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Zanzíbar, la isla de Tanzania donde vivió Freddie Mercury

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 05.09.2018
Zanzíbar, la isla de Tanzania donde vivió Freddie Mercury freddy 1 |
Sí, no hay duda, Zanzíbar, es un lugar de encanto. Aunque no siempre lo ha sido y no para todos. No por nada, Freddie Mercury, uno de los isleños más famosos, prefirió asentarse en otros lados y cantar sus bohemias rapsodias en otras tierras. Y antes de eso una revolución que mató a más de veinte mil árabes e indios en un mes en los azarosos años sesenta y que tuvo como directa consecuencia la creación de Tanzania (Tanganica + Zanzíbar). Y antes de eso. También.

Algunos lugares evocan por su solo nombre un aire exótico; un aura de misterio que se palpa y se siente cuando decimos Katmandú, Tombuctú, Ulan-Bator, Freirina o Zanzíbar (que yo pronuncio, aunque el corrector me diga lo contrario, como aguda). Exótico para uno, claro está; que para la mujer que va al mercado en una de esas ciudades, el abogado que se acaba de quedar sin trabajo o el estudiante que tiene un examen en una escuela por esos lados, tienen de exótico lo que la Torre Eiffel para el parisino malgenio. Orientalismo dirá más de uno y con él ya seríamos dos; pero ello no quita (aunque le ponga) a la sensación de extrañeza (y belleza) que aquellos espacios provocan. Sensación que a veces se acrecienta cuando descubrimos la historia que camina junto a cada nombre. Cuando sabemos que no hay documento de belleza sin documento de fealdad, no hay futuro sin pasado, ni memoria sin olvido. O casi.

Zanzíbar, la isla de poco más de dos mil seiscientos kilómetros cuadrados, es un paraíso de playas blancas que se alargan más allá de la imaginación (sin que el agua te llegue más allá de la cintura ni la mirada más allá del horizonte), de especias que se nutren de los cruces de culturas —el rey es el clavo de olor; la reina, la canela; la vainilla, la princesa– y viajeros que dejaron algo de ellos en estas tierras; paraíso también para los comilones: en Stone Town —ciudad de puertas maravillosas–, en la plaza central todas las tardes, después de bañarte en la playa puedes comer unos langostinos fresquísimos o mejor una langosta que se dora en una de las muchas parrillas, oyendo el rumor del mar. Sí, no hay duda, Zanzíbar, es un lugar de encanto. Aunque no siempre lo ha sido y no para todos. No por nada, Freddie Mercury, uno de los isleños más famosos, prefirió asentarse en otros lados y cantar sus bohemias rapsodias en otras tierras. Y antes de eso una revolución que mató a más de veinte mil árabes e indios en un mes en los azarosos años sesenta y que tuvo como directa consecuencia la creación de Tanzania (Tanganica + Zanzíbar). Y antes de eso. También.

En lo que hoy es una Iglesia cristiana, está el lugar donde existió el último mercado de esclavos oficial y “legal”. Aún el visitante puede bajar a las barracas donde miles de hombres y mujeres esperaban la hora para ser vendidos. Muchos de ellos perecieron por el hacinamiento y las enfermedades. Hay unas placas que recuerdan el horror. No mucho más (¿cómo recordar la ignominia del ser humano —su humanidad perdida que lo hace, paradójicamente, más humano?).

Cuando pasaba, en la Iglesia había misa. Afuera unos chicos correteaban aburridos de las monsergas del cura. Me senté en un banco a disfrutar del sol y mirar la gente pasar. Uno de los chicos se me acercó, curioso tal vez por mi pelo o mi cara de perdido. Saqué mi guía y le pregunté en ki-Swahili su nombre. A mi tercer intento, muerto de la risa, entendió. Comenzó a hablarme. Yo entendía palabras sueltas que lograba vislumbrar en el diccionario. Poa. Se vuelve a reír. Poa, me dice y sale corriendo hacia su madre que ya sale de la Iglesia. Poa significa que algo está bien, bacán en algún contexto, cool. Me alejé de este sitio de espanto con la voz del chavo resonando en mis oídos. Poa. El tiempo todo lo cura. Dicen. Aunque quizá no sea tan así. En una isla más pequeña a media hora de navegación hay un santuario de tortugas. Son unas tortugotas, grandes y viejas que estiran sus pescuezos como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Y capaz que lo tengan. Algunas de ellas tienen más de doscientos años. Algunas de ellas, rimbombantes, serias y elusivas, estaban ya cuando gente era todavía vendida a unos kilómetros. Las tortugas eran testigos vivos de aquello. Pero, claro, las tortugas no hablan o por lo menos en mi diccionario no aparecía la lengua en que ellas lo harían. Me quedé mirando una a los ojos. Busqué preguntarle tras su silencio por una razón. No obtuve respuesta. Lo único que logré fue un suspiro tartarugesco y una estirada de cuello mayor.

Volví a la ciudad. En el Mercury a orillas del mar, me pedí una cerveza y un curry de camarones. El calor pegaba fuerte. Por la radio sonaba una canción obvia. De la cocina, abierta, venían rumores y olores a cúrcuma y jengibre, más allá las tortugas siguen pensando algo que jamás sabré, hace tiempo Freddy anduvo por aquí correteando con sus amigos, mucho antes el sol golpeaba (igual pero distinto) sobre cuerpos que volvían a ser golpeados por otros como ellos. Mucho ha cambiado. Algo ha cambiado. Un poco ha cambiado. Más. Más. Hasta que el mundo sea poa, pienso.

Freddie Mercury con una cuidadora en Zanzíbar

 

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