia, que luego sería mi esposa y madre de mis tres hijos. Pensando en el futuro, di la Prueba de Aptitud Académica y quedé en Auditoría en la Universidad de Chile. Todo indicaba que debía volver a Santiago.

Conseguí el traslado a la capital gracias a que me había hecho amigo del jefe de nuestra unidad en Papudo, el subcomisario Arturo Herrera Verdugo. Cuando logré convencerlo, me enviaron a la Asesoría Técnica. En esos años, los sueldos de los detectives eran miserables y eso fue lo que me motivó a sacar una profesión universitaria. Mi novia ganaba cinco veces lo que yo, trabajando mucho menos. Además, casi todo mi sueldo se lo llevaba el arancel en la universidad.

Por todo ello, estar por fin en la BH era un sueño, el máximo honor para un muchacho venido una década antes del Quilpué rural.

Por ser los primeros en llegar al sitio del suceso, nos quedamos a cargo de dilucidar la misteriosa muerte de Moyle.

Pronto se unieron a las pesquisas casi todos los integrantes de la subcomisaría, bajo el mando del subcomisario José Miguel Carrera.

Fueron meses de investigación. Se chequeó e investigó a todos los pasajeros del hotel, entre los cuales había varios oficiales del servicio de inteligencia de la FACh. El hotel era un hervidero de personajes extraños, comerciantes de armas, espías, personal de inteligencia y enviados de grandes empresas aeronáuticas que movían millones de dólares en la FIDAE.

Incautamos para nuestra pesquisa el libro secreto de “damas de compañía” del hotel. Se trataba de un grueso volumen anillado con los nombres de guerra y las respectivas fotografías a color de mujeres jóvenes que estaban disponibles para los pasajeros del hotel. La gran mayoría eran muchachas del barrio alto, de Plaza Italia “hacia arriba”, muchas estudiantes universitarias. Se designó a un único detective para entrevistarlas, con el fin de evitar que sus identidades pudieran ser divulgadas por la prensa que seguía con mucho interés

este caso. Quedé anonadado por ese submundo, del que solo había tenido conocimiento por películas.

Semana tras semana, el caso se hacía más complicado y acumulaba más folios. Empadronamos al personal de servicio y a todos los que hubieran pasado por el céntrico hotel la noche anterior. No se nos escapaba que el hotel disponía de un magnífico bar en su segundo piso, uno de los mejores de Santiago, donde pasajeros y visitantes podían compartir un trago a salvo de miradas indiscretas.

La prensa, por su parte, sumaba titulares cotidianamente levantando hipótesis, ya que no tenían acceso a la investigación. La misteriosa muerte de un periodista inglés en el Hotel Carrera no era algo que pudiera pasar inadvertido, y la prensa, recién estrenado el nuevo régimen democrático, vinculaba el caso con un tráfico de armas que se estaría realizando al amparo de la FIDAE. Desde Londres, la familia reclamaba que se trataba de un asesinato.

El sitio del suceso fue revisado a fondo por los peritos del laboratorio de criminalística y el cuerpo fue analizado a conciencia por el médico forense. La habitación fue sellada y se impidió la entrada a cualquier persona durante un mes.

Ninguna pista parecía sustentar la tesis del asesinato, pero pronto descubrimos que Moyle, quien trabajaba para una revista inglesa especializada en helicópteros, estaba investigando la transformación de un helicóptero civil en uno militar. La fábrica era Industrias Cardoen, de propiedad de Carlos Cardoen, un ingeniero chileno especialista en explosivos, que había diseñado las famosas “bombas de racimo”. El padre del muerto, el profesor retirado Tony

Moyle, gastó miles de libras esterlinas para demostrar que su hijo fue asesinado debido a que estaba a punto de revelar un acuerdo de venta entre Irak y un traficante de armas en Chile.

Cuando llegó la hora de redactar el primer informe policial para el juez, el subprefecto Vidal pidió al equipo investigativo que nos quedáramos en el cuartel para comenzar a armar las piezas del puzle. Eran las diez de la noche y estábamos rodeados de una gran cantidad de libros, documentos, textos escritos de su puño y letra y archivadores de la carpeta investigativa.

El subprefecto Vidal ya tenía algo escrito. Lo primero fue descartar un homicidio. Tras recibirse los resultados de la autopsia y los peritajes forenses, no se encontró evidencia alguna de intervención de terceros. También se descartó un suicidio.

¿Qué había sucedido entonces? Mi primera intuición, basada en las clases del profesor Rodríguez, fue establecida como verdad policial: se había tratado de una muerte accidental, provocada por autoerotismo sexual.

Era el primer y único caso de este tipo en toda la historia policial chilena. Años después, en junio de 2009, la prensa informó de otro caso similar ocurrido en un hotel de Bangkok, Tailandia. El actor estadounidense David Carradine, famoso por protagonizar la serie de televisión “Kung Fu”, a sus más de setenta años falleció en similares circunstancias que Jonathan Moyle. Se trata de un tipo de masturbación que, de acuerdo con la antigua literatura criminalística, proviene desde los esquimales, quienes la practicaban como un juego de muchachos jóvenes, y posteriormente se arraigó en algunos lugares como en Reino Unido.

