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Opinión

Nicolás López: El ocaso del candidato de Manchuria

Por: Jorge Morales | Publicado: 20.07.2018
Nicolás López: El ocaso del candidato de Manchuria | Nicolás López
La prensa de espectáculos –más cerca de la alfombra roja que de la reflexión crítica- nunca se interesó mucho en el peso o calidad de la obra de López y prefirió centrarse en él, en su excentricidad de niño ignorante y presumido que, con su verborragia sin filtro, se «codeaba» con la crema y nata de la industria hollywoodense.

Cuando Nicolás López recién iniciaba su carrera con Promedio Rojo (2004), me resultó sorprendente la aclamación de la crítica y los elogios desmedidos del sector audiovisual ante un personaje que no había demostrado ninguna virtud en su pobrísimo debut cinematográfico. No sólo escribí una crítica en contra de la película, escribí en contra de la entusiasta campaña personal previa a su ópera prima donde ya sumaba simpatías y favoritismos entre críticos y realizadores respetables. Comparé a López con el protagonista de El candidato de Manchuria (Jonathan Demme, 2004), un film donde los esbirros de una corporación multinacional comerciante de armas llamada Manchurian Global les lavaban el cerebro a un grupo de soldados gringos para que quedaran convencidos de que uno de ellos había sido un héroe en la guerra del Golfo y así asegurarle al elegido una sólida plataforma para su carrera política, por supuesto, digitada y financiada por la empresa armamentista. Mi comparación no era arbitraria. En una época en que los premios, los reconocimientos festivaleros y los taquillazos escaseaban en el cine chileno, López había conseguido una increíble popularidad muchísimo tiempo antes de rodar su primer largometraje. Al parecer había logrado valiosos resultados en algunas campañas publicitarias de films ajenos, lo que –a ojos del medio- le auguraba un futuro promisorio como cineasta. Y es que todavía en esa época se creía a pie juntillas que el éxito comercial era sinónimo de talento artístico. En realidad, el único e indesmentible talento de Nicolás López era una habilidad superlativa para venderse a sí mismo.

El paso de los años, la sensatez y el sentido común ordenaron un poco las cosas y la mayor parte de los críticos le dieron la espalda al cine de López. Si bien los éxitos de taquilla comenzaron a cimentarse con la trilogía de Qué pena tu vida (2010) –tras su monumental fracaso internacional con Santos (2008)-, las malas críticas ya no eran aisladas, al punto que el mismo director decidió suspender las funciones de prensa –las sesiones privadas previas al estreno- para torpedear el trabajo de los especialistas. Después de tantos malos ratos y dolores de cabeza, López no quería que nadie viniera a arruinarle la fiesta, menos un grupo de «cineastas frustrados» sin glamour ni sentido del humor. O de eso quiso convencernos. Su sorpresiva aparición en el lanzamiento del libro El novísimo cine chileno (2012) donde 21 críticos y académicos analizaban la obra de veintitantos cineastas no pudo ser más elocuente. En la ronda de preguntas, López pidió la palabra y alegó por no ser incluido en el estudio. ¿Cómo se puede despreciar tanto a un oficio y al mismo tiempo demandar su atención? La razón es obvia: López no repudiaba a los críticos, simplemente anhelaba su aprobación.

La prensa de espectáculos –más cerca de la alfombra roja que de la reflexión crítica- nunca se interesó mucho en el peso o calidad de la obra de López y prefirió centrarse en él, en su excentricidad de niño ignorante y presumido que, con su verborragia sin filtro, se «codeaba» con la crema y nata de la industria hollywoodense. López explotó hasta el hartazgo el arribismo nacional haciéndose un nombre en los medios ventilando y exagerando sus célebres contactos con las estrellas hasta que finalmente terminaron haciéndose realidad. Paralelamente se robustecía su carrera cinematográfica. Películas sin alma ni cerebro, pero sólidas en su mediocridad. Cine de fórmula, calcado, calculado, pero efectivo dentro de sus limitaciones. Poco a poco, López hizo mucho más que películas, construyó un negocio, un lucrativo negocio. Encontró un nicho y un público; encontró espectadores poco exigentes, sin pasión ni formación cinéfila, que buscaban un entretenimiento ligero, reconocible, que saque risas, que no te «haga pensar», que te dé un momento de esparcimiento para despercudirte del estrés de la rutina diaria. Es decir, el resumidero completo de lugares comunes que suelen decirse para justificar el mal gusto por las películas de brocha gorda.

