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La buena arquitectura se llueve

Por: Fernando García | Publicado: 13.05.2016
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Carrasco en este, su octavo libro de poesía, continúa con su táctica confrontacional, con conciencia de clase (pues sabe que la poesía es un campo de disputa simbólico donde también se juegan coordenadas de derechas, izquierdas y camaleones), pero la enriquece esta vez poniendo énfasis en su polo “constructivo”, donde prima el trueque de lenguajes y miradas en una suerte de experimentalismo dialógico, abierto y receptivo.

Existe en ciertos libros extrañas afinidades entre su composición y la imagen edilicia de la época en que fue producido. Quizá el caso más trillado es el de Baudelaire, cuyas Flores del Mal, canon de modernidad por sus temas, sensibilidad y retórica, está al mismo tiempo “edificado” de manera deliberadamente orgánica, siguiendo leyes severas que sin duda lo emparentan, pese a su modernidad, con la arquitectura neoclásica que agonizaba por entonces ante el auge del fierro. En la misma línea, aunque de modo opuesto, se puede hablar de La Tierra Baldía de Eliot, cuyo recurso a la descomposición y montaje de fragmentos tiene inevitables ecos en la imagen de ciudades bombardeadas y edificios destruidos durante la guerra. Y así podríamos seguir…

Con el último poemario de Carrasco, Mantra de remos, se me ocurre que podría hacerse un contrapunto similar. En efecto, en tiempos donde la especulación inmobiliaria ha logrado levantar edificios por usura hasta donde antes habían plazas, de esos edificios de material ligero en los que el viento se cuela por las ventanas y el jadeo de los amantes del departamento de al lado resuena en el sueño angustioso del solterón, el libro de Carrasco pareciera responder con un edificio en donde las condiciones materiales no son mejores pero en el que al menos existe una comunidad de sobrevivencia.

“La buena arquitectura se llueve”, dice Carrasco. El verso podría pasar por una defensa de las casas copeva, las chubi o alguno de esos experimentos de la época de la vieja Concerta que se llovían a la primera, pero la metáfora de esta arquitectura apunta a otra cosa. Contra la poesía de estructura cerrada e impermeable y la métrica de redoble militar de algunos de sus contemporáneos (que ya ha apuntado en varios de sus libros), contra aquellos que llegaron a confundir “la poesía con cables y circuitos (…) a los que se negaban al contenido y al pathos/ del grunge o la poesía o el sexo explícitos/ en los humillantes años noventa” (Un escritor joven se pregunta por la inexistencia del rock and roll), Carrasco en este, su octavo libro de poesía, continúa con su táctica confrontacional, con conciencia de clase (pues sabe que la poesía es un campo de disputa simbólico donde también se juegan coordenadas de derechas, izquierdas y camaleones), pero la enriquece esta vez poniendo énfasis en su polo “constructivo”, donde prima el trueque de lenguajes y miradas en una suerte de experimentalismo dialógico, abierto y receptivo. Una poética que bien se resume en estas líneas, que tienen a un nosotros como sujeto implícito: “soñábamos con la destrucción del poema/ y luego nos levantamos a construir” (Acerca del espacio y la palabra).

La arquitectura que “construye” Carrasco se llueve porque se deja filtrar por todos lados. Su poesía se constituye en algo así como un tejido poroso, permeable, agujereado, en el que las conversaciones y las cosas, las palabras y las imágenes del mundo entran casi por osmosis para mezclarse dentro y ser vistas como por primera vez: “en estado de completa alucinación/ o como niño de un pueblo perdido/ cuyo único espectáculo era ver/ el camión de la basura, / así deberíamos ver el mundo” (El camión de la basura). La Mistral de los “sentidos niños” resuena aquí con fuerza, como también aparece en otros versos la sombra de figuras como Lihn, Zurita o De Rokha, algunos más distantes como Keats o Dante, y otros más poperos, como Kurt Cobain o Kim Deal. Todos ellos deambulan libremente por este edificio como fantasmas entre los vivos, vivos que sobreviven pero que también se parten de la risa fumando pito y hablando sobre el matriarcado absoluto de las plantas de marihuana.

Mantra de remos no es, en definitiva, un libro “perfecto”, no posee una arquitectura “impecable”. Uno podría con justicia reprocharle el hecho de repetir textualmente poemas de otros libros (varios ya aparecían en su poemario anterior, Ensayos sobre la Mancha), y no solo repetirlos, sino que incluso arruinarlos agregándoles, inentendiblemente, otro final (como sucede con el poema Naturaleza muerta). Sin embargo, nada está más lejos de la perfección para Carrasco que la propia idea de perfección o de bienhechura: una idea elitista y snob que, es cierto, circula de boca en boca entre muchos escritores y artistas locales con sospechosa naturalidad, con cierto aire fascistoide de imperativo estético o criterio de gusto (cuestiones de clase, nuevamente). Carrasco opta en cambio por una poética de la errata, de la mancha y la gotera, una poética, además, de carácter situado, propiamente sísmica y precaria: “En un territorio sísmico solo es posible/ escribir con erratas, / pintar con pinceles sucios, / filmar agramaticalmente/ y en formatos antiguos u obsoletos” (Y sin embargo, se mueve).

Pero a pesar de lo enfático que puede resultar en este aspecto, lo curioso (y este es uno de los grandes logros de este libro y, en general, de su poesía) es que Carrasco nunca falsea la voz a lo barítono ni echa mano del megáfono para hacerse escuchar, no golpea la mesa para dar órdenes ni levanta el brazo, cual patrón, en señal de amenaza. No tiene aires fundacionales, menos aún le interesa el vanguardismo que se coloca sobre el lector, ese personaje supuestamente alelado y alienado que algún iluminado debe despertar. No, su estrategia es más bien horizontal, de diálogo entre un nosotros posible. Este libro, repleto de encuentros, es la mejor muestra de ello: aquí reúne sus materiales poéticos, sus tomas, encuadres, micro-escenas, recortes de realidad que, pluma en ristre, ha documentado y procesado durante estos años de paisaje neoliberal, y los pone a dialogar con los que vinieron y están viniendo. Pues, como dice en el poema Cineraria: “Yo quería puro presente, / pura contru de memorias venideras”.

 

 

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