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Memorias de octubre (11): El revolucionario sentimental

Publicado: 24.07.2016

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A principios de la década de los ochenta los mea culpas de la intelectualidad de izquierda estaban a la orden del día: Sarlo, Bruner, Aricó, Portantiero, Lefort,  Semprún, Castoriadis y un largo etcétera competían por el honor del harakiri y la olvidadiza gracia de las metamorfosis. La crisis de la teoría marxista se conjugaba con el derrumbe del socialismo en la Europa del Este, como si tuvieran algo que ver, y en la revista Vuelta, que dirigía Octavio Paz, venía un artículo muy bueno de Daniel Bell.

El artículo se titulaba El joven inquisidor y Lukács, tenía el tono de autoridad que solo alcanzan los grandes conservadores moderados y mezclaba la ética de Weber con toques bien dosificados de un revisionismo político de marcado carácter existencialista. Su tesis era que tal como mostraban las vidas de Lukács o de Semprún (el primero un esteticista romántico que había acabado sus días en Hungría escribiendo barbaridades en defensa de Josep Stalin; el segundo, un comunista deshonesto al que Sartre debería haberle dado un protagónico en su tema de Las manos sucias), no había fanatismo que terminara bien. La viga infalible que Bell había escogido para apoyar sus argumentos se derrumbaba lamentablemente al final: daba como tercer ejemplo la vida del adorable Ernst Toller.

A Toller no había quien no lo quisiera. En la biografía que Marianne dedicó a su marido, Max Weber, se rememoran las plácidas tardes de domingo en las que este joven revolucionario y encantador, que por lo demás jamás se arrepintió de ninguna de sus luchas, los visitaba para conversar y tomar un poco de té con los más grandes. Debe haber sido a finales de 1918 o principios de 1919, Weber se había aislado en el valle de Isar a escribir un texto contra el Tratado Brest-Litovsk: estaba convencido de que Trotsky no era de fiar y que para lo único que serviría aquel Tratado sería para que los obreros alemanes terminaran uniéndose a los bolcheviques e hicieran con ellos una revolución soviética en Baviera.

El tema lo discutían encendidamente cada tarde de domingo con Toller, quien se dedicaba más bien a escuchar o a cambiar con incomodidad de tema. No estaban de acuerdo, Toller lo sabía, pero para él Weber era una especie de gurú, seguía sus seminarios en Múnich y estaba al tanto de que cuando se enojaba unía las cejas con fuerza, siempre según Marianne, y arrugaba profundamente la frente en signo de desprecio o para causar miedo. En el aislamiento de Isar se había equivocado probablemente en relación a Trotsky, pero no en lo referente al rumbo que tomarían los obreros alemanes en Baviera: en febrero de ese año asesinaron a Kurt Eisner, el líder del Partido Socialdemócrata que había conseguido la independencia de Baviera, y las consecuencias no se hicieron esperar: los miembros más radicales del Partido se unieron a los bolcheviques y fundaron en el mes de abril la República Soviética de Baviera.

Si de esa revolución no se habló lo suficiente fue porque duró apenas un par de semanas. Fue una pena: el destino de Alemania habría cambiado para siempre y el planeta se habría ahorrado la módica suma de seis millones de muertos. Pero a los Blancos retomar la “altísima dignidad de su patria” no les costó nada: quien presidía la República Soviética era un poeta inofensivo.

Lo insólito, lo asombroso, es que el poeta inofensivo era nada menos que Ernst Toller. Pusieron precio a su cabeza, lo delataron a los pocos días y le iniciaron un juicio por traición a la patria. Max Weber no podía comprenderlo, se sentía estafado, no había errado un solo diagnóstico a lo largo de su carrera de estadista y se le había escapado este detalle: el muchachito con el que conversaban de literatura en aquellas plácidas tardes de domingo se había salido con la suya y había liderado sin decirle nada una revolución bolchevique contra la Alemania que él tanto defendía.

Marianne notó la furia: Max caminaba nervioso por la casa de un lado para otro con las cejas apretadas y la frente más arrugada que nunca. Rumiaba uno que otro insulto, golpeaba los muebles, daba puñetazos en el aire, pero después de un rato descolgó su abrigo del perchero, salió a la calle y se dirigió al juzgado.

