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La sombra risueña de Ruiz: El espíritu de la escalera

Por: Fernando Pérez | Publicado: 18.05.2016
Como para Juan Luis Martínez y David Bowie, en Ruiz la propia muerte fue un dato más que incorporar a una obra en proceso, y su propio fallecimiento una oportunidad de explorar los problemas a los que había dedicado su vida completa.

En el cuento “La noche de enfrente”, de Hernán del Solar, la muerte es una noche “extensa, inacabable, sin muros ni relojes”, por la que deambulan personajes solitarios ansiosos por contar historias, por comunicarse con los vivos, de los que los separa una barrera tenue pero insalvable excepto a través de signos como golpes en la mesa de una sesión de espiritismo o, a veces, un beso depositado sobre unos labios sobresaltados por la sensación desconocida. Los fantasmas de Hernán del Solar no tienen nada de siniestros: son más bien traviesos, impetuosos, malhumorados por momentos, y a veces algo infantiles. No han accedido a ninguna suerte de conocimiento trascendente en otro mundo superior a éste, sino a un lado de fuera de este mundo por el que deambulan sin tener nada que hacer. Este cuento, entremezclado con otros del volumen del que forma parte, sirvió de punto de partida para la última película de Raúl Ruiz, que comparte su título, y que como siempre en sus adaptaciones literarias combina los elementos que lo seducen en el libro original con fábulas de invención propia.

Ruiz se había ocupado de la muerte y los fantasmas desde muy temprano en su obra (al menos a partir de Las tres coronas del marinero), y se podría incluso decir que todo su pensamiento sobre cine parte de la idea de que lo que se proyecta en la pantalla son fantasmas, seres inmateriales que forman parte de un mundo paralelo que se intersecta con el nuestro pero continúa viviendo sin que lo veamos cuando salimos de la sala de cine, imágenes que sobreviven a los objetos y seres que las originaron. Para él dirigir cine era un acto político, estético y ético, pero también mágico, un juego en el que lo que se juega es siempre la vida, un juego en el que se trabaja “codo a codo con la muerte”. La muerte aparecía en sus películas por momentos como una danza macabra y sangrienta, como un amontonamiento chocante de cadáveres y despojos humanos, pero que de tan exagerado se volvía cómico, chistoso, chacotero. La obra tardía de Ruiz acrecentó su diálogo con los fantasmas y con la muerte, que aparecen de manera protagónica en La recta provincia, La mansión Nucingen, su adaptación de Hamlet Amledi el tonto, y su novela póstuma del 2012, El espíritu de la escalera (Ediciones UDP, 2016), recién publicada en castellano.

Como en los casos de Juan Luis Martínez y de David Bowie, para Ruiz la propia muerte funcionó como un elemento más que incorporar a una obra en proceso, su propio deceso fue una oportunidad más de explorar los problemas a los que había dedicado su vida completa. No creía, que yo sepa, en la vida después de la muerte, y sin embargo le fascinaban las historias de fantasmas, tal vez precisamente porque no hablan de otro mundo sino de presencias sutiles que se nos aparecen en éste y nos sugieren que hay en él mucho más de lo que vemos a simple vista. De eso trata, en cierto modo, esta novela. Se trata de un libro escrito por encargo para la colección “Alterego” de la editorial Fayard, que le propuso a Ruiz que inventara la autobiografía de alguien que no fuera él mismo. Ruiz imagina un personaje fascinante, un fantasma mentiroso que cuando un grupo de espiritistas lo conmina a relatar su vida inventa toda suerte de fábulas inverosímiles entremezcladas con verdades, y que se ofende cuando sus interlocutores dudan de su existencia.

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Este personaje habría formado parte del círculo del poeta romántico Gérard de Nerval, que es evocado tangencialmente en la novela, pero sin poner demasiado cuidado en la reconstrucción de una atmósfera histórica específica. Los espiritistas que lo invocan, y a los que les relata su historia, parecen estar reunidos a inicios del siglo XX. Pero todo esto se complica con el hecho de que, como subraya repetidamente el narrador difunto, en la muerte no hay ya tiempo, no es posible distinguir entre pasado, presente y futuro, y por tanto no es posible contar coherentemente la historia de una vida. No hay tampoco una distinción clara entre los hechos como sucedieron y las fantasías, bromas o delirios del narrador, que vistos desde “el otro lado” son equivalentes. El fantasma, que se presenta como Karl August Flanders, de nacionalidad belga, nacido el 18 de septiembre de 1810 (coincidencia cuya gracia probablemente se le escape a un lector francés), pertenece a la sociedad de los “agatopedas”, una cofradía aparentemente dotada de existencia histórica, integrada por destacados eruditos que se dedicaban a los placeres de la gastronomía y a la invención de elaboradas bromas y mistificaciones.

La obra está escrita en una prosa relativamente simple, de frases breves y directas que contrastan con el muchas veces recargado estilo visual de Ruiz como director. Es interesante también que no se trate de una obra particularmente visual o descriptiva, de una novela “de cineasta” (aunque sí tiene una estructura en escenas, fuertemente apoyada en diálogos, que recuerda en algo a un guión o una obra de teatro). A diferencia de sus películas, en las que no nos deja nunca olvidar que está filmando al inventar encuadres, iluminaciones, ángulos o movimientos de cámara inusuales, aquí Ruiz deja correr la pluma al vuelo del placer de contar, de inventar, ya sea los recuerdos de veracidad siempre dudosa del fantasma de Flanders, ya sea sus conversaciones con la médium en la que se introduce para dialogar con sus interlocutores (y a través de la cual puede disfrutar los deleites de la mesa y, curiosamente, del amor carnal) y con un mendigo que le confiere el apodo “el espíritu de la escalera”, porque se lo encuentra literalmente en ese lugar. La expresión que da título al libro, aparentemente original de Diderot, tiene en francés el sentido de una réplica ingeniosa encontrada demasiado tarde (cuando vamos ya bajando la escalera al salir de un salón en el que no fuimos capaces de responder de manera ágil e inteligente a la frase de otro). Valéry llegó a postular, como recuerda Vila Matas, que toda la literatura no es sino una venganza del espíritu de la escalera, toda escritura una formulación que llega demasiado tarde. Pero no hay nada en estas páginas de Ruiz de vengativo, ni de rencoroso o amargo. Nos encontramos en él a un escritor de una vitalidad envidiable, de una agilidad que parece siempre llevarnos la delantera, y de una invención constante que se rehúsa a la solemnidad, a las pretensiones de profundidad o el pathos, y opta en cambio por el juego, la sonrisa, y los placeres de la paradoja. Su persistencia entre nosotros como autor de estas páginas parece darle la razón al Ruiz que se negaba a considerar la muerte como algo más que “un método de trabajo”. La sombra de Ruiz sigue dando que hablar, y seguramente nos seguirá haciendo sonreír perplejos cada vez que la invoquemos.

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