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Un día en cuarentena con Charles Bukowski (en sus 100 años)

Por: Javier Agüero Águila, filósofo y académico de la Universidad del Maule. | Publicado: 16.08.2020
Un día en cuarentena con Charles Bukowski (en sus 100 años) |
Recién a los 50 años pudo empezar a vivir de su literatura, a obtener el reconocimiento que tanto despreciaba pero que le permitió, ciertamente, incorporarse a un ecosistema donde el dinero sobraba, donde las mujeres que muchas veces despreció –derechamente con violencia física y psicológica, de manera machista y misógina– siempre estaban ahí para él, donde pudo codearse con Hollywood y todas las guirnaldas que le cuelgan a esta suerte de Valhalla gringo.

Hoy se celebran 100 años del nacimiento del escritor Charles Bukowski; poeta y novelista influyente, para muchos definitivo de una generación en busca de un punto de fuga al neoconservadurismo encarnado por Reagan y Thatcher y sin duda un antiejemplo salvaje de lo que se entendía por American dream. El historiador James Truslow lo definió de la siguiente forma: «La vida debería ser mejor y más rica y llena para todas las personas, con una oportunidad para todo el mundo según su habilidad o su trabajo, independientemente de su clase social o las circunstancias de las que proviene».  

Bukowski nace en Alemania, quizás en la peor Alemania para los alemanes mismos, la época posterior a la Primera Guerra Mundial donde el hambre y la miseria se desperdigaban como un virus a lo largo y ancho de ese país, en ese entonces abandonado por las superpotencias que ya afilaban los colmillos y tallaban estrategias de cómo distribuirse Europa (no contaban con Hitler pero eso es otra historia). Su literatura derechamente hace explotar de manera brutal y bizarra el ideal del self-made man que encontraría en la sociedad norteamericana todos los fusibles para la felicidad, para la autorrealización y el reconocimiento. 

Todo lo contrario fue Bukowski: una bestia callejera, un animal descontrolado que hizo de las borracheras, los bares, la escoria humana como compañía predilecta y los trabajos esporádicos y miserables una forma de vida; un gesto postergado y perturbador del lado B del pedigrí norteamericano; o quizás algo más que eso, una suerte de navajazo a las convenciones y a lo que era políticamente correcto en un mundo donde la higiene, las casitas iguales, los autos grandes y familiares y los perros domésticos eran la pretensión de cualquier familia tipo americana por ese entonces. Motivo de náuseas para un hombre que recién a los 50 años pudo empezar a vivir de su literatura, a obtener el reconocimiento que tanto despreciaba pero que le permitió, ciertamente, incorporarse a un ecosistema donde el dinero sobraba, donde las mujeres que muchas veces despreció –derechamente con violencia física y psicológica, de manera machista y misógina– siempre estaban ahí para él, donde pudo codearse con Hollywood y todas las guirnaldas que le cuelgan a esta suerte de Valhalla gringo (memorable personaje el de Jon Pinchot en su libro Hollywood de 1989), donde pudo darle rienda suelta a su compulsiva adicción a las carreras de caballos y, por cierto, nunca más volver a sentir abstinencia por su más epidérmico compañero, el alcohol en todas sus formas posibles. Aunque Jorge Herralde, editor de Anagrama y responsable de la enorme explosión bukowskiana en lengua española, contó de una vez que se reunieron en los Ángeles, en 1979, el escritor prefirió vino blanco para evitar alcoholes de mayor graduación. Según Herralde fue amable y tranquilo, aunque no por eso dejó de bajarse 8 botellas.

En mi generación noventera pegó como un gancho a lo Myke Tyson. No lo vimos venir, no lo esperábamos y entró escondido, rápido como serpiente, por debajo y apuntando directo al mentón dejándonos en la lona sin capacidad alguna de reaccionar. Se vendió como pan caliente y se leyó en todos los círculos literarios provocando diversas reacciones. La nuestra fue la de un descubrimiento mayor, algo groupie (teníamos 20 años en nuestra defensa), queríamos ser Bukowski, vivir como él, construirnos una historia de decadencia y desesperanza autoinfligida, jugando a ser malditos y pretendiendo hacer del Chile ultraneoliberalizado los 90, Los Ángeles de los 60, 70 o 80 del naufragio bukowskiano. 

No pudimos a la larga, ni siquiera en el corto o mediano plazo, la apuesta era a vida o muerte y no se le puede seguir la huella a una vida tan desmesurada, tan fuera de serie en el sentido de no responder a los cánones que impone la sociedad para hacerte parte.  No me extrañaría que, con justicia, Bukowski fuera levantado por el movimiento feminista como un ícono ególatra y maltratador del género femenino, nada más cierto e, insisto, nada más justo. 

No obstante, y a nivel de mi experiencia literaria, La senda del perdedor de 1982 es uno de los libros más tristes que reconozco haber leído; tristísima narración de un marginal que no tiene más remedio que optar con furia por la desafiliación, por perder de manera voluntaria y encontrar en esa ruptura con cualquier orden el camino hacia una literatura que siempre valdrá la pena leer como contrarrelato de un statu quo, una que amenazó como un desplazamiento de placa contracultural y que con el tiempo –quizás ya es tiempo– no tendrá cabida. 

Seguramente Charles Bukowski no habría asistido a ninguna marcha del estallido social, no se hubiera enfrascado en discusiones intelectuales sobre la democracia o el mundo que viene, no se habría comprometido con absolutamente ninguna crítica a los políticos por el manejo de la pandemia y, de esto sí estoy seguro, no habría salido vivo de ninguna cuarentena.

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