También los acumulo, en espacios cada vez más repletos, sobregirándose en la lógica minimalista de mi casa, pero son finalmente aceptados como parte de la mochila de un lector convencido y militante. ¿Para qué los guardas, si ya los leíste?, me preguntan seres –queridos, pero ajenos a este universo.
Cuento esto, y lo que viene más adelante, para darle contexto al tema de la lectura mínima en Chile. Y tengo que decir mínima, porque así lo muestran todos los estudios y datos al respecto, aunque el sentido común y la simple observación son probablemente suficientes para poder afirmarlo. En cuántas casas hoy no hay un solo libro, cuántas personas se ven leyendo en el Metro, en cuántos hogares hay más televisores que libros per cápita, quién se atreve a regalar un libro en vez de un video juego. Falta un hábito de lectura, inculcado desde pequeños. Lectura que tiene que ver con abrirse a otros mundos inalcanzables en la vida real, por expandir la mente con todo el poder lisérgico de esta droga inocua.
Por esta relación con los libros, no pienso que el tema precio (y especialmente el 19% de IVA) sea el determinante de la tasa de lectura mínima en Chile. Por pasión libresca no más, me instalo a veces con mis hijos en ferias y otros lugares a vender libros. Libros de buenas editoriales, impecables, de calidad, de autores vigentes y reconocidos y a precios cercanos al regalo. (Vender porque ofrecer regalar a desconocidos es un gesto no siempre bien recibido). Pocos se acercan a preguntar, muchos menos entienden o conocen de libros o autores que uno leía en la educación media, a los 14, 15 o 16 años. ¿Cuándo y cómo se instaló esa brecha? Simplemente leer ya no es valorado por el acto en sí mismo, ha sido intrumentalizado y dominado por la prisa y el aprendizaje, hoy más importantes que el conocimiento y el placer del tiempo bien gastado. Más que ponerle menores precios, se necesita darle valor a los libros. No es lo mismo.