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Opinión

Los héroes derrotados, primera parte (Una historia de transformación social)

Por: Rodrigo Pascal | Publicado: 27.07.2016
Los héroes derrotados, primera parte (Una historia de transformación social) marcha pascal |
Texto memoria de Rodrigo Pascal que aporta al positivo debate sobre la historia política-comunitaria de la lucha de Personas Viviendo con VIH/SIDA en Chile, publicado en “Sida en Chile. Historias Fragmentadas” de los periodistas Amelia Donoso y Víctor Hugo Robles, editado por Fundación Savia y Siempreviva Ediciones.

Si se quiere dar cuenta de la Historia del Movimiento de Personas Viviendo con VIH/SIDA en un contexto global o a nivel más local, como es en este caso, la historia de VIVO POSITIVO, no se puede dejar de mencionar que esta historia, sus triunfos, sus derrotas, avances, retrocesos, cambios e innovaciones, ha sido construida sobre la base de historias de vida truncadas, héroes derrotados que han perdido no solo la batalla coyuntural en que se encontraban, sino además, han perdido la vida, les ha sido arrebatada, la han perdido en medio de la arena del circo contemporáneo del desarrollo, de la globalización, de nuestra modernidad.

Con estrépitos de músicas vengo,
con cornetas y tambores.
Mis marchas no suenan solo para los victoriosos,
sino para los derrotados y los muertos también.
Todos dicen: Es glorioso ganar una batalla.
Pues yo digo que es tan glorioso perderla.
Las batallas se pierden con el mismo espíritu que se ganan!
¡Hurra por los muertos!
Dejadme soplar en las trompas, recio y alegre, por ellos
Hurra por los que cayeron,
por los barcos que se hundieron en la mar,y por los que perecieron ahogados!
¡Hurra por los generales que perdieron el combate
y por todos los héroes vencidos!
Los infinitos héroes desconocidos
valen tanto como los héroes más grandes de la Historia.

-Walt Whitman

Para hablar del Movimiento de las Personas Viviendo con VIH, dar cuenta y honrar a “los héroes derrotados”, el poema de Whitman nos permite ubicar a cada una de estas personas en el terreno de la épica universal, dar el salto necesario que nos permite acercarnos a la comprensión de la dimensión de las transformaciones sociales, políticas y humanas de las cuales ellos y ellas han sido parte sustancial. Muchos y muchas de ellos y ellas han quedado en el anonimato para la historia, vidas ordinarias muchas y todas vidas enteras, laboriosas como bordado antiguo e intrincadas como filigrana, llenas de detalles y vivencias.

Sin embargo, muchas de estas vidas han partido con la victoria más honrosa de la cual pocos y pocas se pueden vanagloriar, “la recuperación de la propia dignidad”, junto con haber aportado con un peldaño para la dignidad de otros y otras. Están también los y las no tan desconocidos; estos héroes todos y todas, derrotados, muertos en el camino, han pasado a constituirse en íconos, ya sea para el movimiento en sí mismo, como también para las vidas personales de quienes hemos tenido el privilegio de sobrevivir. Sobrevivir a lo largo de los años al genocidio por desidia, por políticas discriminadoras, por la negación. Al genocidio de las inequidades que se hacen carne desgarrada en la historia contemporánea cuando miramos los acontecimientos en torno al SIDA, la pandemia del siglo XXI.

En torno al SIDA, el poder y también gran parte de nuestra sociedad se ha manifestado con lo peor de sí misma, más aún, siendo el SIDA el ojo del huracán donde se manifiesta y convergen todos y de la peor forma los males sociales de nuestros tiempos, la inequidad, la discriminación, la estigmatización, esa larga lista de enfermedades sociales que el poder alimenta y nuestra sociedad consume, con la misma voracidad de Saturno devorando a sus hijos, así brutal y oscuro, como es representado en aquel cuadro de Goya que se encuentra en el Museo del Prado en Madrid.

