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Crítica teatral “La madre de Eva”| Aquí estoy, a tu lado, no me voy

Por: Rodrigo Hidalgo | Publicado: 14.10.2022
Crítica teatral “La madre de Eva”| Aquí estoy, a tu lado, no me voy Una escena de la obra “La madre de Eva” |
Dirigida sagazmente por Heidrun Breier, basada en la novela homónima de la excelente escritora italiana Silvia Ferreri, y protagonizada impecablemente por Maritza Farías, a estas alturas las recomendaciones para asistir a “La madre de Eva” serán pocas siempre. Vaya a verla.

En tu memoria querido N. Tus pajarillos siguen trinando.

Emocionante y conmovedor, en este monólogo la madre nos habla del dolor que le ocasiona la dificultad para entender y aceptar los designios de la naturaleza, pues no otra cosa es la eventualidad de tener una hija o hijo transgénero. Eva ya tiene edad para decidir, va a cambiar de sexo para comenzar a ser por fin Alejandro, y en escena, la mujer que le dio la vida a la una, espera afuera de la sala de operaciones recibir al otro.

Lo primero que vino a mi cabeza antes de venir al teatro, sabiendo el tema de fondo, fue el breve documental de 2016, “Niños rosados y niñas azules”, de José Rematal (disponible aquí) que recoge el testimonio de cinco familias, padres y madres que acompañan a sus hijas e hijos transgénero, y que se apoyan en Fundación TranSitar, en el camino por ejemplo de encontrar colegios donde les acepten, donde no se les discrimine. Un hermoso trabajo injustamente poco conocido quizá, que me lleva a pensar que aunque falta mucho por recorrer, pareciera que es cada vez más normal o se ha ido naturalizando la imagen de una infancia trans, con niños y niñas que teniendo entornos amorosos, se manifiestan, expresan y afirman su identidad de género independiente de su fisonomía y genitalidad, de su sexo, sin miedo a ser discriminados, valientemente. El drama, ya lo hemos dicho, lo viven los padres. Y de eso se trata la obra.

En su espera afuera del quirófano la madre nos narra con detalle de médico la compleja operación de cambio de sexo, y asistimos a su dolor escenificado, pone las tripas en escena. Siente como un desgarro el recuerdo de las tempranas evidencias de la orientación de su hija. La madre calla pero su silencio lo dice mejor que cualquier palabra: siente que hay como un fracaso suyo, como si ella debiese haber hecho algo para evitar lo que no se atreve ni a nombrar, y piensa incluso que tal vez su hija la odia por ser como ella, mujer, siendo que debió haber nacido niño. Pero enfrenta ese abismo como una madre amorosa y acompaña estoica y temblorosa la cirugía como el nacimiento nuevo de su hijo.

Con la misma natural conciencia de un niño o de una niña, que antes de los 6 años sabe si es niño o niña, una persona transgénero, sabe antes de entrar a la pubertad, que es una mujer en el cuerpo de un hombre, o un hombre en el cuerpo de una mujer. Nunca dirán lo que a veces se ha escuchado, que son un hombre o una mujer en un cuerpo equivocado, porque no hay cuerpos equivocados. No es una elección. Es un hecho que aflora durante la primera infancia, cuando fluye y se expresa el yo, con su carácter o temple, su personalidad y su ya nítida identidad en términos de género. Lo que sí es una elección, también usualmente temprana, espontánea y que emerge de la mano de esa identidad de género, con la misma libertad inocente, es la elección de un nombre distinto al que le han dado al nacer. Ese nombre es la primera evidencia de lo irreversible.

