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Postales de COVID-19 desde Nueva York

Por: Roberto Ibáñez, escritor (texto y fotos) | Publicado: 07.04.2020
Postales de COVID-19 desde Nueva York |
La arritmia publicitaria ilumina un espacio inquietantemente vacío. En medio hay una escalera roja en dirección a ningún sitio. Parece lleno, parece transitado por la habitual horda de personas aturdidas a la vez que maravilladas ante el despliegue lumínico de una de las postales más conocidas de Nueva York. Sin embargo, está vacío. Salvo por un par de chicas tomándose fotos con una amplia sonrisa y por un par de policías que conversan frente a una de las pantallas donde unas modelos posan con poca ropa, acaso peligrando de contagiarse del famoso virus. Es Times Square y por primera vez lo veo así.

El mundo de M&M, tienda hiperbólica y lustrosa, siempre expulsando a sus clientes cargados de bolsas hinchadas con chocolates de colores, ahora cerrado y con las luces apagadas, más que apagadas. El sitio donde hace unos días comí un trozo de pizza, esperando a mis amigos de visita, es el único lugar abierto en varias cuadras. No hay nadie adentro, salvo los dos que atienden en el mesón. Me miran, quizás ilusionados porque vaya a entrar, pero pronto ven cómo me alejo y siguen clavando la vista a través del ventanal, la cara apoyada en una mano, igual que en un cuadro de Hopper.   

Avanzo impulsando el scooter con mi pie izquierdo. Así bajé desde mi casa, en la calle 119, hasta Times Square, entre las calles 47 y 42. Tuve que cruzar el Central Park entero. Aunque un poco más poblado que el resto de ciudad, el parque parecía estar dado vuelta. Si usualmente es la parte sur la que está repleta de turistas caminando, ahora es el límite norte del parque, pasado la calle 100, el que tiene a más transeúntes en sus caminos. Todos vestidos con ropa deportiva, mascarillas y guantes de látex, algunos con perros, varias familias, la mayoría solos. Un par de parejas separadas por dos metros. Esa es la medida que han impuesto las autoridades. En el supermercado hay marcas en los pisos para respetar esa distancia en la fila. Y es que todas las cosas parecen tener una distancia ahora, la ciudad dividirse en pequeños trozos, imágenes que uno ve desde la ventana, viñetas separadas de lo que antes era una ciudad orgánica. Si bien me emocionaba respirar el aire del parque por primera vez, estuve ocupado en mirar a las personas sin acercarme mucho a nadie, en marcar mi distancia. Por responsabilidad, pero también por miedo. 

Ya no podría hacer este recorrido. No me atrevo, mejor dicho. Levantaron un hospital de campaña en pleno parque. No he querido averiguar el lugar exacto. La organización que está detrás de la instalación de 68 camas con ventiladores se llama, traducido al español, el bolso del samaritano, una organización cristiana evangélica. A los voluntarios que quieren trabajar con ellos les hacen firmar una “declaración de fe”: el matrimonio es una institución entre una persona biológicamente hombre y una persona biológicamente mujer. Así el estado de cosas ha cambiado, hora tras hora desde que comencé a escribir esta crónica. He debido añadir detalles, cada vez más desconcertantes e increíbles. Hoy una amiga me mandó un mensaje preguntando si me había enterado de que van a enterrar cuerpos en los parques públicos. Al parecer es un falso rumor, pero un rumor difundido a través de Twitter por un miembro del Consejo de Salud de la ciudad. 

