Tal vez no como una advertencia, pero sí un dato a considerar habíamos sabido por la Corredora de Propiedades que el antiguo dueño de nuestra casa había sido un policía de investigaciones, de la PDI, dijo. “Un DINA”, comentamos en el auto, una vez que nos entregaron las llaves en la Notaría. Y acaso sin darle mayor importancia, aparte de bromear durante los primeros días condimentando el hecho con imágenes de sicarios y matones uniformados, en calabozos, en puertas cerradas, pero curiosamente, también en libros, no volveríamos sobre el hecho.
Mientras yo introducía la punta del desatornillador, mi mujer sostenía las puertas de corredera, por entre las que ya podía apreciarse una caja y un viejo aparato eléctrico empolvado. La falta de luz nos impedía figurar de qué sé trataba. Bajamos las puertas cuidando no se desbandaran y ahí los tuvimos ante nuestros ojos:
Un rec antiguo, con perillas de dial y radio con dos grandes, al decir la época, bafles. Eso, más la suma nada despreciable de varios libros ordenados y numerados, que en sus lomos eran divisados los nombres de Voltaire, Baudelaire, Ovidio, Plutarco, Horacio, Lorca, Tolstoi, Balzac, Montaigne, Proust, Leopardi, Góngora, Faulkner, Woolf, Stendhal, Colette, Homero, Stevenson, Heródoto, Vilon, Flaubert, Chéjov, Kafka. Y una larga lista de otros títulos. Así hasta completar, un muestreo, de cincuenta ejemplares de la colección Orbis, característica de comienzos del ochenta.
Sorpresa mayúscula por el hallazgo.
Pero también algo de recelo, mezcla de devaneos éticos y otras aprehensiones con lo ajeno mal avenido. Resultado: Una caja a la intemperie que, por insistencia de mi mujer para expulsar toda carga de esas cosas recién halladas, aseguraba debíamos dejarlos un día con su noche a la intemperie. Libros viejos en casa nueva, suena extraño, pero esa es la historia.
Pero devino un accidente. Al otro día, como jamás lo esperábamos a mediados de abril, corría el 2007, se asomaría el invierno con un fuerte aguacero. Dejándose caer sobre los libros y la ropa colgada al sol de la mañana. Toda el agua que debía caer en el barrio se vacío sobre nuestro patio trasero. Toda esa agua corrió por nuestra casa. ¿Por qué no los dejamos en el corredor? (Ese mismo año también nevó, cómo olvidarlo.)
Simple: Porque los libros como la ropa del fin de semana, debían recibir directamente los rayos del sol. Luego del trabajo llegué desesperado a recoger, lo que yo pensaba, sería un amasijo de hojas anegadas. Pero no. Unos juegos de madera hicieron de altillo para proteger los libros encontrados. Ladrón que roba a ladrón, pensé, cuánto valía en este caso. Nada tampoco que un secador de pelo o la misma estufa no ayudara a recomponer.
Luego formaron parte de la biblioteca que nos llevó algunas semanas terminar de armar. Ahora no sé cuánto me lleve leerlos, o si llegue a hacerlo alguna vez. Son tantos los libros pendientes que ni con todo el tiempo del mundo conseguiría terminarlos. Y me hace recordar lo que decía Bolaño, que uno al final ya no los lee, sino que los acaricia. Y es cierto, hay libros que se huelen, los llevamos a la nariz, los ponemos frente a los ojos, nublando la vista, para abrirlos de golpe, y saber que existen.
Ahora estoy tranquilo, como si el hallazgo, hubiera abierto posibilidades que no esperábamos encontrar, como puertas dentro de puertas, que se abrieron sin saber, con la única certeza de pensar que conducen a algún lado. Los caminos se bifurcan. Momentos dentro de un momento. Pero, en verdad, son esas sorpresas las que nos mantienen vivos. Acaso como la vida que seguimos compartiendo, en el valor de decir ojalá por siempre. Libros que son, al decir del personaje de Liniers, un mundo portátil.
Los años como una acumulación de libros, en la memoria, entre las manos, buscando nuestros ojos. Aunque nosotros insistamos en mantenerlos cerrados.
2007 – 2013