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La Tierra Prometida: La hermandad mitológica entre Estados Unidos e Israel

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 19.04.2019
La Tierra Prometida: La hermandad mitológica entre Estados Unidos e Israel arca 2 |
En el film “Indiana Jones y los cazadores del Arca Perdida” hay una escena teológica crucial con la que Spielberg estetiza mitológicamente el pacto entre Estados Unidos e Israel: si en la tradición judía Dios excede a todo ídolo pues aparece sin rostro, ahora será Estados Unidos –representado en la sabiduría de Jones al decirle a Marion que no abra los ojos- quien acoja el legado iconoclasta del judaísmo al entender que sólo puede hacerse cargo del arca de la alianza si aplica devoción a un dios invisible, a un Dios sin rostro. A los idólatras se les derrite el rostro, a los fieles a Dios se les conserva. En la figura de Jones (el individuo que desafía a la masa), el destino de los Estados Unidos se une al del antiguo Israel para combatir a las nuevas formas idolátricas del presente: los nazis

En su film “Indiana Jones y los cazadores del Arca Perdida”  (Raiders of the lost ark, 1982) el director estadounidense Steven Spielberg condensa en una sola escena la “alianza” entre los Estados Unidos e Israel: habiendo sido capturados finalmente por los malévolos nazis, Jones y Marion se hallan amarrados al interior de una cueva en la que están agrupados todos los nazis y fascistas del mundo (un francés y un japonés) en conjunto con parte del ejército alemán para iniciar una liturgia en torno al arca de la alianza que había sido descubierta por Jones pero luego quitada por Belloq –el inquietante francés posiblemente proveniente de Vichy.

Más allá del orientalismo que exhibe Spielberg sobre los egipcios en general, en la escena que nos interesa, los nazis destapan el arca mientras dan curso a rituales en extraños y atávicos idiomas. Desde el arca brota el Espíritu (shejiná) que, en vez de aniquilar al anticristo y así traer paz y júbilo a los hombres, les condenan derritiéndoles sus rostros. En el acto, Jones le comenta a Marion: «cualquier cosa que salga de ahí no mires”. Y mientras la tormenta espiritual se desata, en la que el Espíritu extermina la maldad de la tierra, Jones y Marion sufren las ráfagas de sus efectos, pero mantienen sus ojos cerrados.

Esta es la escena teológica crucial con la que Spielberg estetiza mitológicamente el pacto entre Estados Unidos e Israel: si en la tradición judía Dios excede a todo ídolo pues aparece sin rostro, ahora será Estados Unidos –representado en la sabiduría de Jones al decirle a Marion que no abra los ojos- quien acoja el legado iconoclasta del judaísmo al entender que sólo puede hacerse cargo del arca de la alianza si aplica devoción a un dios invisible, a un Dios sin rostro. A los idólatras se les derrite el rostro, a los fieles a Dios se les conserva. En la figura de Jones (el individuo que desafía a la masa), el destino de los Estados Unidos se une al del antiguo Israel para  combatir a las nuevas formas idolátricas del presente: los nazis.

No es casualidad que la película haya sido estrenada en 1981: dos años antes habían tenido lugar los acuerdos de Camp David entre Egipto e Israel después de la guerras de 1967 y de 1973 donde Israel terminó dominando las alturas del Golán, Cisjordania y la zona del Sinaí. Egipto finalmente recupera el Sinaí al precio de terminar con la época nasserista y someterse, entonces, a los dictámenes geopolíticos digitados desde Tel Aviv y Washington.  “Indiana Jones y los cazadores del arca perdida” se inscribe en esa coyuntura. Spielberg pone a funcionar la máquina mitológica hollywoodense anudando teológicamente lo que se articuló estratégicamente: tanto los Estados Unidos como Israel compartirían un fervor por un Dios sin rostro que combate a la idolatría que caracterizaría al nihilismo moderno. Pero, ello implica sostener que tanto los Estados Unidos como Israel constituirían una promesa revelada por Dios que loes vuelve una Tierra Prometida.

Dos aliados comparten una adoración mítica por la democracia: Estados Unidos e Israel. El primero, se presenta a ojos del mundo como “la democracia más antigua del mundo”, el segundo como la “única democracia en Medio Oriente”. Dos discursos para un solo mito que, de alguna forma, emparentan a los Estados Unidos con Israel en su estructura formativa, en sus discursos fundacional más decisivos.

Desde los inicios del movimiento sionista se articuló una verdadera “máquina mitológica” que transformó a buena parte del judaísmo en una ideología nacional y que hizo de la categoría espiritual de Tierra Prometida una noción enteramente territorial de corta estatal-nacional. Tierra Prometida designa ahora el territorio palestino cuya colonización se consolida en 1948 con el reconocimiento de la Independencia israelí después y durante los procesos de limpieza étnica que le fueron absolutamente constitutivos. Pero el carácter territorial está articulado con una dimensión liberal o si se quiere, “democrática” que funciona como traducción política de la lealtad a un Dios sin rostro.