Llego a la Quinta Avenida vacía. Ni siquiera es posible ver policías. Sigo hacia el norte y empieza el desfile de tiendas obscenamente caras. El lujo de Versace, Valentino o Louis Vuitton parece no funcionar si no hay espectadores que lo aprecien. Ahora están ahí, apagadas las luces, y no significan nada. Como en todas las películas futuristas, el presente se hace pasado. Una de las primeras escenas de Yo, Robot muestra a Will Smith admirando con los ojos de un coleccionista unas zapatillas Converse. ¿Este es el futuro? ¿Estamos ya en él?, me pregunto con el recuerdo vivo de esta calle repleta, la plaza del Rockefeller Center llena de personas, los hoteles vomitando maletas. Todo ese trajín tan típico de Nueva York, pero tan ajeno a la vez. Me pregunto ingenuamente qué va a pasar con el mercado. Dicen que la mitad de los restaurantes van a cerrar en esta ciudad. Hasta ahora, las más beneficiadas son las cadenas tipo McDonald’s. Un homeless orina una puerta lateral de una iglesia gigante, la misma a la que no nos dejaron entrar a mí y a unos amigos una navidad porque no estábamos vestidos de gala. Queríamos ver si cantaban villancicos. Más al norte, Gucci está rodeada de vallas papales. Sobre la casa de moda de Italia se levanta la Trump Tower. Seguramente su bronceado naranjo no está dentro de esos vidrios oscuros, pero la seguridad no descansa. Dos ¿policías?, no lo sé, se ven más miedosos que un policía corriente, pero son dos tipos con metralletas los que custodian el edificio. O solo son los que podemos ver. En medio de la distancia entre los dos, un logo de Starbucks. 

Estados Unidos superó hace varios días a China e Italia en la cifra de contagiados de coronavirus. Se calcula que son más de 30.000 ventiladores los que se necesitan en Nueva York para superar la crisis. Las autoridades parecen estar debatiéndose entre hacer lo más sensato o lo políticamente favorable. Todos vamos a perder después de esta crisis. Supongo que algunos quieren perder menos. Hace un tiempo, el presidente aconsejó por Twitter ingerir la mezcla de unos medicamentos, pues eran efectivos contra el virus. Ya se reportó que existe gente enferma por eso. El gobernador del estado de Nueva York decretó cuarentena total, pero afirmó que no estaba seguro de si era lo correcto en términos de salud pública. Insistió en la necesidad de mejorar la salud, pero también la economía. “Esto va a formar a una nueva generación y va a transformar quienes somos. No estás solo. Nadie está solo”, también dijo. Al jueves 26 de marzo, habían muerto 365 personas en la ciudad. Hoy, 6 de abril, ese número va en 3128. Trump, en una entrevista a Fox, dijo que no creía que Nueva York necesitase 30 mil ventiladores. 

Ayer tuve que ir a la farmacia. La fila empezaba afuera del local. Solo cinco personas podían estar adentro. Plásticos colgantes separaban la caja de los clientes. El olor a desinfectante lo cubría todo. Mientras hacía la fila, un sujeto de al menos dos metros se acercó a los que estábamos esperando y nos pidió firmas. Era una solicitud relacionada con condonar el pago de los arriendos en Harlem. El tipo de las firmas hablaba fuerte, se reía, tenía carisma. No usaba protección alguna, ni guantes, ni mascarilla, no parecía asustado. Traté de no mirarlo a la cara, por miedo, tenía miedo de que escupiera sin querer, de que hubiera estado en contacto con personas que tienen el virus. Unas personas atrás mío lo miraban detrás de sus mascarillas. Firmaron la hoja de todas maneras. Entré a la farmacia y aproveché de comprar jabón. En el supermercado ya nunca hay jabón de manos.   

De cualquier manera, todos estamos contagiados. Las superficies, los metales del metro, los árboles del parque, tu vecino, todos portadores de un virus que se cuela en las decisiones que tomamos día a día. Más allá de la responsabilidad de no salir, más allá de las precauciones para no contagiar ni ser contagiado, lo que revela el virus es la trama en la que todos tenemos acción, decisión y responsabilidad. Afectos a la vez que obligaciones. La ciudad parece un único cuerpo enfermo, solo que la mano izquierda no sabe ni siquiera dónde está la mano derecha. Vuelvo a mi casa y llamo a mis abuelos por cámara para preguntarles cómo están, cómo está Chile.

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