«La madre de Eva» nos cuenta e invita a pensar en cómo, al ser padres, sin darnos cuenta proyectamos nuestros propios esquemas en nuestros hijos. O bien cómo desafiamos los esquemas impuestos por el contexto: cuando salgo de paseo con mi bebé en su coche, antes de verlo dan por hecho que es niña, porque el coche es rosado. Lo heredó de su prima ¿tengo que explicarlo? Parece que hay una presión social tácita, hay que explicar lo que no calza con los moldes establecidos, con los esquemas de lo que debe ser. Lo que se supone “normal”. Esa presión se eleva a la potencia explotando en mil preguntas más complejas en la cabeza de la madre. Su hija ya no se llama Eva sino Alejandro y quien quiera hacer chistes se las verá con ella.

La madre ve con vértigo el tránsito de su hija del cambio de nombre al bisturí en 15 años. Decisión fundamental y fundacional, el nombre encarna el derecho a la identidad. La segunda irreversible decisión deja cicatriz y establece la soberanía sobre el propio cuerpo. Y la madre lo comprenderá aunque no lo entienda, si es que puede darse semejante conjugación de verbos. Más aún: será una fiera defendiendo a su cría, hará justicia y cobrará venganza contra quienes osen hacerle daño, e incluso contra quienes pudiendo defenderla no lo hicieren. Velará su sueño y repetirá: aquí estoy, no me he ido. Será una madre que cumple su palabra, hasta el final, aunque le duela, aunque no entienda.

Y ahora entro de nuevo, por otro lado, pensando en el vuelo poético y en los moldes esquemáticos: la canción que suena mientras tomas asiento en la sala, antes de la obra, es “Costurera carpintero”, de Gabo Ferro. La letra dice “cuando crezca seré un prodigioso carpintero un hombre poderoso de mirada serena con cuerpo de niña curiosa y atenta (…), me enamoraré de una buena costurera, una mujer diestra, una buena mujer, con cuerpo de niño y manos bien dispuestas”. No sólo la letra y la armonía de cajita musical, sino hasta la misma forma de cantar del argentino, nos introduce en una delicada atmósfera. La infancia transgénero parece ser una realidad visible hace muy poco, es un tema, insisto, delicado.

Debo decir que hace un par de años me tocó la triste ocasión de ir al entierro de una joven que decidió terminar con su vida contando apenas con 19 primaveras. Había sido mi alumna y era una escritora talentosa, con unos bellos cuentos sobre pajarillos. En el entierro, en el cementerio, comprendimos todos los asistentes, el trasfondo de una tragedia. La madre profirió unas palabras que nos helaron la espalda, sangrando por la herida. No aceptaba que se hubiera declarado varón, que hubiera cambiado de nombre. Sus compañeras y compañeros de colegio hablaban de él. Su mamá hablaba de ella. No es un él, es una ella, gimoteaba. Fue terrible estar ahí, muy doloroso, feroz. Y es más habitual de lo que pareciera. El asunto es que este fin de semana me pareció ver que entre el público asistente a “La madre de Eva”, había personas que podrían haber sido esos compañeros de curso de la que fuera mi alumna. Jóvenes que habían llevado al teatro a sus papás y mamás.

Tapa de la novela homónima de la excelente escritora italiana Silvia Ferreri

 

Para finalizar, habiendo ya hecho suficiente spoiler, digamos que por una curiosa coincidencia, hay otras obras en cartelera que son también monólogos a cargo de otras madres, con dramas sin duda igualmente estremecedores. ¿A qué apuntarán estas caprichosas constelaciones? Lo cierto es que “La madre de Eva” se estrenó en junio de este año y estará hasta el 29 de octubre en el Teatro Mori de Bellavista, después de lo cual no hay certeza aún sobre una tercera temporada.

Dirigida sagazmente por Heidrun Breier, basada la novela homónima de la excelente escritora italiana Silvia Ferreri, y protagonizada impecablemente por Maritza Farías, la pieza alcanza el clímax con una escena sencilla, cuando simplemente vemos a la madre llorar en silencio, a sollozos contenidos, sentada con los ojos cubiertos por un paño húmedo. A estas alturas las recomendaciones serán pocas siempre. Vaya a verla.

 

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