Ahora rodeado de actrices guapas, remodelando su cuerpo con cirugía, exportando sus ideas al extranjero, López se vendía (y lo compraban) como el non plus ultra del cine chileno. La misma revista Sábado que lo destronó a golpes de denuncias en junio, lo había ungido como un capo en otro artículo de portada en enero. López sentía que iba dejando atrás su «karma» de gordo idiota que tantos dividendos le habría traído. Porque el «soy un imbécil» no es un subterfugio de último minuto para defenderse de las acusaciones de abuso sexual, siempre fue su marca registrada. López acostumbraba a maltratarse y despreciarse a sí mismo como si esa retórica autodestructiva lo hiciera inmune a los ataques del resto o por el contrario le diera la libertad de decir a los demás lo que le diera la gana. Sin embargo, López decía haber iniciado un camino de sanación e iluminación al punto que el periodista Claudio Vergara en la entrevista a La Tercera –publicada dos semanas antes del reportaje de la revista Sábado-, decía que el director había cambiado «la bravuconada por un carácter de envoltura zen».

Desde luego, tras todo lo que vino después, esa última entrevista quedó bajo sospecha. Parte de una torpe estratagema comunicacional para menguar los efectos de la tragedia que se avecinaba o un texto hecho y derecho para lavar su imagen. Lo cierto es que, visto en la perspectiva del tiempo, fue una idea tan mala como contratar a la abogada feminista Paula Vial. Un error de cálculo tal como si una empresa petrolera acusada de un desastre ambiental contratara a un abogado ecologista. El único resultado posible de ese tipo de ardid es que se ponga en duda la integridad y principios del jurista y no la inocencia del cliente. La contundencia de una denuncia no puede demolerse sólo con gestos o señales. No lo sabrá el Papa que casi perdió por completo su infalibilidad apoyando al obispo Barros en su visita a Chile.

En estas últimas semanas, se han visto, leído, revisado y analizado las viejas entrevistas a López, sus películas, sus columnas, sus tuits, y hasta los tuits y columnas de sus amigos. Como era de esperar, todo se ve y se lee de manera distinta. Esos materiales ya no sólo parecen reflejar el universo moral de un realizador políticamente incorrecto sino la perversa psicología de un abusador. Seguramente algo de eso hay, pero hasta López es un poquito más complejo. Lo que se ha aprendido de los depredadores es que su mayor destreza es su capacidad de travestirse. Mientras Herval Abreu se mostraba como un tipo profesional, generoso, afable y cariñoso, Nicolás López era el jote, idiota, maleducado y escandaloso. Esos eran sus disfraces. Así, si Abreu se «pasaba para la punta», era producto de su apego, de cariñoso, de ser tan «de piel». Si López se sobrepasaba, era una broma de tarado calentón, la imagen insufrible que fue construyendo durante años. Parece mentira, pero su idiotez pública podría ser la mejor defensa por sus abusos en la intimidad. «No entiendo cómo alguien puede tomar en serio a alguien tan tonto como yo», decía el mismo López.

Es llamativo e inexplicable que el medio cinematográfico no haya tenido hasta ahora ninguna intervención pública relevante frente a este tema. Las escuetas, asépticas y extraordinariamente generales declaraciones de la Asociación de Productores de Cine y Televisión (APCT) y la de la Asociación de Directores y Guionistas de Chile (AGT), donde ni siquiera se cita con nombre y apellido a Nicolás López, no se condicen con la magnitud del escándalo. Ningún realizador, ninguna realizadora, nadie parece querer jugarse el pellejo por rechazar (o defender) a López como si fuese una figura ajena a ese mundo, el hijo deforme que hay que esconder en el desván o el tío millonario del que nadie quiere hablar mal. Se quiera o no, para bien y para mal, él representa un aspecto del cine chileno tanto como el Oscar de Sebastián Lelio. Literalmente, López ocupó su rol de cineasta para engatusar y luego abusar de actrices y figurantes. Es raro y hasta sospechoso que las personas más autorizadas para opinar sobre un colega que atentó contra la ética misma de la profesión guarden tan profundo silencio.

En poco más de una semana desde la salida del reportaje –mientras se preparaba el lanzamiento de Re loca, la versión trasandina de Sin filtro, estrenada en Argentina hace unos días con singular éxito-, Nicolás López cerró su productora Sobras, Netflix está revisando sus contratos con él, y su posibilidad de seguir filmando está en entredicho. Para quienes amamos el cine, parecieran ser buenas noticias. Desgraciadamente, el costo es demasiado alto para celebrarlo. Qué duda cabe, hubiera sido preferible seguir detestando a López por sus espantosas películas que por las historias de terror que hizo padecer a sus víctimas.

Jorge Morales