Avisos Legales
Nacional

El precio de los limones

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 22.04.2013

por Juan Domingo Urbano

Me gustan las ferias libres. Entre otras cosas, porque no apuestan a ese jueguito de los decimales. Allí nada cuesta $ 599. Eso queda para los almacenes, las multitiendas, en algún sentido, también para las bencineras. Todo lo que no nos gusta y que nos imponen sus terribles: A SOLO $9.999. ¡Mejor volvamos a los 50 centavos! Con esto del “9” se guardan el peso, lo pasan como donación y saben evadir impuestos, a expensas de las fundaciones de beneficencia. Llega a ser irrisorio cuando algunos supermercados declaran la cifra que han entregado ese mes, gracias a nuestros pesos: $181.223.- Según una encuesta del 2011, el 84% de los clientes dona las monedas del vuelto, que asciende a $2.500 pesos, promedio por persona en el curso de un año. Si solo multiplicáramos las más de 40 cajas de cualquier hipermercado, contando cuántas personas delante y después de nosotros pasan durante el tiempo promedio en una caja –15 a 20 minutos en horario peak– podríamos saber cuánto en verdad recaudan, al decir popular, cortando la colita de nuestros vueltos. ¿A qué viene todo esto? En las ferias el precio se redondea, te dan con yapa, aunque también pueden robarte algunos gramos, pero no pasa de cuatro papas o un puñado de porotos verdes. Casi nada. Para los adictos a la feria, eso pasa a un segundo plano. Es parte del juego. Uno destaca esa otra dimensión de los brazos del libre mercado, que acá impone su calidad, frescura y atención –son contados los caseros amargados– y la noción, siempre alentadora, de un precio mucho más cercano al ciudadano medio. Así, en sistemas de mercados menos formales, se habla del precio o comercio justo, tan en boga en manos de ONG’s o agrupaciones de agricultores, artesanos, indígenas, que defienden el fair-trade, que ya en el siglo XIX era pregonado por el anarco-mutualista Josiah Warren. Y que hoy muchas cooperativas autogestionadas, han sabido sortear con propios cultivos y manufacturas, para dar salida a la demanda con que arrancan todas las revoluciones: cómo llenar el estómago. Igual prefería que volviéramos al trueque. Según el poeta sevillano Antonio Machado, “es de necios confundir valor y precio”. No es lo mismo, sin duda. Más cuando “del productor a su mesa” es un eslogan sumamente aplicable a estos mercadillos, acaso porque definen la posibilidad de que lo comes, haya sido extraído, sino por quien lo vende, al menos por alguien al menos conocido de quien te pesa las paltas, las uvas o corta los choclos. Hablo desde el testimonio, me ocurre esto con la casera que nos vende los tomates, ya que su familia, al decir antiguo, tiene varias acres de tierra en Pirque, allá por donde acaba la ciudad, y que es desde donde trae ese sanguíneo y jugoso fruto azteca, con verdadero olor a huerta. El mundo como supermercado En el conocido libro de Houellebecq, El mundo como supermercado, este afirma que “el verdadero paraíso moderno es el supermercado: la lucha de clases se acaba en sus puertas”. Nadie se ha salvado de esa trampa. Porque el supermercado es el lugar de excelencia para todos y con todo. Pues si algo no está en sus pasillos y góndolas es como si no existiera. (Mentira: porque estará en la vega, en el mercado, en el persa.) Los pasajes del placer moderno encubren, sobre todo, la posibilidad de comprar satisfacción, esa burbuja del deseo cumplido, satisfecho con la ineludible culpa –pan para hoy hambre para mañana– de pagar con el sudor de su frente, el avance en efectivo que nos hace retroceder, cada mes. Cadena de promesas que también toca a los proveedores: tomemos el caso de un monoagricultor o PYME con sus champiñones, lechugas hidropónicas o miel, que reciben cheques emitidos a 60, 90 y hasta 120 días, para sustentar las supuestas ofertas de la semana. NO COMPREN VERDURAS EN LOS SUPERMERCADOS. Ese es el precio más injusto. Dan ganan de correr a palos a estos mercaderes y su templo, parafraseando el episodio bíblico. Hagan lo que dicen los fariseos, pero no sigan sus pasos… Pedaleando a la vega Adquirimos como un afán de acumulación no de utilización práctica. ¿Cuánto de democrático tiene todo esto? Nada. Y la pregunta –aunque no lo queramos– se responde con otra pregunta: ¿cuánto de lo que compramos corresponde a bienes para cubrir necesidades básicas y no sólo a bienes de consumo? Cuestionar porqué pensamos que lo que necesitamos debería venir etiquetado, obedecer a una tendencia o hallarse envasado en un pasillo, es parte de los voladores de luces con que nos encandilan. Confirmando lo descrito desde la antropología, al fundamentar que nuestra construcción fisiológica es la de mamíferos bípedos, nómades y recolectores, más que la de sujetos sedentarios o estáticos, haciéndonos pensar que no nos vendría nada de mal salir un poco y recorrer. Otra vez el paseante, el ocio, las divagaciones. Dedicarnos un fin de semana a buscar en ferias o mercados persas, lo mismo que la economía de lo bello nos impone como limpio, útil y necesario en los centros comerciales. Saber en qué día se instala la feria en nuestro barrio, en la comuna más cercana o cruzar la ciudad hasta la vega o el matadero, es una tarea urgente. Solo así encarnaremos, la visión más literal del “libre mercado”: cuando compramos lo que queremos, porque lo necesitamos, y no porque está en oferta, y el verso machadiano, es claro: el valor nada tiene que ver con el precio. El crujir de las manzanas Aunque en las ferias no todo es miel sobre hojuelas. Estas tienen sus propias regulaciones: la sequía, las heladas, los paros portuarios, inundaciones, Semana Santa, fiestas patrias. No hay rincón de una feria donde el limón esté barato, algún fin de marzo. O las cebollas, nada menos que en los cielos, para septiembre. Ya semanas antes la alerta se hace escuchar, vitoreando, aproveche casera y lleven ahora que van a subir los limones… Me pregunto cada año, qué relación tiene el precio de los limones con el feriado religioso, y la única respuesta es que entonces se comen mariscos y pescados. ¡Pero si es solo es un aderezo! ¿O es que la moda peruana del ceviche llegó-para-quedarse y ahora la cebolla morada la picamos finita y nadamos en jugo de limón o pisco sour? ¡Qué más quisiera yo! Pero no es así. Es eso de declarar y asumir verdades donde se fundan las mentiras, a su propia escala, de economías que penden de un gancho, están dispuestas en filas o apilados como rumas sobre sacos paperos. Para ser justos con lo que nos toca, la foto que acompaña esta crónica, exhibe el precio de los limones a $1200, dos semanas después ya los encontramos a la mitad. No tengo registro de esto. Tal vez ahí se defina el verdadero destino de nuestros pesos, en esa noción de precio justo, en seguir resistiéndonos al débito, al meter y sacar la tarjeta; es llevar bolsas con monedas, billetes amarrados con elásticos o en el bolsillo-perro, mientras arrastramos el carrito. Porque, todo a la larga, todo se reduce a lo mismo, y es mejor estar preparados, como en poema oriental y que el tiempo diga sus palabras: “El crujir de una manzana verde al mascarla es un recuerdo de todo lo que se quiebra: Una rama Una concha Una hoja Otra manzana cayendo desde un árbol en mi huerto Vida que nace o se apaga con un juntar de dientes”.

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