Publicidad

El vendedor de libros

Publicado: 03.09.2016

Publicidad

Los negocios familiares habían quebrado, el barco se hundía poco a poco. La linda casa donde vivía pronto iba ser rematada, debía buscar empleo. No quería ser un cacho para su familia. Currículo en mano se dirigió a la Feria Chilena del Libro de la calle Huérfanos y dejó una copia. Escribía poemas y había estado en un taller donde por asistir le pagaban diez lucas. Sus lecturas eran precarias, pero él en ese tiempo pensaba que sus lecturas eran importantes, que sabía mucho.

No tardaron en llamarlo, tuvo que ponerse corbata, zapatos de vestir y comenzó a trabajar en esa enorme librería del centro de Santiago. Al mes se había ido de casa, se arrendó una casita interior en el barrio Ñuñoa. Una pequeña cocina, un baño bastante insalubre y un lugar para tirar el colchón de dos plazas, más un mueble para los libros. Eso era todo, no había más, tampoco lo necesitaba.

En la librería había muchas mesas con libros y cada vendedor tenía una mesa asignada. Casi siempre los vendedores más antiguos tenían las mesas de la entrada, donde estaban las novedades, los grandes éxitos, luego al interior del local estaba la narrativa latinoamericana, libros de historia, esoterismo, infantiles, etc. No dudó en refugiarse en la mesa de poesía. Única mesa que todos se turnaban para ordenar, porque nadie la quería, porque en realidad nadie compraba poesía. Ese espacio fue como su segunda casa, concentró a los poetas que estaban desperdigados y hasta se dio el tiempo de proponer, de acuerdo a la disposición y sus destacados, sus propias lecturas, sus preferencias. Lo más importante es que pudo ponerse al día. Enrique Lihn, para él, era la antología del Fondo de Cultura (no había leído más que eso), pero al tratarse de una antología daba la falsa impresión de que había leído todo Lihn. O sea el barniz de esa colección maquillaba sus orificios y hasta los deformaba. Pero admite que en esa mesa comenzó a leer desde el principio o al menos con cierta correlación. En rigor a los vendedores no los dejaban leer cuando atendían público, tampoco los dejaban sentarse, lo que sí podían hacer era llevarse los libros para la casa, y leerlos.

Con el tiempo, dentro de los vendedores, tuvo cierta aura de poeta (la mesa de poesía nunca había estado tan ordenada), lo que significaba que no era completamente inocente, aunque tampoco esa opción se descartaba del todo.

El vendedor más antiguo de la librería se hizo su amigo, lo envolvió con la voracidad del cazador de libros y de hombres. Le presentó a una serie de autores que en esa época no había leído. Primero fue Martín Amis, luego el turno de los autores chilenos -¿Has leído a Lemebel? -No, no lo he leído. Y el vendedor más antiguo de la librería comenzaba a leer en voz alta y daba la sensación de que algo estaba pasando, se acercaban otros colegas y todos de un día para otro leían a Lemebel. Algo similar sucedió con  Kureishi, Irving, Calvino, Carver, Ball, Toole y Auster. Pasó de ser un lector inocente de Cortázar y Pizarnik, a la colección de Anagrama con la Literatura nazi en América de Bolaño, que acababa de aterrizar en Chile.

En una oportunidad atendió a un italiano con facha hippie, que estaba recorriendo Latinoamérica en motocicleta. Le preguntó si andaba buscando un libro en especial, y el italiano dijo con extraño acento: “yo recomiendo libro para ti”, y le pasó El zen en el arte de la mantención de la motocicleta, de Robert M. Pirsig, que extrañamente estaba en la mesa de libros esotéricos. Novela que le impresionó y que con el tiempo terminó comprando.

Uno de los problemas del vendedor de librerías es que se gasta la mitad del sueldo en libros, no basta con leer, desea que estén en su casa, a mano. Siente que ese libro más que un libro es un espacio amistoso, un lugar de encuentro. Entonces el sueldo se iba mermando junto con las puntadas en la planta de los pies que sentía todas las mañanas al levantarse. Durante la jornada laboral al menos tres veces al día iba al baño a sentarse y fumarse un cigarro. Eso debía hacerlo en secreto, temía que lo despidieran por andar sacando la vuelta. La ley de la silla no había llegado hasta la casa matriz de la Feria Chilena del libro. (Es imposible saber cómo será ahora, esto sucedió en 1999).

Otra cuestión curiosa, y que nunca más le volvió a suceder, fue conocer a chicas. Siempre había tenido pánico escénico, sólo pensar que tenía que ir a hablar con una chica porque la encontraba atractiva le dejaba en blanco, digamos que siempre fue retraído. Pero en la librería todo era distinto, leía una o dos novelas a la semana, estaba en forma, y si entraba una mujer a buscar libros, ya estaba la mitad del camino hecho. Aprendió a conversar de literatura, hablaba de autores y de poesía con fluidez. Recuerda con especial detalle una ocasión (porque nunca más le volvió a suceder) en que una atractiva chica brasileña antes de salir del local se devolvió sonriendo y lo invitó a salir. Algo similar le sucedió con una norteamericana que terminó siendo su novia. Esa relación duró cerca de dos años, en los que sostuvo una robusta correspondencia epistolar. Hasta hoy guarda esas cartas, tiene una caja repleta de ellas. Él esperaba las cartas de su novia norteamericana con ansias y cuando llegaban al fin, las leía dos o tres veces, luego las guardaba con delicadeza y al otro día las volvía a releer, como tratando de descifrar el pulso del ánimo en la letra. Después comenzaba largas cartas de hasta diez páginas, escritas a toda velocidad. Epístolas que recreaban un espacio o territorio ficticio que ambos podían recorrer con los dedos y la vista. Olía el papel en silencio, como si con eso pudiera traducir el espacio cotidiano de su novia, al que no podía acceder o accedía, pero de manera distinta. Ella para darle un toque de realidad, en ocasiones, le enviaba en el sobre una hoja seca del parque cercano a su casa o acompañaba el envío con alguna fotografía.

El problema en la librería siempre fue el mismo, trabajar por comisión. Las peleas con sus compañeros eran frecuentes, eran lectores y hasta amigos, pero a la hora de hacerse el sueldo del mes todo era bastante despiadado. Eso, sumado a los insoportables dolores en las plantas de los pies, le hizo renunciar, pero se quedó con el comienzo de una biblioteca que fue alimentando con los años. Nada descomunal, nada comparado con otras bibliotecas que ha visto.

A veces piensa en ese período de su vida y cree que si no hubiera existido ese sistema con un sueldo de base de mierda -y la obligación de estar de pie- se habría quedado ahí toda la vida. Ordenar los libros, darle un carácter a ese orden, acariciar sus páginas, olerlas. Estar siempre dentro de una o dos lecturas, conocer gente nueva. Cree y hasta podría asegurar que en esa época fue feliz, pero eso realmente nunca lo supo.

Publicidad
Contenido relacionado

«¿Quiere ganar la elección o el Copihue de Oro?»: Redes reaccionan a insólita aparición de Joaquín Lavín

CyberDay 2020: Usuarios denuncian a empresas por inflar sus precios y hacer cobros excesivos en despacho

Publicidad