Cuando estuvo frente al juez, recordó una de sus teorías: dijo que el muchacho era un sentimental, que era un idealista inmaduro en términos políticos y que se había dejado guiar involuntariamente por los “instintos histéricos de las masas” y una “ética de los fines últimos”. “¿Una ética de los qué?” –preguntó el juez. “De los fines últimos”, volvió a decir Weber, quien de inmediato añadió: “Pero por favor perdónelo, Señor Juez, en un rapto de ira, a este joven dios me lo hizo político”.

De un nacionalista empedernido como Weber, con todo lo recatado que acaso resultó para los grandes sueños de una época, nadie podrá decir jamás que no fue un hombre absolutamente íntegro, esto por mucho que a Toller lo condenaran igualmente a cinco años de prisión en la cárcel de Niederschenfeld, en la que ingresó a los veintiséis años y de la que salió a los treintaiuno. Había estado antes en un manicomio, había pasado una temporada en una prisión militar y con el tiempo volverían a encerrarlo, todo porque a pesar de ser un escritor tremendo al que elogiaron Rilke y Thomas Mann, Gorki, Brecht, Rolland y Sinclair Lewis, no dejó nunca de hablar bien de los bolcheviques ni de enrolarse con el Ejército Rojo a donde quieran que éste fuera ni de luchar por la causa de los más pobres.

Durante los años de la guerra civil se había unido en España a la lucha de los republicanos, estuvieron a punto de cazarlo varias veces, había formado parte con Rosa Luxemburgo de la Liga Espartaquista y durante los últimos meses de su vida daba vueltas enfermo por el mundo juntando monedas para los niños que morían de hambre bajo la dictadura de Franco. Eran los niños yunteros sobre los que había escrito Miguel Hernández, los niños tristes que “habían nacido como la herramienta, a los golpes destinados”.

Ehrenburg recuerda una tarde en el pequeño pueblo de Montilla, donde después de emborracharse juntos en una taberna cuyo dueño se jactaba de tener el mejor vino de España, se pusieron a imprimir comunicados para el frente republicano. Como no contaban con papel, imprimieron sobre las hojas que empleaba el comerciante para envolver su vino: debajo de las frases enfebrecidas que llamaban a la liberación de España se leía en letras más débiles “el de Montilla es el mejor vino del mundo”.

En la cárcel Toller había escrito varios libros memorables y había dedicado una carta al “mundo libre”. Uno de sus libros se llamaba Los destructores de máquinas y trataba, como acaba de evocarlo Christian Ferrer en un reciente ensayo formidable que lleva el mismo título, el tema del luddismo, el de los artesanos ingleses que en 1811 se habían alzado contra los telares industriales que destruían sus empleos, y otro, más bello aun, se llamaba El libro de las golondrinas, donde la ambición de las catedrales góticas, negligentes con los pobres que habían tallado sus piedras o los sopladores de vidrio que habían velado el sol trabajando con tristeza en los vitrales, era cotejada con la construcción sencilla de estos pájaros que con un puñadito de arcilla y unas pocas ramas “dedicaban a la vida sus pequeños palacios, la felicidad en la tierra, el nido de calor”.

Toller tenía la simplicidad de aquellos pájaros, era dulce y atractivo y había conseguido muchas cosas gracias a su encanto, pero por supuesto que con Hitler el asunto fue distinto y se vio obligado a dejar su Baviera natal a los pocos días de su ascenso. Se exilió en Estados Unidos en una época en la que el mundo no marchaba ya para ningún lado, a Toller no le costó nada entenderlo, el maldito lo había vivido todo y una tarde de 1939 decidió ahorcarse en el cuarto de su hotel. Ehrenburg lo adoraba y confesó haber llorado como un niño el día que supo de su muerte. Fue él quien dijo que Toller era como una de sus golondrinas: una golondrina amena y desorientada que levanta el vuelo antes de tiempo o llega al lugar equivocado demasiado temprano, invariablemente y siempre sin hacer verano.

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