Estos héroes derrotados, caídos en el campo de batalla, constituyen la fuerza, se hacen carne de nuestra razón. Estos héroes derrotados vigorizan a partir del dolor de la partida nuestra lucha, agudizan nuestro pensar levantando la ira indomable de aquel que ya nada tiene que perder. A ellos y ellas, a los Luises, Ernestos, las Helenas y Gladys del SIDA quisiera dedicar este modesto esfuerzo de reconstruir esta historia local, desde mi visión que, basada en la identidad, las comunicaciones y las alianzas contribuyen a hacer de esta sociedad

Capítulo 1: “Los ojos de Víctor” (La inspiración)

Ya tenía tomada la decisión; me trasladaría de mi loft en Ludow Street de Manhattan a Santiago de Chile, sin ninguna dirección particular o definida. Habría que buscar en donde vivir; una pieza en alguna pensión sería el punto de partida, mi hermano me había dado algunos datos. Las razones de mi vuelta a Chile eran tantas, la más importante estar cerca de mis hijos nuevamente, con la esperanza de recuperar algo de esos casi ocho años de ausencia, aunque estaba cierto de que el tiempo pasado se había marchado dejando solo huellas, invisibles para mí, de todos aquellos momentos en donde habría podido estar y no estuve. La niñez se les había ido fuera del alcance de mis ojos, solo quedaban resabios en sus miradas y sus abrazos tiernos que tuvieron la generosidad de conservar. Miradas que me preguntaban ¿por qué? Y al mismo tiempo se prolongaban con tristeza como queriendo retener la imagen en un tiempo suspendido de dolor y diciendo “no te vayas de nuevo”. La resignación de un niño frente a los hechos que no pueden evitar es desgarradora.

Había también otras razones; de tanto escuchar a amistades que visitaban la gran manzana y de paso a mí, hablando de los gays, de cómo se tejían a través de los murmullos redes invisibles para identificar quiénes eran gays y quiénes tenían el SIDA –“al parecer este le dijo a la otra que aquel estaba enfermo y se había acostado con el amigo de aquella, ay es terrible”– hacía crecer en mí el deseo de llegar y ver qué tanto había de verdad acerca de esos ojos escrutinadores y lenguas mordaces que acusaban silenciosa y devastadoramente, barnizadas esas voces con la hipocresía endémica de nuestra sociedad pueblerina. Se agrandaba en mí el deseo de golpear la mesa, el deseo de gritar -y qué tanto-, el deseo de describir el dolor que se puede sentir con esa mirada de reojo, ese murmullo silencioso que te aparta de todo y de todos, esas miradas que fueron parte de mi niñez y adolescencia, marcando mi vida para siempre, la sola idea de esos ojos y lenguas silenciosas hacían pasar frente a mí, años y tiempos de alguna manera ya olvidados.

Ya había tenido una neumonía, habiendo pasado como quince días en el hospital a finales de 1995, hacía tiempo que no tenía certeza de estar o no acompañado del virus. En marzo de 1996 llegaba a una pensión en Manuel Montt a cuadras de Providencia, aún en la incertidumbre de mi situación de salud, en septiembre el dolor físico brotó a borbotones, constante y acucioso, era un herpes zoster en mi rostro. No pasó por mi mente cubrir mi rostro deformado o encubrir de alguna manera lo que parecía evidente y también inevitable. Tantos años de silencio amordazado y dolor cubierto de una sonrisa amorosa, ya no me permitían ver ningún beneficio en la complacencia, por el contrario, se agrandaba un irrefrenable deseo de provocar.