Desde que el grupo de colonos puritanos desembarcan del Mayflower en 1620 en tierras norteamericanas la máquina mitológica en las tierras del norte ha funcionado de un modo similar: el nuevo continente se ha presentado como Tierra Prometida en la que cualquiera puede llegar y hacer fortuna. Como bien se expresa en el Libro del Mormón, el proyecto de los EEUU brota desde una de las tribus perdidas de Israel que no traicionó la lealtad a Dios y que se presentó como un país sin rey, pero con gobierno, una tierra sin soberanía, pero con economía. Esto significa, que EEUU se presenta a sí mismo como el lugar de la democracia (democracia es la traducción política de economía).

Para Israel se trata de articular el mito de ser la “única democracia en medio Oriente” y para los EEUU de ser la democracia “más antigua”. En ambos se expresa una relación “farisea” para con la palabra revelada: Dios les habría revelado a ellos el destino de su legado, o, lo que es igual: tanto Estados Unidos como Israel provienen de la misma matriz teológica que los vuelve guardianes del Dios sin rostro en orden a combatir a todo aquél que asuma su forma idolátrica. Sea la “única democracia” o la “más antigua” el término democracia no designa sólo un régimen político, sino una excepción, un milagro en el que Dios ha intervenido para por fin a un largo exilio que un pueblo ha sufrido desde su salida desde el mítico Egipto: los puritanos ingleses que llegan en el Mayflower escapando de Inglaterra, o los judíos sionistas escapando del antisemitismo europeo. Ambos leen a sus persecutores desde la clave de la “idolatría” y ambos elaboran campañas de colonización en las que la imagen de la Tierra se ofrece como “vacía”. Tanto los Estados Unidos como Israel comparten el fervor teológico por una tierra que les habría sido dada. Derecho divino y error de los pueblos que la habitaban antes que ellos llegaran.

Por eso, resulta absolutamente clave la lectura que alguna vez, en su diálogo con Gilles Deleuze, hizo el intelectual palestino Elías Sanbar cuando comparaba  la colonización sionista de palestina con la colonización norteamericana sobre los indios. En ambos funciona una idéntica máquina mitológica orientada a investir a la empresa colonial de un aura de sacralidad.

En ambos la forma de colonización consistió en tender hacia el exterminio masivo de los pueblos y para ambos era verdaderamente un deber sagrado, autorizado por la revelación divina, poblar estas tierras, porque éstas nos han sido dadas por Dios en virtud de nuestra fidelidad a él.

Que tanto Estados Unidos como Israel se vean a sí mismos como experiencias “únicas” significa que reivindican su carácter sagrado y propiamente milagroso. Es aquí donde se empalma la noción de “democracia”: si esta última consiste en un régimen que no admite “rey” sino que se traduce exclusivamente en la forma de un “gobierno” (es lo que plantea el Libro del Mormón) es precisamente porque la Ley se halla más allá de todo gobernante, sea la Torah en el caso de Israel o la Constitución en el de EEUU. Ambos conservan para sí la idea de una ley sagrada que rige sus destinos y que, precisamente porque no puede haber un “rey” (sino un “gobierno”) la democracia aparece como el término técnico para designar una economía que se volvió paradigma político.

La “democracia” aparece así como un régimen sagrado que resulta inviolable frente a los ojos de Dios. Por eso, tanto Estados Unidos como Israel pueden plantearse como democracia y mantener una historia sistemática de racismo: si son los “elegidos” para resguardar el “arca de la alianza” se presentan como la expresión de la civilización frente a la barbarie idolátrica. Los Estados Unidos han sido la democracia mas antigua al precio de la esclavitud durante el siglo XIX y el apartheid durante el siglo XX; Israel se ha presentado como la “única” democracia en Medio Oriente al precio de mantener una empresa colonial cotidiana y un progresivo exterminio del pueblo palestino.

Ambos se presentan como la Tierra Prometida. Habiendo sido una alianza puramente estratégica después de las guerras de 1967 y 1973, terminó convertida en un lazo sagrado entre Estados Unidos e Israel en el que ambos comparten la idea teológica de que “no se puede mirar a Dios”, tal como lo estetiza Spielberg en la señalada película. Con ello, ambos desencadenan sus proyectos coloniales desde el registro discursivo de la “víctima” y su paranoia: nos quieren volver a perseguir: ¿por qué nos odian tanto” –preguntaban los ciudadanos en Estados Unidos después del atentado al World Trade Center; ¿por qué todos los no judíos pueden llegar a ser antisemitas? –preguntan en Israel. A ambas preguntas habría que agregar: “nosotros que somos los buenos, porque somos los elegidos de Dios”. Si atacas a los Estados Unidos eres antidemócrata, si atacas a Israel eres antisemita. Dos términos “antidemócrata” y “antisemita” que no son sino la traducción política del mito que acusaba a las demás tribus de ser “idolátricas”.

En este horizonte se anuda un actor más desde el continente americano: los evangélicos. Conocidos por su resuelto carácter sionista en el que la llegada de Israel a la Tierra Prometida se ve como un verdadero cumplimiento escatológico, el evangelismo cristiano es la versión “popular” que anuda el destino de los Estados Unidos con Israel. Y, acaso como se advierte en la actualidad: es el evangelismo el que renueva en Brasil su disputa mitológica por la Tierra Prometida que hoy, sacada de su terminología bíblica tradicional, no significa otra cosa que la pertenencia al circuito soberanista liderado por Trump y la actualidad de una ominosa ultraderecha planetaria.

Rodrigo Karmy Bolton