Avisos Legales
Opinión

El problema no es la violencia, sino la legitimidad

Por: Eduardo Thayer | Publicado: 05.12.2019
El problema no es la violencia, sino la legitimidad violencia | Foto: Agencia Uno
A medida que la violencia delincuencial crece, la violencia criminal del Estado avanza también en legitimidad, arrastrando con ella al Estado democrático en la medida en que la avale. Este escenario nos conduce bien a un armisticio entre actores ilegítimos con capacidad de fuego, o bien a un oscuro callejón de muerte donde se imponga el más fuerte. Urge en este sentido sacar a las fuerzas de orden de la deriva criminal en la que se encuentran y devolverles su legitimidad en la acción de persecución y sanción legítima del delito. Poner a las FFAA en esta senda no es ciertamente el camino para ello, y mucho menos criminalizar la protesta social.

La violencia que ha surgido con la movilización de octubre ha tenido efectos contradictorios en la política. Por una parte ha conducido a un horizonte transformación social plasmado en el llamado “acuerdo por la paz” y la apertura de un proceso constituyente, y por otra, ha llevado a la clausura del espacio público, la negación de la política y al fortalecimiento de una institucionalidad en crisis. Terminar con la violencia no es tan solo una cuestión de orden público sino una condición para recuperar el espacio público, reconquistar la política, y potenciar desde allí el proceso de transformación social en curso.

Para avanzar en esta dirección es importante entender que el problema no es la violencia en sí misma, si no su legitimidad, y que no son los actos violentos lo que hoy erosionan el espacio público sino la legitimidad o no, con que esos actos se ejercen. No basta por tanto con condenar la violencia o combatirla con más violencia, es esencial saber leerla, pues los diversos efectos que genera, requieren respuestas diferentes.

En un primer escenario la violencia se sitúa en un plano estructural. La movilización es en su origen una reacción a la violencia del modelo de desarrollo, legitimada en la cultura y los dispositivos normativos que lo encarnan, dentro de los cuales la constitución de 1980 es el principal. Este tipo de violencia que es inherente a toda organización social, opera desde el Estado y basa su legitimidad en la aceptación que encuentre el orden social en la población. Es una violencia que se ejerce sobre los sujetos y demarca las condiciones de vida que el modelo económico y de democracia les impone. Se expresa por ejemplo en las listas de espera del sistema de salud y las muertes que suman esperando ser atendidos; en un sistema educativo que reproduce desigualdades sociales y formas de exclusión; en una organización del trabajo basada en salarios bajos, horarios extensos y malos tratos sistemáticos; en un hábitat degradado al punto de obstaculizar la realización de la vida privada de muchas personas; en un sistema de pensiones que no permiten la sobrevivencia.

Al mismo tiempo esta violencia estructural se expresa en la forma en que se ha organizado el poder y la democracia en Chile. El modo en que se toman las decisiones en el Estado es violento en la medida en que excluye a la población en el ejercicio deliberativo de prácticamente todos los espacios. La insuficiencia de las reglas de la democracia chilena se experimenta como ejercicio arbitrario del poder por parte de una elite cuyos intereses son percibidos por oposición al bien común.

Estas formas de ejercicio de la violencia hoy están en crisis, tanto el modelo de desarrollo como la institucionalidad democrática han perdido su legitimidad. Las personas han dejado de aceptar que las instituciones ejerzan la violencia como venían ejerciéndola en los últimos 30 años. Es importante precisar que si bien en Chile esta violencia estructural tiene un origen criminal e ilegitimo en el marco de la dictadura, su legitimidad fue construida y consolidada con posterioridad por la elite política de la transición, que por lo mismo hoy se ve arrastrada por la caída de la legitimidad.

Frente a esta crisis del sistema ha surgido una forma de violencia social que si bien no tiene legitimidad en las instituciones del Estado, si la encuentra en la sociedad. La legitimidad que encuentra esta violencia en un amplio espectro de la población es la cara inversa a la falta de legitimidad que encuentra en la misma población la violencia estructural que se reproduce desde un orden social en crisis. Esta violencia se encuentra en un espacio colindante y a veces superpuesto con el de la protesta social, creándose un espacio de cierto espesor, donde el límite entre la violencia legítima y la ilegítima se vuelve a ratos borroso y se conforma como un terreno en disputa.