En diciembre de ese mismo año la sentencia caía en mis manos, pero ya había perdido su peso, el filo de esa guillotina se había desgastado, no vi la muerte, mis manos no sangraron, mi espíritu estaba en paz con su destino. Mi hijo mayor y mi hermano me acompañaban, solo salió de mi boca “no quiero llantos ni drama, aquí no va a pasar nada”, al mismo tiempo que veía a través del espejo retrovisor aflorar las lágrimas en los ojos de mi hijo, estiré mi mano hacia atrás en búsqueda de la suya y la encontré, suave, amorosa, incondicional. Todo tan rápido y a la vez eterno, simultáneamente encontrándome con los ojos atónitos de mi hermano, mientras les daba la noticia. Un hombre práctico y resuelto a la verdad terminó ahí mismo de apoderarse de mí, mientras le indicaba a mi hermano dónde dejaríamos a mi hijo y en dónde dejarme para ir a comunicarle a mi padre de mi condición. Así pasó una primera semana donde uno por uno fui hablando con mi familia. Mi hijo menor de apenas 10 años preguntaba “¿te vas a morir al tiro?”, acompañado del silencio profundo de mi hija; las palabras no dichas permanecen fijadas en la memoria, con rostro y el zumbido de los latidos del corazón aumentando sus pulsaciones a la par con cada segundo que pasa. Respondía con palabras tranquilizadoras que emanaban de mi boca, “estoy aquí y nada me va a pasar, no se preocupen”. Años después, mi hijo menor me decía “en esos momentos sentía que me abandonabas de nuevo”. En tanto, me había trasladado de la pensión a un departamento y del departamento en Guardia Vieja a mi casa propia en la Florida.

Había averiguado rápidamente mis posibilidades de atención médica en el sistema público de salud; opté por el hospital que correspondía a mi comuna, a partir de las recomendaciones de una prima médica, relacionadas al doctor a cargo del tema en ese hospital. Aún en diciembre, y ya estaba en mi primera consulta en el Hospital Sótero del Río. Yo estaba entero, conforme, sin miedo, con rabia de no haber sabido antes para haber hecho ciertas cosas de forma distinta, pero al fin y al cabo me encontraba tranquilo, una seguridad difícil de describir me inundaba. Escuchaba con atención al médico, ya había hecho contactos telefónicos con amigos de Nueva York que trabajaban como activistas en VIH/SIDA y eran expertos en los temas de tratamientos, tenía claras mis posibles alternativas de tratamiento. Se abría la conversación con el médico respecto de los tratamientos, nada nuevo bajo el sol para mí, el tema era ¿cómo conseguiría mis tratamientos? No puse mucho interés en esa parte de la conversación, sentía que aún tenía mucho tiempo para resolver aquello. Sin embargo, el médico capturó mi atención al hablarme de un grupo de pacientes que se reunía todas las semanas en el hospital, me decía que fuera a visitarles, que viera en qué podía ayudar, que tenían muy pocos recursos, que eran buenas personas, que él podía hacer poco pues no tenía suficientes medicamentos para todos ellos. Leí un poco de angustia o al menos preocupación en sus palabras, algo de resignación y una cierta desesperanza. Recordé en ese momento una experiencia que había tenido hacía veinte años, cuando trabajé como voluntario en el Centro de Esperanza Nuestra (un centro para discapacitados en Maipú), la cual está en mi memoria con mucho afecto. Pregunté cuándo y dónde se reunían. Se reunían ese mismo día un par de horas más tarde, en otro edificio, el de la entrada, en el primer piso, que averiguara con la enfermera el lugar preciso.

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Dos o tres horas más tarde, entraba en una sala donde había varias mesas grandes y sillas, una enfermera en la puerta y un par de mujeres de apariencia más o menos de mi edad sentadas en las sillas (después supe que eran al menos 10 años más jóvenes que yo). La sala era de un color impreciso, claro, grisáceo, el olor a hospital (que siempre he odiado y me ha dado susto) era menos fuerte que en el resto de las dependencias por las cuales ya había pasado en esas horas. Había unos ventanales grandes tapados por unas cortinas, que algún día habían sido blancas y ahora eran color hospital. Me identifiqué con la enfermera y ella me dijo que sí, que ahí se reunirían en un rato los “portadores”. Ya eran varias veces que escuchaba esa palabra, empezaba a molestarme profundamente cada vez que la oía repetirse. Miré a los ojos a las mujeres sentadas y agaché la cabeza sonriendo en señal de saludo. Eran humildes, sus ropas comunes, hacía calor, sus rostros estaban marcados por el dolor, se veían cansadas, algo demacradas; esbozaron una sonrisa perdida, sin asunto. Mi apariencia fue recorrida por sus miradas sin detenerse hasta que se encontraron nuevamente sus ojos y siguieron en su cuchicheo. Retrocedí del umbral de la puerta, vuelvo luego dije, caminé por los pasillos del primer piso del CDT (Centro de Diagnóstico y Tratamiento), intentando fijar en mi memoria el recorrido, los pasillos, las puertas de entrada y salida, mirando el pulular de la gente, que era menos intenso que hace un rato. Se respiraba miseria, a pesar de que el hospital en ese sector estuviese bien mantenido. ¿Qué hago aquí?, me preguntaba, sin embargo, mi curiosidad era mayor que mis dudas.

