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11 de septiembre 1973

Por: José Sanfuentes Palma | Publicado: 11.09.2023
11 de septiembre 1973 Imagen referencial | Agencia Uno
Allí nos vimos con un dirigente comunista que conversaba en el pórtico con un capitán de Ejército. Este señaló que teníamos dos horas para escapar, que era el máximo de tiempo que el comandante del regimiento nos podía dar, dado que luego estaba obligado a comenzar la razia de todos los dirigentes de la Unidad Popular y el gobierno. Eran conocidos estos militares por sus inclinaciones democráticas, de defensa de la institucionalidad.

Pasado el mediodía del 10 de septiembre nos subimos en Santiago a la camioneta de INDAP. Iban Manuel, el chofer, y Adrián, directivo nacional de INDAP, quienes se dirigían a la ciudad de Concepción en sus tareas habituales. Yo me había conseguido que nos llevaran a dos compañeros y a mí hasta la ciudad de Chillán. Había estado en una reunión con la dirección del Partido MAPU, de análisis y proyecciones de la situación política.

Aunque sin grandes novedades el análisis constataba la profunda crisis nacional que se atravesaba, se manifestaba preocupación por las asonadas derechistas en el parlamento y en las calles, pero se confiaba, a pesar de reconocer serias tensiones internas, en la neutralidad de las Fuerzas Armadas. A esa fecha, a mis 22 años, había congelado mis estudios universitarios y ejercía como secretario Regional del Partido de la zona, e iba con Danilo y Fabián, muralistas que me ayudarían a formar la Brigada de propaganda regional. Llevamos banderas, varios sacos de pinturas, decenas de brochas, papelógrafos y otros materiales para realizar la instrucción, que 15 jóvenes sureños esperaban con ansiedad y compromiso.

Millones de jóvenes de todos los sectores sociales habían abrazado la causa transformadora del Presidente Salvador Allende. El futuro nos pertenecía y vivíamos esos tiempos en que era preciso dejar atrás la vida vivida y jugársela por el nuevo porvenir. Era turbulenta la lucha por la libertad y la justicia social, enfrentaríamos desconocidos desafíos, pero en plena confianza que la victoria sería del pueblo y las grandes mayorías que, por fin, entrarían en la historia y escribirían el futuro.

La dirección del Partido me pidió que pasáramos a ver a un exdirigente nacional que estaba convaleciente de una seria enfermedad, Juan Esteban, en Linares al interior hacia la cordillera. Llegamos a las 19 horas, nos recibió con gran alegría y nos conminó a que nos quedáramos a alojar. Era una cómoda antigua casa patronal, que ahora servía de casa de reposo. Sólo estaban Juan Esteban, su pareja, una cocinera y su marido el mayordomo. La cena fue sencilla, un poco de vino y mucha conversación. Juan Esteban insistía con vehemencia que estábamos ad portas de un golpe y el resto le explicábamos las resoluciones del Partido y de la Unidad Popular acerca de que la situación era grave, pero que no estaba fuera de control.

Nos levantamos al amanecer y partimos a nuestros destinos. En el camino de la casa hacia Linares, para luego bajar a Chillán y Concepción, nos encontramos a decenas de muchachas escolares que nos hicieron dedo, pudimos llevar a sólo dos que cabían en la camada de la camioneta junto a los materiales y los brigadistas. A poco andar en la radio Magallanes empezamos a escuchar a un estridente dirigente de la UP que acostumbraba descuerar a la derecha y los militares; para luego escuchar la voz del presidente Allende. Se dirigía al país en su famoso discurso del aquel aciago día. “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.

Detuvimos la camioneta, bajamos a las muchachas y botamos todo el material de propaganda, además de quemar todos los papeles y cosas que nos pudieran comprometer. Dejamos a los brigadistas en la estación del tren, Adrián, el directivo de INDAP se escabulló en una esquina y quedamos Manuel, el chofer, y yo pensando qué hacer. Le pedí que nos dirigiéramos de inmediato a Chillán. Me dijo que lo encontraba peligroso, pero accedió. “Tiene la camioneta y mi persona a su disposición, de esta nos libramos juntos, cuente conmigo”, me dijo. En la comisaría de la carretera nos detuvieron y requisaron la camioneta, estábamos perdidos.

