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ADELANTO| La estatua del caballo era un hito

Por: El Desconcierto | Publicado: 26.07.2021
ADELANTO| La estatua del caballo era un hito © Carlos Altamirano |
Una serie de fotos tomadas por el artista y candidato al Premio Nacional de Artes Plásticas 2021, Carlos Altamirano, que permanecían en una caja de cartón dan origen al libro «Unas fotografías». Recientemente publicado por Ediciones UDP, se trata de un ejercicio de escritura gatillado por materiales acumulados en «brumosos intersticios de su memoria», según anota Alejandro Zambra en la contraportada. Aquí presentamos un adelanto, a la manera de homenaje al caballo de Baquedano.

Caballo

Mi abuelo tenía un Chevrolet Impala. Era un auto enorme, como les gustaban los autos a los gringos en los años sesenta. La carrocería era de color cobre metalizado y el techo blanco; los asientos estaban forrados con tela sintética del mismo color de la carrocería. En diciembre, antes de la Pascua, mi abuela, mi abuelo y su auto alucinante pasaban por mi casa provinciana (donde fuera que estuviera ese año mi casa provinciana) a buscarnos a mis hermanos y a mí para ir a pasar los meses de vacaciones en el campo, cerca de Chillán. Éramos seis (tres niños y tres niñas) e íbamos bien apretados (porque el auto era grande pero no tanto) en el asiento trasero del maravilloso Impala. Yo usaba pantalones cortos –siempre usaba pantalones cortos, en invierno y en verano–, y como los muslos transpiraban y se pegaban al asiento, me sentaba sobre las manos. Mi abuela y las severas leyes de la progenitura me daban prioridad para sentarme al lado de la ventana. Prefería la del lado derecho, porque la vista del paisaje en retroceso permanente me llevaba directo hacia el fondo de mi cabeza sin la interferencia de los vehículos que pasaban en sentido contrario. La carretera todavía era de dos pistas, una para allá y la otra para acá. Cuando el Impala poderoso adelantaba a otro auto más lento –lo que sucedía pocas veces, porque mi abuelo manejaba con mucho cuidado–, salía de mi ensueño y me entrometía en las vidas de otros niños viajeros durante el ínfimo instante en que nuestras existencias se emparejaban, tratando de adivinar su destino. 

Fuera cual fuera el punto de partida, siempre pasábamos por Santiago. La estatua del caballo era un hito que marcaba el viaje de ida y de vuelta. De ida, era la señal de que comenzaba de veras; de vuelta, de que faltaba poco para que se terminara. Me gustaba mucho el caballo. Yo sabía cómo era un caballo de verdad y este parecía un caballo de verdad, nada que ver con los grotescos caballos con músculos hipertrofiados y belfos tronadores de las estatuas que aparecen en los libros; incluso el sujeto que lo montaba parecía relajado, sin intención aparente de arremeter contra el prójimo. Pero cuando veía la estatua al pasar, desde la ventanilla trasera del Impala, no era al tipo a quien miraba, sino al caballo, y pensaba que me gustaría montarlo. 

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Dejé de ser provinciano después del Golpe y me reencontré con el caballo. Lo he fotografiado muchas veces y lo he incluido en mis obras de distintas maneras. He vivido y trabajado la mayor parte del tiempo cerca de él y lo he visto convertirse, a su pesar probablemente, si pudiera opinar, en un catalizador de emociones ciudadanas. Las esculturas, y principalmente los monumentos, viven una vida prestada. Durante un tiempo indefinido pueden ser lo que físicamente son: por ejemplo, un caballo de bronce con la vista fija en alguna parte, montado por un sujeto inmóvil vestido de soldado, hasta que un día un grupo lo suficientemente grande como para ser multitud descubre en su identidad primaria un rasgo enervante. Entonces el monumento comienza a ser lo que la autoridad que lo encargó pretendía que fuera: un símbolo, el recordatorio visible de algo que a su juicio era memorable. Pero la multitud opina que recordar los actos del individuo que monta mi caballo es insultante. Cegada por su justa furia, la multitud, como los aborígenes ancestrales, no distingue al caballo del jinete; nadie lo hace, en realidad, excepto yo. Mi caballo no tiene más alternativa que asumir su condición de cómplice de los actos del sujeto que lo monta, que ahora tiene, merecido y para siempre, a juzgar por lo que se dice, un nombre y un prontuario infames.

©Carlos Altamirano

Mi amigo Fernando Balcells escribió en una columna: “Si la estatua es derribada o retirada, se perderá de las celebraciones que vendrán y que la tendrán a ella como testigo y punto de convergencia. No se puede cambiar esa escultura por otra, porque ya no sería el soporte de la amazona del 8-M de 2020 y de su estandarte. Dejaría de ser el lugar de apertura del gran ojo popular que permanece vigilante y que se niega a ser cerrado. La estatua debe ser respetada como volumen y soporte de una convocatoria popular que es el monumento vivo de la historia en marcha”.

Tengo una propuesta que podría aportar un poco de ecuanimidad en este asunto desgraciado: desmontar al jinete. No es fácil, pero tampoco imposible. Conozco a un escultor que lo haría perfectamente a cambio de un pago razonable, que –si la autoridad se opone a cancelarlo– se podría recaudar sin problema organizando un bingo o una venta de garaje. Un linchamiento brutal del sujeto, como se ha intentado hacer, sin duda acabaría también con el caballo. Mi sugerencia es que sean separados con delicadeza por un profesional, que luego tendría que reconstruir la dignidad individual de cada uno. No me hago cargo del destino del jinete, lo dejo en manos de la imponderable sanción social. Pero el destino del caballo sí me importa: quisiera que, una vez liberado de los arreos y el jinete, vuelva a encaramarse a su pedestal. Que sea un hermoso caballo con la vista perdida en algo que solo él sabe, con nada sobre el lomo y con las cuatro patas sobre el pedestal en el centro de una nueva plaza, durante todo el tiempo que pueda, hasta que la multitud lo transforme nuevamente en el símbolo de algo que concuerde con la memoria del lugar.

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