Al volver de mi paseo por los pasillos de la espera, de la paciencia y la resignación, me sentía aún más incómodo. La enfermedad, cualquiera que sea nos reduce, nos hace sentirnos impotentes, nos recuerda lo insignificantes que somos. Todos esos rostros de los pasillos se hicieron uno solo gritando miseria y dolor humano. Al llegar al umbral de la puerta de la sala, se encontraba un par de personas conversando entre ellas, pedí permiso para entrar y vi cómo movían mesas y sillas, disponiendo un orden en donde unos pocos se encontraban de un lado de la mesa (tres o cuatro) y el resto, en mayoría, del otro lado, un orden clásico de aula; escuchantes y escuchados. El grupo era diverso, hombres, mujeres, jóvenes algunos y otros de más edad. Los rostros se iban diferenciando lentamente, me senté como en tercera fila pegado a la pared (siempre he buscado sentarme en los lugares públicos o semi públicos, en algún lugar donde pueda ver a la mayor cantidad de gente o en algún lugar que me permita salir lo más rápido e inadvertidamente posible).

La reunión comenzaba, se pedía orden y silencio, éramos como quince personas, tomaba la palabra desde el otro lado de la mesa un hombre cercano a mi edad (sentado en medio de otros dos) con una cruz muy grande y visible colgada del cuello, por sobre su suéter y con la chaqueta abierta. No alcanzó a decir más que dos o tres palabras y la puerta se abrió, entraron dos personas con bebidas y unos sándwiches que fueron a poner al final de la sala sobre una mesa pegada a la muralla. Les seguía una mujer morena, de pelo corto, rasgos algo masculinos o al menos duros, con un paso firme, vestida con delantal blanco. La enfermera con voz mandante y sonrisa dispuesta, felicitó el incremento de audiencia en la sala, dijo “antes de nada preséntense, porque hay gente nueva, no se olviden de hablar de la elección de directiva que ya están fuera de plazo con la Muni chiquillos, ¡ha! hola José” dirigiendo su mirada hacia los tres que se encontraban detrás de la mesa.

El hombre de la cruz grande colgada al cuello, dio una mirada hacia la enfermera y sonriendo la saludó de vuelta, pidiéndonos a todos que nos presentáramos, diciendo que él partiría. Con voz suave terminando las frases en un tono más agudo, que daba color a la monotonía de su hablar, partió diciendo que era portador del SIDA y en breves instantes nos dio un recorrido por su vida y su cercanía con Dios, habló de su pareja Julio que nos acompañaba en la sala. Sentí la culpa y la resignación a designios superiores en su hablar, junto con una cierta paz y bienestar del que sabe de qué habla. Me inspiró respeto y admiración a pesar de la culpa y resignación velada o explícita en sus palabras.

Comenzaban dos procesos que me han acompañado a lo largo de mis años de trabajo en VIH/SIDA, la diferenciación e integración en el mundo de los que en un futuro muy cercano llamaría “mis pares”. Jamás en la historia de mi vida me había sentido perteneciente a un grupo, ni social, ni político o de cualquier otra índole, siempre había vagado errante por los márgenes y huellas que limitaban la pertenencia. Siempre había añorado ser parte de un grupo humano o equipo, aunque fuera de fútbol (el deporte que menos aprecio), pero pertenecer… pertenecer, tener una identidad que fuera parte de una identidad colectiva, ser parte del somos. O por ser demasiado de aquí o de allá, por venir de un grupo social tal o cual, no sentía cabida en aquello o lo otro, por demasiado sensible o demasiado duro nunca fui de ellos o de los otros. Deambulé por más de cuarenta años sin sentirme perteneciente a nada y las reminiscencias de la culpa en esa voz monótona, empezaban a arraigarme una identidad que no había sentido antes, yo no soy culpable, no tengo por qué sentirme culpable de quien soy, ni donde me encuentro en mi vida. Esa voz monótona empezaba a abrirme una puerta que desconocía. Me diferenciaba de ese tono monótono, sin embargo, empezaba a sentirme parte de ese tono más agudo que finalizaba sus frases.

