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Opinión

La nueva constitución: una cuestión de decencia

Por: Esteban Vilchez Celis | Publicado: 23.02.2020
La nueva constitución: una cuestión de decencia | Foto: Agencia Uno
Creo que una nueva Constitución Política es un imperativo moral para cualquier ciudadano y ciudadana decente, no tanto por el contenido que finalmente logremos que recoja la nueva Carta Fundamental, como por el hecho de desembarazarnos de la que surgió de la mano de un gobierno profundamente inmoral.

Concuerdo con la mayoría de las críticas que se dirigen contra el proceso constituyente en marcha, que pueden resumirse en la creencia de que la élite conseguirá, al menos parcialmente, limitar los efectos del proceso y evitar cambios drásticos en lo que denominamos “pactos sociales” Quienes concentran para sí los privilegios, los derechos, el poder político y económico, evidentemente ejercerán toda su fuerza para que dicha concentración no se diluya entre tantos ciudadanos y ciudadanas vociferantes. Los políticos quieren a toda costa participar en el nuevo diseño, pese a la paupérrima evaluación de su trabajo en las encuestas.

Sin embargo, no puedo suscribir que como consecuencia del desencanto derivado de la imposibilidad de conseguirlo todo, y en nombre de un escepticismo que se pretende detentador exclusivo de la inteligencia y perspicacia, terminemos votando “rechazo”, como lo hará, por nombrar a alguien, José Antonio Kast, una persona que admira el gobierno de un genocida.

Creo que una nueva Constitución Política es un imperativo moral para cualquier ciudadano y ciudadana decente, no tanto por el contenido que finalmente logremos que recoja la nueva Carta Fundamental, como por el hecho de desembarazarnos de la que surgió de la mano de un gobierno profundamente inmoral.

Lo primero, casi con independencia del lugar al que lleguemos, es dejar atrás un sistema institucional que es el recuerdo vivo de un régimen que lanzaba personas al océano, que violaba mujeres, asesinaba personas en enfrentamientos que eran montajes o torturaba personas indefensas, incluidos niños.

Si no somos capaces de darle la espalda a una Constitución que, sin importar las reformas que se le hayan introducido, sigue siendo la hija de un régimen sanguinario, entonces tenemos un grave problema de miseria moral. No podemos rechazar la idea de una nueva Constitución junto con aquellos que, como Kast, quieren que siga vigente la que nos legó el jefe de un Estado violador de los derechos humanos.

Establecido que, si somos una sociedad decente, debemos enterrar para siempre en el pasado los vestigios institucionales de una dictadura mundialmente reconocida como criminal, y que solo por eso debemos aprobar la idea de una nueva Constitución, queda entonces por preguntarse qué clase de nueva sociedad queremos construir.

Norbert Bilbeny, en su estupendo libro Justicia Compasiva, destaca la idea de que la justicia es, ante todo, una forma de cuidado de la existencia, de toda existencia. Señala, en la primera página de la introducción, que “La injusticia daña la existencia. La justicia, por el contrario, cuida de ella”. Y agrega que cuida de ella del mismo modo que pueden hacerlo el sistema salud, los servicios públicos o el trabajo social, pero destaca que estos últimos son incompletos, pues sino son “justos”, no pueden cuidar de la existencia. La justicia es la característica central de una sociedad decente.

En Chile, nuestro sistema de salud en realidad no cuida de todas las existencias, sino sólo de algunas de ellas, en particular aquellas que tienen dinero. Como el sistema de salud no cuida de todos, sino solo de los que pueden pagar, es un sistema injusto.

Lo mismo podemos decir de las pensiones, del acceso al agua y, en general, del ejercicio efectivo de los derechos. Donde hay injusticia, hay descuido de la existencia, de la vida y del bienestar de las personas.

Nuestra nueva Constitución debe orientarse al establecimiento un sistema institucional que, globalmente, se inspire en la justicia compasiva de la que habla Bilbeny. Debe construir un pacto social comprometido con el bienestar de todas las personas, no de algunas. Eso significa entender, como lo argumenta Michael Sandel, que hay cosas que el dinero no puede comprar. Los derechos humanos no pueden someterse al mercado ni depender del poder adquisitivo.

La salud, por ejemplo, es un derecho fundamental que, como tal, debe permanecer ajeno a transacciones comerciales, de modo que el poder adquisitivo del que sufre carezca absolutamente de importancia.

El acceso a la educación no es una mercancía y no puede continuar siendo fuente de nuevas segregaciones sociales. Un país tan alejado de la hoz y el martillo como Finlandia acaba sencillamente de suprimir la educación privada, porque entiende que en la educación, como en la salud, no hay ninguna razón desde el punto de vista moral que justifique que una persona pueda acceder a una mejor formación académica o a mejores servicios médicos únicamente porque posee más dinero.

Es la hora de que decidamos en qué parte de nuestras vidas dejaremos al mercado decidir por nosotros: ¿Libre competencia en el mercado de sopapos? Quién podría cuestionarlo. ¿Libre mercado en la educación? Creo que la mayoría lo cuestionamos. ¿Las pensiones como fuente de lucro y negocios? La mayoría no estaría de acuerdo, presumo.

Debemos también debatir si queremos continuar gastando ingentes sumas de dinero en Fuerzas Armadas que han matado, con excusas inaceptables, a más chilenos que a extranjeros – y no digo tampoco que matar extranjeros sea algo noble, pues soy de los que cree que la guerra es el pináculo de la estupidez humana y que entrenarse para ella es, entrenarse para la estupidez –. Lo digo no solo por el hecho de la negra historia de nuestros institutos armados, su comprobado desprecio a los derechos humanos y su ridícula convicción de ser una especie de garantes de la chilenidad y del supremo bien de la nación – curiosamente coincidente con la de ellos y la de los grupos económicos –, sino porque lo que se gasta en ellas podría significar terminar de una vez con el sufrimiento de la pobreza para todos los chilenos. Podemos discutir si las Fuerzas Armadas prestan alguna utilidad real para el país. No debatiré eso ahora, pero al menos debemos admitir que son caras y que cada cierto tiempo se creen con el derecho de usar sus armas contra los chilenos para imponer a balazos y a punta de asesinatos sus toscas teorías del mundo. Al menos yo, no quiero seguir financiando a esa gente con mis impuestos y mi trabajo. No sé qué piensa usted.

En otra área del debate, debemos, de una vez, entender que los recursos naturales son de todos y que las riquezas que de ellos provengan no pueden beneficiar a unos pocos ni poner en jaque el medio ambiente. La minería, el litio, la madera, los peces, el agua, son de todos los chilenos y requieren una eficiente administración estatal o colectiva, respetuosa del medio ambiente y las comunidades. No pueden ser fuente de riqueza excluyente de grupos económicos insensibles y concentradores obscenos del capital.

Es hora de entender, por fin, el derecho a la propiedad como precisamente un derecho al que todos puedan acceder y no como el privilegio que unos pocos quieren conservar a la fuerza.

Los debates pendientes son complejos y no deben rehuirse en el proceso constituyente. Es la hora de jugarnos por una justicia compasiva, una que nos cuide a todos y a todas.

Quizás no logremos todo en la próxima Constitución, pero dar el primer paso, por pequeño que sea, para acercarnos a una meta deseable y, sobre todo, para alejarnos de un pasado moralmente repulsivo, es una obligación moral ineludible.

Yo, apruebo.

Esteban Vilchez Celis