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Murió García Márquez. Murió un poco América

Publicado: 20.04.2014
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La semana pasada asistí a un encuentro de escritores en Reikiavik. Cerca del fin del mundo, cincuenta aspirantes a contadores de historias escucharon los consejos y vivencias de una docena de autores más o menos consagrados. Islandia es un lugar triste que le arranca la belleza a una tierra hostil. Un espacio lleno de historias mágicas, de hadas, elfos y duendes que cuidan las historias de aquel vikingo Ingolfur que algún día tuvo la idea de quedarse en esas tierras de hielo. El encuentro era en inglés y las imaginaciones que se dibujan también (no así las sonrisas y las miradas perdidas en el horizonte). Ese era el contexto y lo que voy a decir es de una obviedad tremenda: todos los escritores y escritoras que oí daban como modelo a García Márquez; nuestro guía cuando nos contó de las sagas que tanto encantaron a Borges, también tuvo que recurrir a Gabo: no deja de producir siempre una profunda alegría saber que Latinoamérica es pensada a veces por su imaginación y no solo por su cruenta realidad. En todo ese grupo, yo era el único que aunque chileno, compartía la cercanía de una lengua y la extrañeza de una pertenencia. Reconozco: me sentí orgulloso.

La mejor literatura te hace sentir al mismo tiempo extranjero y en casa. Te deslumbra y te atrapa en un mundo único (que puede ser igual al nuestro pero es siempre otro). Te permite escapar, es cierto, pero escapar para cambiar el mundo: Cien años es una novela profundamente social (como lo es toda su obra literaria y periodística); sí, más que realismo mágico es realismo social. Sí, porque solo así podemos entender la apuesta más radical del poeta de Aracataca: una apuesta a fondo por la vida, una apuesta que le llevó toda la vida, que crea, así, una esperanza que perdura más allá de la muerte de él y de la nuestra. (Mientras escribo la radio repite una y otra vez: ha muerto García Márquez, ha muerto García Márquez, eran las dos de la tarde, las dos en punto de la tarde…) Mejor sus palabras al final de El amor en los tiempos del cólera: “El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.”

Leí por primera vez Cien años  en los Estados Unidos cuando tenía 15 años y me encontraba en un programa de intercambio en un lugar tan terrible y desolado como inverosímil. Mi familia –una maravillosa mujer armenia, tres hijas que soñaban con George Michael y un padre amante del fútbol con la mano que juegan en esas tierras con quien jamás crucé palabra—tenía tres autos, cuatro televisores, una pobreza apenas disimulada, un cariño inmenso y un solo libro en toda la casa. Por suerte, yo había traído la novela de García Márquez. Si no hubiese sido por ella probablemente no hubiera sobrevivido ese invierno. Cien años de soledad fue la mejor compañía en el vacío de esas calles y el silencio de la nieve. Leí y volví a leer y leí de nuevo. No me atraparon los dizque efectos mágicos sino algo más profundo y más simple: la historia de los Buendía; una historia que podía ser, como después aprendí, la de América Latina o la de todo el mundo, pero que más significativamente me hablaba directamente a mí, me rescataba de mi mundo, regalándome uno literal y literariamente infinito. (La radio dice que fue un escritor colombiano, reconocido en todo el mundo. Dice que ganó el premio Nobel en 1982. Dice que ha muerto hoy).

Años después tuve que estudiar su obra. En los últimos años me he atrevido a enseñarla (lo cual es un oxímoron, porque como es imposible enseñar a vivir es imposible enseñar un cuento o una novela, a lo más, lo que uno puede hacer es ayudar un poco a descubrir y a descubrirse). He escrito en académicos y aburridos términos, he discutido su política y sus ausencias (pero es amigo de sus amigos y eso vale más), he analizado detalladamente algunos textos, he aprendido de sus críticos y compartido algunas de sus opiniones, lo pensado como parte del Boom, como fuera de él, lo he reído desde McOndo, lo he odiado por haber impuesto, quizá contra su voluntad, una marca registrada de una América Latina que a veces cuesta mucho ver. Sí, García Márquez es y seguirá siendo parte de mi vida como lo es la esperanza del futuro o una copa de vino hermosamente conversada.

En Reikiavik, donde en un giro realista mágico descubrí que se habían conocido mis abuelos, el aire helado obliga a ratos a cerrar los ojos. Aire puro como el agua que riega esta ciudad de escritores y de literatura. Tierra donde estallan géiseres y ríos milenarios: la realidad que se cubre de letra y la letra que inunda la realidad. Mi última noche caminé de regreso a mi hotel. Amanecía ya y mi chaqueta no lograba cortar el frío. Mis pies estaban helados. Apuré el paso. Recordé a un hombre que a pesar de cubrirse con todas las mantas posibles murió sin espantar su frío. Qué haría el Coronel Aureliano Buendía en estas latitudes, pensé. Vaya a saber uno, pero lo seguro es que volvería a intentarlo de nuevo, y de nuevo, a levantarse una y otra vez aunque se pierda una y otra vez –el Coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos—; porque la literatura (y el sueño de García Márquez) nos recuerda precisamente eso: que no importa cómo (ni con qué pretexto) estamos aquí para intentarlo de nuevo. Siempre, hasta la victoria. (La radio dice que Gabriel García ha muerto aquí en Ciudad de México).

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