Esa diferenciación más adelante sería parte esencial y constituyente de la construcción de un discurso que eliminara toda culpa, no de mí, sino de quienes vivíamos con VIH/SIDA y así empezaba a tomar cuerpo la integración a un grupo humano, esa identidad colectiva que se despojaría de la culpa iría abriendo paso a la fuerza de un discurso, abrazando la responsabilidad de su futuro, de su presente y pasado. Identidad colectiva de ser lo que somos y ser respetados por ello.

Las presentaciones de cada uno fueron dando paso a distintas emociones, las cuales en su mayoría estaban ligadas al dolor, la desesperanza, el sufrimiento, la marginalidad, el desprecio, la resignación, la miseria, un hoyo oscuro que iba lentamente consumiendo cada una de esas vidas en esa sala con cortinas color hospital, me preguntaba ¿en cuántas más?

Así fue como, de repente, se escuchó la voz de un hombre joven, una voz entrecortada, a veces casi inaudible y otras tan fuertes, que desentonaba con el aire languidecido y ceremonial de esa pequeña sala de hospital público. Escuché con atención el timbre doloroso de esas palabras que parecían contener más dolor y más desprecio por todo que las voces anteriores, pero menos resignación. Busqué el rostro de quien hablaba en la sala, parecía estar en primera fila, casi al otro extremo. Miraba para adelante y se disculpaba pues tenía un fuerte dolor de muelas. Tendría que salir luego de la sala dado que lo atenderían en cualquier momento. Giraba lentamente su rostro hacia quienes estábamos atrás en la sala, se sostenía la cara con una mano y hablaba de sus hijos, de su ex mujer. De que creía que iba a morir luego, que se le habían acabado los medicamentos que le entregaban en el hospital, de que quería ver a sus hijos crecer y me encontré con sus ojos, sus ojos brillosos llenos de lágrimas; la desolación y el desamparo, un abismo que crecía al escuchar su voz y al ver su rostro: yo caía inevitablemente al encontrarme con su mirada.

La desolación y el desamparo; un paraje que no tiene límites de donde asirse, un remolino que succiona hacia una oscuridad tan profunda y a velocidad creciente, que asfixia. La desolación y el desamparo, una emoción que yo desconocía y con la cual habría de relacionarme, jamás más allá de la posición de un espectador, conmocionado o no, pero solo espectador de esa emoción; esta realidad levantó en mí una ira tan inmensa como la claridad con que los privilegios por venir de donde vengo socialmente constituían una muralla casi infranqueable para protegerme, de la desolación y el desamparo. Se agolparon uno a uno, en una guerra sin cuartel por hacerse visibles por aquella estrecha puerta de la conciencia que me abrían los ojos de Víctor, casi como una iluminación. Sí, se hacían visibles todas las inequidades e injusticias, abusos y atropellos, atentados contra la dignidad de un ser humano, de los cuales algunos, muy pocos podíamos estar protegidos. Protegidos pues de alguna manera podíamos conseguir o tener los recursos económicos para comprar equidad, comprar justicia, comprar dignidad y por último comprar el derecho a la vida.

A través de los ojos de Víctor veía consumirse, junto con la de él, la vida del resto de las personas que se encontraban en aquella sala con cortinas de color hospital. Víctor salió por un rato de la sala para después volver con una mueca de alivio en su rostro un poco más inflamado. Le habían extirpado el dolor del momento, le habían sacado la muela, así no más. Sus ojos seguían siendo los mismos, los ojos de Víctor, yo me aferraba a la silla, como si eso evitara seguir cayendo en el abismo que habían abierto ante mí los ojos de Víctor. A partir de ese día seguí yendo todas las semanas a las reuniones de los portadores en el hospital Dr. Sótero del Río. Víctor hasta ahora sigue siendo un gran amigo.

