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Opinión

La estrategia violenta de la oposición venezolana y las consecuencias de su posible éxito

Por: Victor Farinelli | Publicado: 27.01.2019
La estrategia violenta de la oposición venezolana y las consecuencias de su posible éxito Juan Guaidó |
La estrategia encabezada por Guaidó es una forma de violencia política, porque trata de desconocer la existencia del chavismo, que guste o no es fuerza política importante en Venezuela, aun cuando ya no es tan convocante como en los tiempos de su carismático fundador. La narrativa que solo reconoce la existencia política de la oposición en Venezuela es antidemocrática, y además ignora que no es la primera vez que esta oposición apuesta en la violencia.

La movida política de la oposición venezolana al proclamar a Juan Guaidó como “presidente encargado” del país (sea lo signifique esa rara definición) abre un precedente peligrosísimo en la región. Si la legitimidad de un presidente se basa más en la aceptación de los demás países que en la decisión que sale de las urnas, el caso podría significar que basta una concertación de países para desconocer cualquier tipo de resultado electoral, siempre que este no sea del agrado de países con mayor peso geopolítico, como Argentina, Brasil, Colombia, México y sobretodo de los Estados Unidos.

Los supuestos fraudes en las elecciones en Venezuela es igualmente compleja de aceptar como justificación. Primero, porque hay decenas de casos de comicios polémicos en la región, como la reelección de Juan Orlando Hernández en Honduras (2017), o la reciente victoria de la nueva estrella de la extrema derecha internacional, el brasileño Jair Bolsonaro, cuya victoria solo se volvió posible a partir de la proscripción del candidato favorito de las encuestas, el ex-presidente Lula da Silva. Incluso los Estados Unidos tienen al menos dos ejemplos de resultados cuestionables en los últimos 20 años: las victorias de George W. Bush en 2000 y la Donald Trump en 2016 – esta última terminó en escándalo de presunta intervención rusa en la campaña, y aunque el Partido Demócrata sí fue a la Justicia para cuestionar tal acusación, eso no llevó a la autoproclamación presidencial de Hillary Clinton o Bernie Sanders.

La estrategia encabezada por Guaidó es una forma de violencia política, porque trata de desconocer la existencia del chavismo, que guste o no es fuerza política importante en Venezuela, aun cuando ya no es tan convocante como en los tiempos de su carismático fundador. La narrativa que solo reconoce la existencia política de la oposición en Venezuela es antidemocrática, y además ignora que no es la primera vez que esta oposición apuesta en la violencia. Y no me refiero solamente al fallido golpe de Estado en contra de Hugo Chávez en el 2002, sino que también a los intentos de diálogo entre oficialismo y oposición (impulsados por Unasur o incluso por iniciativa del Papa Francisco), los que siempre terminaron con los segundos rompiendo el proceso, cuando la derecha se dividió por obra de los líderes más radicales que prefieren actuar promoviendo acciones violentas para desestabilizar el gobierno, como lo hicieron en 2014 y en 2017, con cientos de muertes como resultado.

De hecho, fue la escalada de violencia de 2017 lo que hizo con que esa oposición empezase a perder credibilidad ante la ciudadanía, que entendió desde entonces que su afán por llegar al poder no medía consecuencias. De hecho, uno de los líderes de la estrategia violenta en el 2017 fue justamente Juan Guaidó, un joven que juega a la extrema derecha, y es fanático del otro extremista responsable por los desmanes de 2014, el mitómano Leopoldo López – de hecho, es raro (o quizás no tanto) que a ningún medio chileno le guste recordar que una de las víctimas de 2014 fue la chilena Giselle Rubilar, una estudiante chavista asesinada por opositores con tiros a quema ropa, luego de intentar deshacer una barricada montada por ellos en frente a su casa.

Si alguien cree que un posible éxito en el intento de Guaidó y sus apoyadores internacionales significará el fin de la crisis y la violencia política en Venezuela, y el inicio de un período de paz y normalidad democrática, sería bueno revisar lo que pasa en países que vivieron casos similares, como Libia, Irak o Afganistán. Los tres ejemplos muestran países que salieron de gobiernos de baja o ninguna calidad democrática, pero que fueron derrumbados por la guerra, con la ayuda de grupos mercenarios y milicias locales, que actualmente constituyen un poder paralelo actuando en el cotidiano de los países y esparciendo terror y muerte entre los ciudadanos comunes, mientras que gobernantes impuestos por Estados Unidos y Europa tratan de administrar solamente lo más importante: la propiedad de los recursos naturales, no hace falta de decir en favor de quien. Por lo mismo, no es casualidad que dos de esos países (Libia e Irak) estén entre los diez más grandes productores de petróleo del mundo, y menos aún el hecho de que Venezuela es otro de ellos, incluso más productivo que los otros dos juntos.

Finalmente, para comentar sobre las posibles consecuencias del Efecto Guaidó en Chile, habría que imaginar a la izquierda en el poder en 2021, sea con el regreso de la Nueva Mayoría o con la llegada del Frente Amplio (ambas coaliciones muy socialdemócratas, aunque acusadas de radicales y bolivarianas por la derecha), y la oposición de derecha adoptando la misma postura desestabilizadora que Chile conoció en el gobierno de Salvador Allende. Es decir, la derecha haciendo algo que para nada es inédito en la historia del país. Luego, ante las señales de avanzada crisis política, alguna figura más extremista (un Ignacio Urrutia o Camila Flores) decide autoproclamarse presidente. ¿Alguien lo cree imposible?

Victor Farinelli