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Opinión

La parábola del Titanic

Por: Cristián Zúñiga | Publicado: 11.07.2020
La parábola del Titanic |
Al igual que en la historia del naufragio ocurrido en 1912, estamos demasiado cerca del impacto y ya no se ve mucho margen de movimiento. Por ahora el capitán habita solo en la sala de conducción, con ojos desorbitados, mientras en los salones del Parlamento se escucha a la orquesta interpretando una estridente melodía.

El RMS Titanic era el orgullo del capitalismo británico de comienzos del siglo XX: el mayor barco del mundo al finalizar su construcción y que fue diseñado para ser lo último en lujo y comodidad para los pasajeros de primera clase. También poseía un segundo y primer piso, menos lujoso, para la clase aspiracional.

No cabe duda de que esa embarcación pretendía simbolizar una modernidad que florecía desde los océanos británicos de aquella época, donde viajaban ricos y no tan ricos, orientados por un mismo timón.

Pero aquel transatlántico, el buque más grande de ese momento, pretendía simbolizar algo más que la novedosa y seductora expansión del mercado. Para los protestantes británicos, aquella embarcación tenía que representar el poder industrial de Irlanda del Norte.

Aquella embarcación cargaba la arrogancia económica y religiosa de una sociedad exagerada de orgullo, codicia y espíritu expansionista.

Con el Titanic se hundió el símbolo de un grupo de hombres que se sentían seguros e infalibles. Algunos críticos de la época se atrevieron a proyectar que el naufragio de aquel buque era la metáfora perversa del fin de un modelo (desde los inicios de la modernidad que se vienen publicando textos sobre el derrumbe del modelo).

En su arrogante viaje hacia las costas de Nueva York (donde pretendía hacer su entrada triunfal), el capitán de la embarcación recibía mensajes vía el modernísimo radiotelégrafo advirtiendo sobre la aparición de posibles bloques de hielo en la ruta. Sin embargo, el clima era grato, el mar se mostraba calmo y nada hacía presagiar una catástrofe.

El capitán del Titanic, Edward John Smith (quien previamente al viaje expresó que éste iba a ser su último mando antes de jubilarse), desestimó los primeros avisos de peligro de icebergs e incluso mantuvo la velocidad de crucero del barco. El propio capitán Smith había declarado en una ocasión anterior que “no podía imaginarse ninguna condición que causara el naufragio de un barco. La construcción moderna de buques ha ido más allá de eso”.

El desenlace es conocido. Aquella noche ocurrió uno de los mayores naufragios de la modernidad, donde murieron 1.496 personas de las 2.208 que iban a bordo. Según la comisión británica que investigó el naufragio, en el accidente fallecieron el 38% de los pasajeros de primera clase, mientras que los muertos de segunda fueron el 58% y los que viajaban en tercera, el 74%.

Queda claro que en el naufragio del Titanic se aplicó no sólo el protocolo propio del salvamiento marítimo de “mujeres y niños primero”, sino que aquel viejo y tradicional protocolo de: la vida de los más adinerados por delante de la de los demás (es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja, que el pobre se salve en medio de una tragedia).

Un par de años después del naufragio del Titanic estalló la guerra en Europa y en los países beligerantes los estratos pobres fueron quienes más sufrieron las consecuencias de la contienda. Asimismo, el alza en los precios de los bienes de consumo y los impuestos para sostener la guerra dejaron a muchos trabajadores (se podría hablar de la clase media de entonces) en la más absoluta miseria.

Pasadas las guerras, los mismos astilleros desde donde se construyera el Titanic volvieron a levantar decenas de transatlánticos. El capitalismo soberbio (que piloteara aquella fatídica nave) agarró velocidad de luz y hasta fue capaz de derretir icebergs, con tal de no pasar nuevos bochornos.

El naufragio del Titanic nos deja interesantes enseñanzas y se nos aparece como metáfora precisa en estos días de pandemia y crisis política.

Nuestro rimbombante modelo nunca fue una indestructible embarcación capaz de romper los hielos que la híper modernidad le pusiera en el camino. Aun así, el poder económico y político se sintió seguro de sí mismo, desoyendo, una, dos y hasta veinte veces, las advertencias que los radares sociales le emitieran.

Es más: el actual capitán de la nave se sintió navegando en un mar calmo, con vista a un oasis e incluso, a la hora de avistar el iceberg, no corrigió el rumbo. Por el contrario, prefirió acelerar a fondo y desafiar al colosal de hielo, creyendo que podía doblegarle.

Lo más probable es que, en un escenario de crisis sanitaria, política y económica, sean los pasajeros de primera clase quienes terminen salvándose, mientras los de segunda y tercera mueran ahogados en las frías aguas adyacentes al iceberg (imaginemos que chocamos con el mismo que alguna vez transportáramos a una feria en Sevilla).

También es probable que algunos poseídos por la emoción comiencen a celebrar aquel suceso y a relatarlo como el término de una época y el comienzo de otra (vaya uno a saber cuál).

Lo razonable sería hacer todo lo posible para que la nave desvíe cuanto antes el rumbo y quedar sólo con el susto del frenazo. Entonces, regresaríamos a la maestranza para reparar las fallas estructurales de la embarcación y dar por jubilado de una buena vez al viejo y confundido capitán.

Sin embargo, y al igual que en la historia real del naufragio ocurrido en 1912, estamos demasiado cerca del impacto y ya no se ve mucho margen de movimiento.

Por ahora el capitán habita solo en la sala de conducción, con ojos desorbitados, mientras en los salones del Parlamento se escucha a la orquesta interpretando una estridente melodía. 

Cristián Zúñiga