Capítulo 2: “El parque del recuerdo” (contexto histórico)

A inicios de 1997, la Agrupación Por la Vida de amigos y familiares de Personas Viviendo con VIH/SIDA ya tenía su directorio legalizado a través de la Municipalidad de Puente Alto. Estábamos abiertamente reconocidos por el equipo tratante del hospital, incluso el médico a cargo del programa nos había facilitado un viejo computador, que más servía como máquina de escribir. Estábamos felices y excitados, avanzaban los trámites para la entrega de un espacio físico en el antiguo CDT, para nuestras reuniones. Me había hecho de amigos y amigas, compartíamos más allá de las reuniones, algunos encuentros más amplios al interior del hospital, con bebidas, sándwiches y más que nada risas, una alegría que se empezaba a sembrar producto de una creciente esperanza, esperanza a partir de pequeñas cosas como las nombradas.

Mi casa, al menos una vez al mes en los fines de semana era lugar de encuentro, de asados precarios en un patio polvoriento y amplio. Bajo la sombra de los nogales añosos o al interior del galpón sureño bailoteos que duraban hasta no muy tarde. Abrazos, risas, chistes acerca del “bicho” (el virus del VIH). No era fácil llegar a mi casa, los que teníamos auto hacíamos de colectivo, íbamos a buscar a la gente al 14 de Vicuña Mackenna, otros llegaban en micro y a pie. Era todo simple, sencillo, compartíamos nuestras historias de vida, algunas más azarosas que otras, algunas tristes y llenas de desolación, otras en las cuales el abandono estaba inscrito en ojos melancólicos. Todo se hacía con las cuotas mensuales, o hacíamos rifas y si faltaba, era del bolsillo de quienes pudiesen que salía algo de plata. Parejas gays, matrimonios, niños y niñas pequeñas corriendo por el patio, sentados en donde se pudiera, todo para mirarnos a los ojos y contarnos nuestras vidas y nuestros días, para encontrarnos y sentir que no estábamos solos, tantos abrazos al llegar, al final de una historia o por nada y al despedirse. Había que tocarse, sentirse con las miradas, con las manos, sentirse con los cuerpos que se estrechaban en hermandad cómplice, sentirse que éramos más que uno; inclinando la cabeza en el hombro de quien estuviese al lado mientras escuchábamos con atención una historia de amor trunca, visitada por la muerte o una afrenta saldada con el desaire de una mirada despechada, ácida e irónica. Cómplices, sí, cómplices del dolor, de la alegría, del secreto compartido por todos, cómplices en la fuerza que nos iba haciendo cada día más unidos de frente a los otros.

Cómplices en la preocupación por quien se deterioraba ante nuestra mirada. Cómplices en un dolor silencioso con la partida de alguno de los nuestros, cómplices en la espera del siguiente de turno que partiría inefablemente y podría ser cualquiera de nosotros. Cómplices en la mirada y la sonrisa que sigue al saberse los secretos; como un niño que al robar una bolita en el patio de la escuela es sorprendido por otro, mientras se la echa al bolsillo y sin señas, solo la mirada que con sorpresa invita al silencio mutuo.

Así pasaban los días y las semanas del verano de 1997 y del otoño de ese mismo año, entre nuestras casas y el hospital. Los que teníamos auto haciendo de ambulancia en La Pintana, pues las ambulancias de los consultorios no recogían a los portadores del SIDA. Así se iba lentamente conformando y fortaleciendo una red para apoyarnos en el dolor, en la alegría y la esperanza. Era la época del gobierno de Frei, sentíamos la frialdad de esa administración, los recursos destinados por el gobierno eran escuálidos, había poca sensibilidad, mucho miedo al SIDA y a aquellos que lo teníamos. Era verdad lo que en Nueva York había escuchado, ese murmullo sordo que pesquisaba y acusaba, que aislaba; había que romperlo y evidenciar una realidad sorda, muda, ciega para tantos y castigadora, alimentada por la ignorancia y los prejuicios.