Saqué ínfulas, pedí hablar con el teniente y le expliqué que era directivo de INDAP y requería con urgencia llegar a Concepción. Me señaló que no podía pasar sin salvoconducto, el cual se podía obtener en el regimiento. Tras lo cual me devolvió la camioneta y partimos con Manuel de regreso a Linares. Por cierto, no fuimos al regimiento, pero si a la Intendencia. Allí nos vimos con un dirigente comunista que conversaba en el pórtico con un capitán de Ejército. Este señaló que teníamos dos horas para escapar, que era el máximo de tiempo que el comandante del regimiento nos podía dar, dado que luego estaba obligado a comenzar la razia de todos los dirigentes de la Unidad Popular y el gobierno. Eran conocidos estos militares por sus inclinaciones democráticas, de defensa de la institucionalidad.

Partimos con Manuel a la casa de Jorge, el secretario regional del MAPU de Linares y su compañera Anita María. Todavía dormían, Jorge se alteró muchísimo y se fue, según dijo, a reunir antecedentes en la ciudad, que volvería en una hora. Nunca volvió. Se fugó por la precordillera hacia Santiago y de allí, después supe, que había partido al exilio. Con Anita y Manuel hicimos tres hogueras en unos tarros vacíos de aceite y quemamos todo el material comprometedor. Luego fuimos los tres a las casas de dirigentes regionales del PC y del PS, donde nos indicaron que no volviéramos, que todos estaban arrancando. Anita me llevó a una casa en la cual me podían refugiar sin correr peligro y le agradecí a Manuel, el chofer de INDAP, su valentía y compromiso de quedarse a mi lado, junto con pedirle que se devolviera a Santiago, a estar con su familia.

Diez días después tomé un tren para Santiago. Las dos hermosas hijas de la casa que me acogió me ayudaron. Una averiguó que cerca de las 5 de la tarde era la mejor hora para ir a pedir salvoconducto, había aglomeración y ya no tenían tiempo de chequear antecedentes. La otra conversó con un antiguo novio militar, jefe de los que entregaban salvoconductos, que confiaran porque era un cercano amigo de la familia.

El gobierno de Allende se desplomó en un día. Las noticias de la prensa y la información del Partido y de mis amistades era horrorosa. Cadáveres en el río Mapocho, miles de encarcelados, centenares ajusticiados, detenidos aún hoy desaparecidos, miles expulsados de sus trabajos, poblaciones, fábricas y universidades allanadas e intervenidas por los militares. Los partidos políticos disueltos y en desbande, sus dirigentes partían al exilio.

En Santiago me reuní con un compañero de la dirección del MAPU que me señaló que esperara instrucciones, porque había un gran desorden en las filas. En cuanto se levantaron algunas restricciones partí a Chillán en bus. Bajando de la micro para caminar a la casa en que vivía, un garaje en una población, un vecino me advirtió que la estaban vigilando, que el dueño de la casa estaba preso. Me fui a la casa de los hermanos Osorio, en la cercanía me encontré con Raúl que me dijo que su hermano Fernando estaba preso y que él esperaba que lo detuvieran también. Ambos eran dirigentes regionales del partido MAPU con los cuales trabajaba codo a codo. Había caído casi toda la dirección regional.

Seguí activo en el Partido y un día de octubre me reuní en Santiago con el secretario Regional de Concepción para analizar la situación regional y los pasos a seguir. La casa que el Partido me había asignado para ello no nos quiso recibir. Aproveché de ir a visitar a mi madre, no veía a mi familia desde el golpe de Estado, aunque ellos y yo sabíamos que nada nos había pasado. Hice la reunión en la pieza del fondo y me quedé a almorzar. Una tía muy cercana llegó a verme. Conversamos y nos abrazamos con ellas y mi hermano Gabriel, de 12 años.

Mi madre me pidió que descansara y tomara una siesta antes de irme. Me recosté en el sofá hasta que de pronto fui sorprendido por varios hombres fuertemente armados que me tomaron en vilo y me llevaron prisionero al cuartel de Investigaciones. Luego de una devastadora noche me trasladaron esposado, en tren, hacia Chillán. En la estación había un vendedor que exponía libros en el suelo. Le dije a mis captores que esto iba para largo, que quizás no volviera, que compraría un libro. Me acerqué al vendedor y éste al ver mi situación me regaló dos libros: “Fin de mundo”, de Pablo Neruda y “Los días mejores”, de John Dos Passos.

*Fragmento del libro aún inédito “A este lado del río”.

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