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Sandías caladas: Adiós al enero teatral

Por: Rodrigo Hidalgo, escritor y periodista | Publicado: 07.02.2022
Sandías caladas: Adiós al enero teatral | Space invaders de Nona Fernández
Para cerrar la temporada teatral de enero, me permití ir una vez más a disfrutar de un par de “sandías caladas” tanto del ya canónico y muy oficial Festival Santiago a Mil (ex Teatro a Mil), como de su opuesto complementario, el Festival Santiago Off.

Así, cumplí con una deuda pendiente que era ir a ver una de las obras que no había visto pero sí leído de Nona Fernández, Space Invaders, a la ñuñoína sala del Teatro UC; y antes de que finalizara enero, acudí también al querido y siempre amenazado Teatro del Puente, para presenciar una obra basada en textos del maestro Juan Radrigán, dirigida por Jesús Urqueta: La tranquilidad no se paga con nada (a partir de El invitado).

30 años de Fondart

Porque claro, estamos ya en febrero del 2022, y las políticas de apoyo a festivales y compañías, obras y proyectos escénicos, van a cumplir 30 años. Me refiero al Fondart. Cuánto odio cosechó, cuánto lo maldijeron artistas y compañías durante los primeros diez años. Se dijo con majadería constante que siempre se lo ganaban los mismos, que gracias a esas políticas los apitutados de siempre pudieron estabilizar sus proyectos, como Héctor Noguera y su Teatro Camino, ubicado en un inaccesible y rústico Peñalolén, o la propia productora de Carmen Romero, con su festival que luego cuajó en fundación bajo un engañoso nombre que prometía el acceso por mil pesos al público masivo, Teatro A Mil; y así.

Mejor ni recordar cómo llovieron las críticas cuando la ministra de Cultura fue la propia Paulina Urrutia, una de cuyas célebres salidas de madre quedará en el recuerdo de tantos y tantas como ejemplo de soberbia (“soy la que más sabe de política cultural en este país”). O el aún más triste recuerdo que dejó el paso de Luciano Cruz Coke por esa misma cartera, beneficiando a la sala de su socio Felipe Braun, un escenario que prometía máxima visibilidad y se quedó en promesa, siendo traspasado finalmente al Duoc, en Lastarria 90 (acaso porque los madrugó el vecino GAM, y el privado acusa competencia desleal ante un gigante subsidiado).

Sin embargo nadie duda de la calidad ni de Héctor Noguera ni del Teatro a Mil. Y lo cierto es también que aunque se demoró, el modelo de concursabilidad que encarna el Fondart, durante las siguientes décadas demostró que sí podía alcanzar para muchos más proyectos de compañías, artistas y productoras con menos trayectoria profesional, y con menos lobby.

Ya no más mesa del pellejo

El club de los beneficiarios fue creciendo, el circuito fue aprendiendo a postular, los proyectos comenzaron a ser mejores, las críticas al modelo cambiaron de tono. Aunque sigue siendo odiado por su ethos, se acepta que el Fondart “es lo que hay”, y es mejor que nada. Y como parte de estos cambios en el ecosistema entero, sucedió que el festival Teatro A Mil mutó en Santiago a Mil e instaló el “enero teatral”, consolidándose como el más importante referente en materia de artes, espectáculos y producciones escénicas en Chile. Esto provocó que surgieran en paralelo, o como reacción o respuesta, múltiples encuentros y festivales que daban cuenta de otra escena, donde se daban cita obras y compañías que no habían quedado seleccionadas ni habían sido invitadas, o a las que ni siquiera se les había considerado para aquella exclusiva curatoría.

Así los circuitos “off”, que alegaban tener de verdad un precio de acceso más democrático, fueron cobrando fuerza y al cabo de 20 años, algunos se convirtieron también en un espacio o instancia de validación y respetabilidad. La mesa del pellejo se fue vistiendo de mantel largo.

Santiago Off, el festival actual que también tiene detrás una homónima Fundación, fue creado por la compañía La Fulana el 2012 con puros shows gratuitos. A pesar de tener un nombre que apela a esa escena “off”, en resistencia al establishment, convoca hoy por hoy a creadores y creadoras chilenes y extranjeres de primerísimo nivel que bien podrían estar en el otro festival, en el “establecido”, el “on”. Lo alternativo o under se desplazó a otros escenarios mucho más vinculados a la autogestión, mucho menos visibilizados por la prensa. Testimonio de ello son incluso compañías como el mismísimo Gran Circo Teatro, por ejemplo, que sostiene aún sus funciones en espacios más rústicos; versus salas como el emblemático Teatro del Puente, tantas veces desahuciado y aún en pie a pesar de todo, resistiendo con su dignísima infraestructura cimbreante a pasos de la plaza Dignidad.

Doy esta larga vuelta porque como dije al inicio, asistir a cualquiera de esos dos festivales, es hoy sin duda alguna apostar a “sandías caladas”. De modo que no voy a profundizar, ya se habrán dado cuenta, en las obras que fui a ver. Space Invaders, lo mismo que La tranquilidad no se paga con nada, son obras cuyos textos reúnen todos los méritos, las puestas en escena e interpretaciones en ambos casos son emocionantes y sobrecogedoras.

Mil años de mal sexo

Nona Fernández, lo mismo que Radrigán en versión de Urqueta, vuelven a instalarnos en la dictadura, en esa pesadilla que no nos deja, que sigue viva como un cansancio con rostro de mujer en el metro, como un invitado indeseado al que nos hemos acostumbrado a soportar sin siquiera ver. Maldonado, la compañera del colegio cuyo padre carabinero participó en uno de los asesinatos de Pinochet y sus esbirros, puede dar fe de cuánto le sigue pesando la cercanía sanguínea con ese uniforme manchado de sangre.

El modelo neoliberal que instaló la dictadura sigue matando de hambre a cientos y miles de compatriotas que como la Sara y el Pedro ven naufragar la posibilidad misma del amor conyugal entre la cesantía y el endeudamiento. La dictadura no caduca, no prescribe, menos aún si los asesinos andan libres o sus hijos y herederos vuelven a desafiar a las víctimas. Lo mismo su modelo económico de segregación, de colusión, de brecha entre las tres comunas más ricas y el resto. He ahí el estallido, por si alguien cree que se puede dar vuelta la página así de fácil.

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Digamos entonces que lo que sigue doliendo, al salir de una u otra obra, es la realidad. Ir a ver piezas de esta calidad nos deja la piel sensible, los ojos enrojecidos. Y digamos que aún dentro de la sala, donde se supone que a espectadoras y espectadores nos reúne una teórica misma intención de vivir el ritual estético, puede que se cuele esa realidad mezquina que nos legó la maldita dictadura, disfrazada de individualismo, de egocentrismo, de me cago en el resto, porque a pesar de todo el cariño puesto y llevado a escena, puede suceder que haya entre el público, seres inconscientes que se crean privilegiados y se nieguen a ponerse la mascarilla como todo el mundo, o que no apaguen el celular y se dediquen a chatear en medio de la función.

“La tranquilidad no se paga con nada", textos de Juan Radrigán

Es la triste la realidad, y no discrimina, te puede suceder en un festival y sala de perfil alternativo o en un evento con todas las credenciales y patrocinios oficiales. Y como algún colega dramaturgo dijo en redes sociales al respecto: ojalá esas personas tengan mil años de mal sexo. Que del amor jamás sabrán.

 

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