A pesar de la constante comunicación con amigos activistas en USA, de Latinoamérica y me imagino que de otras latitudes por parte de distintos integrantes de las agrupaciones, era tan poco lo que sabía y sabíamos. En medio de una neblina difusa para muchos, caminábamos en alguna dirección más que nada por intuición. Recuerdo las palabras de Mark en una de esas conversaciones, “debemos ocupar el lugar en la sociedad que nos corresponde”, al menos yo no sabía cómo interpretar esas palabras racionalmente, tampoco sabíamos de organización social, todos veníamos de mundos tan distintos y diversos, lo único en común era el virus y un desenfrenado deseo de sobrevivir. Sin embargo, nos habíamos acercado a la Comisión Nacional del SIDA, entidad gubernamental que diseñaba e implementaba las políticas de salud pública en el tema. Estaba a cargo de Raquel Child, antigua amiga y vecina, largas conversaciones en sus oficinas para entender la estructura existente, preguntas para saber qué se hacía, quiénes lo hacían, qué se requiere para hacer más, de a poco con una hebra por aquí y otra por allá en medio de la niebla fue apareciendo el tejido existente del cual no éramos tan conscientes desde nuestras comunas del sur oriente de la capital. Y aparecía la Clínica la Familia, entidad religiosa dependiente de Caritas Chile; la Corporación Chilena de Prevención del SIDA, una organización no gubernamental de larga data que focalizaba su trabajo en los derechos de los gays; la Fundación Laura Rodríguez, con su banco de medicamentos; el CAPVIH, la única asociación dirigida por personas que vivían con el virus y su comedor solidario, que a diariamente daba como 20 almuerzos gratis y llevaba una voz cantante de los directamente afectados; la Red de Acción Comunitaria, que aunaba una decena de organizaciones que trabajaban en el tema.

En los años de Frei la palabra condón no era pronunciable, los gays eran lacra, el SIDA en nuestro país seguía siendo la peste de los maricas. Se había intentado hacer una ley de SIDA promovida por distintos parlamentarios de la Concertación, a la cabeza estaban Pollarolo, Saa y Walker entre otros, pero llevaba años dormida en los pasillos legislativos. La Comisión Nacional del SIDA había analizado la situación en conjunto con políticos progresistas y el escenario era peligroso, podría salir el tiro por la culata. Se podría terminar con una ley que hiciera más daño que beneficio público, los legisladores y la sociedad no estaban aún preparados para hablar de sexualidad, para asumir una moral práctica; las líneas conservadoras ideologizarían el proyecto, la moralina endémica que nos caracteriza para tapar nuestra propia humanidad y realidad se encargaba una vez más de echar tierra sobre un grupo humano, para que no se fuera a levantar lo que nos aqueja como sociedad, para no develar los vacíos existentes por vivir en la hipocresía, era el poder y su maleficencia por omisión a fin de cubrir sus propios vicios que actuaba implacable.

Los derechos humanos seguían en el inconsciente colectivo ligados a los derechos políticos, no había diferenciación ni mirada amplia respecto de ello. La dictadura pesaba, estaba inscrita y aquel proceso de transición se arrastraba como una letanía interminable, sujeta a conspicuos acuerdos y componendas. Cambiando aquí y allá sin que se notaran mucho los cambios en las inscripciones de las lápidas heredadas de esa dictadura, haciéndolos imperceptible en el parque del recuerdo, nuestro inconsciente colectivo estaba aún aferrado al cementerio construido. Todos aferrados, unos al poder que se perdía, otros a las ventajas del poder advenido y al dolor de nuestros muertos, y así hacíamos de nuestro país un recorrido sin mucho rumbo, de lápida en lápida, ordenado por una constitución inscrita en piedra para no dejarnos salir del Parque del Recuerdo.

Recuerdo también que durante 1996, cuando llegué, venía con la idea de trabajar frontalmente en el tema gay y la no discriminación, venía convencido de mi proyectito, un lugar de encuentro gay, sin mucha forma aún, pero se llamaría “La Dura”. Conocí en locales gay a un grupo de chicos, todos ellos muy jóvenes, menos de 25 años, eran cuatro recuerdo, emulaban o al menos las tenían como íconos a seguir a “Las Yeguas del Apocalipsis”, les acompañé y apoyé en varios de sus actos, eran súper radicales, a veces violentos, tres de ellos murieron de SIDA antes de un año de haberles conocido.

