Sr. Director,
El sentido simbólico de la celebración a veces admite cualquier excusa, lo importante es que la fecha contenga los elementos necesarios para crear identidad, dar sentido a la nación y legitime la república. Había que designar una sola fecha, tres movía a la confusión. Tres semanas enteras de fiesta, chicha y música eran un despropósito para una joven nación que daba sus primeros pasos para su orden republicano. En primer lugar, el 12 de febrero, en pleno verano la gente estaba más ocupada de la vendimia o del carnaval de cuaresma que de las fiestas. Se requerían peones en las viñas y las celebraciones mermaba la cantidad de temporeros en los valles. Además, el 12 de febrero evocaba dos acontecimientos en años distintos, cuestión que dificultaba la contabilidad exacta de los años de vida independiente. Por un lado la Batalla de Chacabuco y por otro la firma de la Independencia. En segundo lugar, la conmemoración de Maipú, el 5 de abril coincidía con el recogimiento propio de Semana Santa. No se podía participar en los misterios pascuales o el vía crucis y luego terminar bailando zamacueca en una chingana. En cambio, el 18 de septiembre era la fecha ideal: no había otras fiestas cercanas que le hicieran competencia, coincidía con el fin del invierno e inicio de la primavera, hecho que representaba mejor el clima luminoso que despierta el espíritu altivo de una nación emergente que requería construir identidad y sentido desde sus albores republicanos.
Finalmente, en 1837, en pleno gobierno de Joaquín Prieto se decidió la fecha en que Chile celebraría sus Fiestas Patrias en adelante. Importaba poco la efeméride, sí el acomodo estacional para una fecha que sirviera más para los propósitos del orden portaliano en proceso de instalación que para conmemorar fechas significativas para la nación. Una vez más y como siempre, cualquiera sea la razón que la justifique, la verdad histórica se imponía desde “arriba”.
Atentamente
Rodrigo Reyes Sangermani