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Avisa cuando llegues: Mujeres en la calle y en las letras

Por: Elisa Montesinos | Publicado: 16.09.2019
Avisa cuando llegues: Mujeres en la calle y en las letras paradero |
Apoyado por ONU Mujeres y editado por las escritoras Alejandra Costamagna y Carolina Melys, el libro «Avisa cuando llegues» (Editorial Bifurcaciones) reúne relatos de 25 narradoras, poetas, dramaturgas, artistas visuales, músicas, cineastas e ilustradoras que exploran sobre el hecho de ser mujer y salir al espacio público. Aquí presentamos el texto de Daniela Catrileo, incluido en la publicación.

Kütral

Durante mi infancia la calle siempre fue un lugar prohibido. Nunca fui una niña callejera. De hecho en esos tiempos los adultos decían aquel calificativo con un tono despectivo hacia los niños. Muchas veces lo balbuceaban como ofensa hacia esas vidas que estaban a la deriva, sin cuidadores o sin una disciplina impuesta. El grupo de callejeros armaba su existencia bajo el vagabundeo de las esquinas o tocando las puertas vecinas para pedirle permiso a sus amistades. Habitualmente, lograba escuchar el golpecito de sus manos contra las puertas y de pronto se escuchaba una voz que decía: «Tío, ¿puede salir el Jhon a jugar?». O un poco más allá, se oía: «Señora Mirta, ¿le da permiso a la Karina?». 

Alguna vez también tocaron mi puerta, pero la severidad y el rigor familiar nunca dieron espacios a la diversión callejera. Nunca escuché un sí en temporada escolar. Por ese motivo, la calle fue un espacio del deseo, una fantasía que solo podía ser habitada en vacaciones o feriados. Durante toda la otra época, la estación del cautiverio y los estudios, mi cuerpo se volvía un ojo enorme, un panóptico vigilante tras la ventana. Lentamente, iba recolectando gestos, movimientos y modos de habitar imaginariamente una zona que me era negada. El juego constante entre la prohibición y el deseo. Conocía muy bien los horarios para andar en patines y el momento exacto en que la calle se cerraba para alternar entre la pichanga y el juego de las quemaditas, siempre entre los velos de la cortina. Tenía claro que llegaría mi momento de vivir y experimentar la calle. Esperaba ansiosamente el relámpago que me trajera esa posibilidad. Sin embargo, sabía que la calle de mi barrio era un campo de diversión y fatalidad. No era ninguna ingenua, el barrio era una frontera de ferias, cauces de grifos y balas perdidas. 

El aprendizaje de esquivar el peligro y estar atenta a las maniobras de la población lo fui adquiriendo gradualmente, de forma paralela a mi crecimiento. En un momento, entendías que caminar por la vereda no era lo correcto. Sabías que, desde el block que habitabas hasta la casa de tu abuela, había siete cuadras de diferencia. Pero el recorrido se ejercía por la calle, nunca por sus estrechas veredas sin árboles ni pasto. Esa continuidad del cemento agrietado con hermosas manchas tornasol de gasolina, te recibía como único espectáculo de belleza. Mientras el asfalto sincrónicamente albergaba esqueletos de palomas o pellejos de animales atropellados. Todo esto iba siendo incorporado a la experiencia, a la observación minuciosa del paisaje casi como un trabajo de campo. Al final, era un cúmulo de datos que podrían salvarte la vida. 

Al mismo tiempo, mi cuerpo adoptaba un aire de seguridad al caminar: movimiento de brazos como péndulos, piernas abiertas, frente en alto, espalda erguida y un mirar directo a los ojos para señalar pertenencia a esos territorios. Nos mirábamos y nos reconocíamos. Una forma que han adoptado nuestros cuerpos para avanzar camuflando el miedo. Y, por ese entonces, desafiar el espanto era una forma de resistir.

No sé en qué instante me transformé en una experta. Imagino que con la edad, ganabas jerarquías mientras cumplieras años. Solo sé que en un momento me gané la calle, ya sabía cómo habitarla en toda su extensión. Incluso, fuera del territorio original. Ya podía ir reconociendo geografías comunes entre población y población. Distinguir los pasajes de las avenidas y amar las carreteras, sobre todo la Panamericana.

Mi mapa horizontal de asfalto se medía también en pasarelas y mi hogar era un conjunto de departamentos levantados entre las calles Los Morros, Colón, Martín de Solis y María Graham. Esa población y las colindantes tenían nombres de conquistadores españoles y mujeres importantes en Chile. Poco a poco, llegué a conocer cada pequeño pasaje en un ejercicio de investigación escolar. La instrucción era buscar la biografía de aquellas mujeres que nominaban las calles aledañas al colegio, a unas cuadras de mi pasaje. Fue así que supe de las vidas de María Graham, Eloísa Díaz, Carmela Carvajal, entre otras. Aunque quizás lo más relevante para mí fue el descubrimiento de Rayen Quitral.

El apellido Quitral proviene de la palabra Kütral en mapudungun, cuyo significado es fuego. Ese seudónimo correspondía a la cantante mapuche de soprano María Quitral Espinoza, nacida en Iloca en 1916. Conocida también como ‘Alondra mágica’. En el informe tuve que escribir que fue una cantante chilena, sin embargo, sabía que no lo era. Ella era mapuche como yo y su biografía, tal como mi cédula, indicaba la misma falsa identidad. De algún modo, verla ahí, colgando de ese letrero en una pequeña calle cercana a mi hogar, me hacía sentir que no estaba sola. Teníamos algo en común, algo más profundo. Las otras me parecían interesantes, pero sus biografías me eran ajenas. A pesar del género, había un abismo entre ellas y las mujeres de mi familia. En cambio, sabía que bajo el nombre de Rayen Kütral, se propagaba un incendio entre su esquina y la mía.

En mi experimentar, aprendí las estrategias de sobrevivencia, aprendí a planear de cerca en el peligro para nunca dejarme abatir por él. Reconozco los callejones clandestinos, los pasajes ocultos y las calles sin salida. Sé cómo caminar, sé cómo viajar por las carreteras, sé cómo esquivar a la policía. Sé qué vestuario debo utilizar para camuflarme en la barricada. Esa misma experticia es la que me ha salvado hasta hoy. Quizás nunca fui callejera, pero tengo calle. Eso se nota. En un país donde hay que pedir permiso hasta para marchar, eso se nota. Tengo un entrenamiento forjado a punta de disciplina y observación, una especie de rigor heredado. Esa seguridad solo te la entrega el cautiverio: lucidez y coraje. Crecer fue cambiar el impulso por la estrategia, tener claridad de cuál esquina es la correcta. Tener en la mira a los enemigos. Serpentear rápidamente las cámaras de seguridad hasta apuntar al blanco. Tener en mano ese hermoso color tornasol hasta reventarlo, hasta que todas las calles sean habitadas por el kütral.

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