En el año 1997 un número reducido de personas recibía medicamentos entregados por el gobierno, eran tratamientos que ya se habían anunciado internacionalmente como inefectivos en el mediano plazo. El año anterior, producto de una campaña de prevención, el gobierno había sido demandado y perdido un juicio, ya no se planeaban campañas de prevención masivas. Tati Pena, periodista del canal 11, la llevaba en las discusiones públicas respecto de los temas puntudos como la sexualidad. Montserrat Álvarez hacía lo suyo desde el canal 2, ambas años más tarde pagarían el precio por su audacia. Para el año 2000 el canal 2, ventana que hacía entrar brisas frescas y con inteligencia en nuestras mentes reducidas como a la vieja usanza en los pies de las geishas japonesas, cerraba sus puertas asfixiándonos aún más en la monotonía del pensamiento uniforme chileno, del marengo al azul oscuro el terno nacional.

 

Hasta mediados de 1999, cuando del SIDA se trataba, se habla del encuentro con una muerte digna, el Cura Santis era top ten con su clínica. Unos años antes había logrado instalar en la Florida la Clínica Familia, esto después de varios intentos en distintas comunas de Santiago, donde la idea era rechazada por la comunidad -no era difícil escuchar que se llenaría de sidosos y que esto era un peligro para la salud moral de la comunidad-, se debe destacar el esfuerzo contra viento y marea del cura por darles un espacio, al menos para morir, (que era lo que significaba en ese entonces tener VIH/SIDA) a personas que eran rechazadas por sus 123 familias, seres queridos y la comunidad entera. En la Clínica Familia se recibía a quienes prontamente morirían de SIDA, entregándoles cuidados paliativos tanto para los dolores físicos como espirituales. Las divergencias respecto de la ideología o espíritu detrás de ello pueden ser respetables y audibles, sin embargo, la lucha pública que dio en contra de la discriminación hacia las personas viviendo con VIH, abrió caminos en un ambiente tremendamente espinoso. En esa época esto era un gran avance; -arrepiéntase y muera con dignidad-. Recuerdo que una de mis primeras conversaciones con alguien que trabajaba en SIDA en esa época, fue con Baldo Santis. Le hablé de los tratamientos, de lo que se podría hacer para que la gente viviera con dignidad, él me planteó sus dudas sobre la efectividad de los tratamientos, yo no lo podía creer -existía evidencia científica-, pero insistía en la duda sobre su efectividad. Molesto, le hablé del condón como medio de prevención, la conversación dejó de ser amable y él abruptamente recordó una reunión urgente a la que tenía que asistir.

Entre 1998 y el 2000 la lucha de ideas y conceptos, entre el apóstol del SIDA (Baldo Santis) y voceros del VIVO POSITIVO, respecto del qué hacer para las personas que vivíamos con VIH, era sin cuartel y se daba por los medios de comunicación, haciéndose (desde VIVO POSITIVO) un especial énfasis sobre la efectividad de los tratamientos y la necesidad de respaldar las políticas públicas en relación a ellos. Ya para mediados del 2000 los argumentos científicos documentados por nosotros hacían que el curita tomara silenciosamente asiento en el palco del anfiteatro de los medios nacionales. Siempre se reconoció, en todo caso, que el rol y labor realizada por la Clínica Familia, llenaban un vacío necesario, a pesar de nuestras diferencias que eran obvias. Para nosotros el tema era vivir con dignidad, y en ese tiempo adicional y prestado producto de los avances científicos, ser un aporte a nuestra sociedad; la muerte al fin y al cabo nos llegaría a todos en la posición que estuviésemos.

Así lentamente, después de mi llegada y de vivir casi ocho años en Nueva York, iba reconociendo el terreno nacional, esa compleja malla tejida entre lo que se dice y lo que se hace, lo que no se dice y se hace, lo que se dice y no se hace, etc., en este nuestro pequeño y querido país.

Rodrigo Pascal