Portada libro «La implacable verdad policial»

Este acto sexual conocido como “hipoxia erótica” consiste en pasar una cuerda, un elástico o algún objeto similar por el cuello, mientras la persona se masturba y simultáneamente realiza un movimiento oscilante con la cabeza que le hace llegar menos oxígeno al cerebro. Ahí viene un goce especial, un placer peligroso, ya que se producen a veces convulsiones dentro de ese “juego” que terminan por ahorcar al individuo. Por eso el detalle de los calzoncillos a modo

de ocho, en ambas extremidades de Moyle. Nuestra interpretación policial fue que se hacía para evitar hacer ruidos en las paredes, ya que las extremidades en un estado de convulsión en forma involuntaria en este goce erótico se desplazan descoordinadamente en todos los sentidos. La maniobra es, por cierto, de alto riesgo porque al finalizar este goce se puede perder el control, generando una semiinconciencia que termina en la muerte.

La carta que estaba escribiendo el infortunado periodista inglés estaba dirigida efectivamente a su primera novia, aparentemente la única a la que realmente amó, quien a esa fecha ya estaba casada. Nuestro informe consistió en una voluminosa pieza investigativa, respaldada por la ciencia y la criminalística, más el trabajo de meses de todo un equipo de detectives.

Grande fue nuestra sorpresa cuando, al tiempo después de haber agotado todas las hipótesis policiales, el expediente regresó a la Brigada de Homicidios caratulado como homicidio, proceso que sustanciaba el juez del 5° Juzgado del Crimen, Alejandro Solís.

La familia de Moyle vino a Chile y logró que la Corte de Apelaciones de Santiago solicitara a la BH Metropolitana informar si existía la acreditación del homicidio. Nunca fue acreditado un homicidio, pero siempre rondó en la prensa y en medios diplomáticos la idea de un crimen, estimulada por el empeño de la familia de Moyle en vincular su muerte con servicios secretos internacionales como el Mossad.

Aunque el caso se trabajó como si fuese un homicidio, la investigación policial demostró que en definitiva fue una muerte por autoerotismo; es decir, muerte accidental provocada por él mismo.

Recuerdo que durante la investigación viajó a Chile la madre de Moyle junto a un abogado desde Reino Unido para reunirse con el juez Solís, buscando demostrar que lo habían asesinado por los negocios de armas que él estaba investigando. Los padres —tal vez impulsados por un cuantioso seguro de vida de Moyle en su favor— insistían en que se le inoculó un veneno.

En la Brigada de Homicidios repasamos una y otra vez los expedientes para detectar alguna falla y no encontramos ningún detalle que hubiera permitido pensar en un homicidio. Por ello, como uno de los detectives que primero llegó al sitio del suceso, no compartí la visión del juez Solís sobre este complejo caso y entiendo que mis demás colegas relacionados con esta investigación tampoco. De manera definitiva, el hecho terminó judicialmente como muerte accidental por autoerotismo.

Sin embargo, debido a mi experiencia posterior en la persecución de los agentes de la Dina que trabajaron en laboratorios químicos secretos, no puedo asegurar que en este caso no se haya podido utilizar algún veneno sofisticado. Los equipos con que contaba en ese momento el laboratorio de criminalística, sumado a la falta de experiencia de los químicos forenses que trabajaron el caso, permiten pensar que, si se le hubiera inoculado algún químico mortal, probablemente no habría sido detectado.

Para descubrir algún químico letal, el químico forense debe buscar algo específico, y en Chile en esa fecha nadie, ni el Servicio Médico Legal, tenía la capacidad de detectar una determinada arma química y/o biológica letal. En nuestro país no existía información alguna de que pudiese estar ocurriendo este tipo de muertes. En aquellos años, el Servicio Médico Legal solo buscaba venenos tradicionales cuando realizaba un examen toxicológico en las vísceras de algún occiso.

La primera consulta oficial que se hace al laboratorio de criminalística de la policía civil respecto a un eventual envenenamiento fue realizada un año más tarde, en 1991, por el ministro Adolfo Bañados Cuadra por el caso del homicidio de Carmelo Soria. En los años siguientes logramos conocer más sobre esto, a través de la investigación por homicidio del ex “químico de la Dina” Eugenio Berríos Sagredo, asesinado en la república del Uruguay por militares chilenos y uruguayos.

Posteriormente seguimos indagando en el tema al investigar la muerte del ex Presidente de la República Eduardo Frei Montalva, caratulado en el año 2000 como “Los hechos que rodearon la muerte del ex Presidente de la República Eduardo Frei Montalva”.

Diez años después del caso Moyle, durante la investigación de la muerte del expresidente Eduardo Frei, pude comprobar que nuestro laboratorio de criminalística todavía no contaba con equipamiento ni experticia profesional para establecer si alguna persona se le pudo inocular algún elemento químico o biológico letal. Tampoco existía en Chile algún otro centro especializado con esa capacidad. Muy pocos entendían el tema más allá de la teoría. Por ello recurrimos a seis países con mayor experiencia e integrantes de la Organización para la Prohibición de Armas Químicas (OPAQ): Suecia, Finlandia, Holanda, Reino Unido, Canadá y Estados Unidos.

¿Fue la de Moyle una muerte involuntaria, producida por un riesgoso acto de autosatisfacción sexual o se trató de una hábil y meticulosa puesta en escena para ocultar un envenenamiento altamente sofisticado para esos años?

En su momento, hubiera jurado que fue lo primero. Hoy, tengo la duda.

 

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