Aun así se observan expresiones muy visibles de la legitimidad de este tipo de violencia social, por ejemplo en la adhesión al perro “Matapacos”, a la “abuela luchadora” o al superhéroe “Pareman”. Esta violencia socialmente legitimada tiene ciertamente una racionalidad política que se expresa en la selectividad con que se han atacado algunos símbolos el orden social deslegitimado: el edificio de la empresa Enel, el Compín, el Restorán La Piccola Italia, la Seremi Metropolitana de Salud, las Farmacias de cadena, las sucursales del BancoEstado, los locales de McDonalds, el Congreso Nacional, o la destrucción inicial de las estaciones del metro. Y es que no podemos desconocer que la fuerza que ha sacado a millones de personas a las calles durante el último mes y medio tiene su origen en una empatía originaria de la ciudadanía con la violencia que destruyó el metro de Santiago la noche del 18 de octubre. Una respuesta al alza del pasaje que encarnó azarosamente la perdida de legitimidad del sistema de violencia institucional completo.

En un segundo escenario se enfrentan otras dos formas de violencia que a diferencia de las anteriores, carecen de toda legitimidad, y a pesar de no poseer una racionalidad política, tienen como consecuencia el fortalecimiento, por reacción, del orden que hoy se encuentra en crisis. De un lado aparece una violencia por definición antisocial y apolítica que persigue por medios violentos el beneficio personal: la operación territorial de los narcos, la destrucción y saqueo de pequeños establecimientos comerciales, o la delincuencia espontánea que despliega a partir en la oportunidad que otorga el desorden. Frente a esta violencia surge la agresión ilegitima, sistemática e indiscriminada de las fuerzas del Estado en contra de la población, y cuyo único propósito es dañarla o aniquilarla. Esta violencia es una respuesta criminal que se ejecuta con las herramientas legítimas del sistema, pero utilizadas de manera ilegítima. La violencia delictual tiene el efecto de fortalecer la institucionalidad represiva de un orden social en crisis, y logra mover el cerco de la legitimidad de esta otra violencia criminal estatal.

La dificultad para resolver esté nudo violencia ilegitima se encuentra en que las acciones delictuales deben ser enfrentadas por unas fuerzas de orden que se encuentran ellas mismas en una situación de ejercicio de violencia ilegitima en contra de la población. Pero a medida que la violencia delincuencial crece, la violencia criminal del Estado avanza también en legitimidad, arrastrando con ella al Estado democrático en la medida en que la avale.  Este escenario nos conduce bien a un armisticio entre actores ilegítimos con capacidad de fuego, o bien a un oscuro callejón de muerte donde se imponga el más fuerte. Urge en este sentido sacar a las fuerzas de orden de la deriva criminal en la que se encuentran y devolverles su legitimidad en la acción de persecución y sanción legítima del delito. Poner a las FFAA en esta senda no es ciertamente el camino para ello, y mucho menos criminalizar la protesta social.

Para el primer escenario en cambio no son las fuerzas policiales las que deben operar. Ni la represión, ni la persecución de quienes ejerzan la violencia van a terminar con ella. Al contrario el sentido político, el origen estructural y la legitimidad social con que cuenta, hacen que la represión se vuelva inocua y ella misma un objetivo. Aquí es necesaria la acción política de los liderazgos que hoy se encuentran en la escena, es de hecho una responsabilidad de estos actores leer esta violencia reactiva y conducirla hacia la acción política en base a propuestas transformadoras que cuenten con legitimidad. La apertura del proceso constituyente hasta ahora ha dado un primer paso, insuficiente pero necesario, en esa dirección. La principal dificultad que encuentran hoy los actores políticos para actuar en esta línea es que están ellos mismos en un pantano de ilegitimidad, y aun hoy es muy incipiente y son muy pocos los que han mostrado capacidad para salir del barrial. En esa capacidad es donde se va a jugar la salida de esta crisis.

Eduardo Thayer