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Opinión

Antonia Barra, la justicia y la voz de las mujeres

Por: Paula Arrieta Gutiérrez | Publicado: 22.07.2020
Antonia Barra, la justicia y la voz de las mujeres Antonia Barra |
Nada de esto puede ser casualidad. El juicio a Pradenas y el juicio a André, la obra de Ana Mendieta y la obra de Siri Hustvedt, el suicidio de Antonia Barra ante una sociedad sorda, que ni siquiera ahora quiere escucharla. Son hilos invisibles que de pronto se revelan como el escenario en el cual tenemos que vivir, crecer, crear, soñar y morir las mujeres.

Por una dudosa casualidad, tres cosas diferentes se han combinado estos días levantando una figura nueva de varios niveles, que describen un escenario común, complejo y doloroso, indignante e inspirador, todo a la vez.

Las noticias sobre el juicio a Martín Pradenas y los niveles de altísima violencia que vimos en la formalización de ayer parecen ser la nota más aguda y punzante del edificio (ni tan) invisible que nos alberga. En una pantalla dividida en cuadros de video, como viene siendo más o menos la cotidianidad, se desplegaron las más diversas indolencias, condensando una realidad ante la que cuesta no estallar. Lo más evidente, el discurso abiertamente misógino del abogado defensor del acusado, desestimando cada una de las repercusiones de una violación y naturalizando todas las dinámicas que han perpetuado la violencia de género. Pero también los otros intervinientes, salvo la única abogada mujer, quienes a duras penas y con recursos precarios, a estas alturas ya vergonzosos, intentaban posicionar la violencia hacia las mujeres como un contexto. Y, de fondo, un sistema judicial completo totalmente patriarcal, despreciativo, que pone como máximo valor de nuestra sociedad la reputación de un hombre. Y no es que la reputación de un hombre valga más que la de una mujer, que eso ni siquiera se puede comparar, sino que vale más que una vida.

Pero dos circunstancias personales han acompañado esta noticia: el trabajo que estoy realizando hace un rato sobre la artista cubana Ana Mendieta y la lectura un poco obsesiva de la escritora Siri Hustvedt.  

El trabajo artístico de Ana Mendieta ha comenzado a tomar lentamente un lugar protagónico en la historia del arte. Demasiado lentamente, para mi gusto, considerando que en su obra no sólo se concentran gran parte de las estrategias conceptuales y materiales del arte contemporáneo –el dispositivo audiovisual y fotográfico, el contexto, el paisaje, la performance, el cuerpo, la violencia, en fin, lo político- sino porque cada una de sus exploraciones tienen una inmensa actualidad. Mientras hemos revisado una y otra vez las biografías de los artistas para construir desde ahí la idea del genio, la del talento sobrenatural, parece incomprensible lo poco visible de la figura de Mendieta. Tengo una intuición sobre este misterio.

Y para qué recordar las circunstancias de su muerte, incluso menos escabrosas que las que rodearon el juicio por el que atravesó quien fuera su marido, el artista minimalista Carl André. Su condición de mujer caribeña, transplantada, desarraigada, fue argumento una y otra vez para achacarle su muerte a un posible desorden psicológico, intenciones suicidas, interacciones con marginales y lo que fue calificado como ritos de magia negra. Detrás de lo increíblemente burdo e inexacto de estas descripciones, se esconde una idea brutal: que, en el caso de las mujeres, la obra DEBE ser lo mismo que la vida. No es posible pensar a una mujer como una artista, alguien que trabaja metódicamente en una obra, en la cual se mezclan diversas indagaciones, reflexiones, intuiciones, pruebas materiales y conceptuales. No. Su obra TIENE que ser su vida. Radicalmente diferente es para los artistas hombres, para quienes se da por hecho la obra como producto de un proceso racional e intelectual.

Por otra parte, ha tenido lugar mi fascinante encuentro con Siri Hustvedt, una escritora norteamericana que, de manera increíblemente orgánica y coherente, pasa de la escritura de ficción a la de ensayos; del arte y la literatura a la neurociencia y la psiquiatría. Su infinita inteligencia y lucidez, además de lo increíblemente atrapantes que son sus historias, me tienen de una novela en otra, de un ensayo en otro, de una entrevista en otra. En una ocasión, un periodista le preguntó si todo lo que había de psicoanálisis en su trabajo lo había aprendido de su marido, el escritor Paul Auster. Sin ser experta en Auster, me atrevo a decir que no es precisamente conocido por su vínculo con el psicoanálisis. Según ella misma ha comentado, las migrañas y temblores que ha sufrido a lo largo de su vida la llevaron a investigar profundamente el cerebro humano y el sistema neurológico, y el tema ha aparecido tanto en sus ensayos como en sus novelas. Aún así, una nota de año 2013 sobre la autora se titula “La migraña de la señora Auster”: «Sabía que nuestros cuerpos –me refiero a los de las mujeres– no eran nuestros del todo –parirás con dolor, no abortarás, el ginecólogo te dará palmaditas en el culo– pero, ¿de verdad? ¿Ni siquiera las migrañas de Siri Hustvedt eran enteramente suyas? Releí el capítulo hospitalario de Los ojos vendados y algunas páginas de Vivir, pensar, mirar, y sólo sentía furia por ese titular que había despojado a Hustvedt de una cuestión tan irremediablemente suya, tan letal y que tan magistralmente había trasladado a lo literario”, señala Sabina Urraca en otra nota.

Nada de esto puede ser casualidad. El juicio a Pradenas y el juicio a André, la obra de Ana Mendieta y la obra de Siri Hustvedt, el suicidio de Antonia Barra ante una sociedad sorda, que ni siquiera ahora quiere escucharla. Son hilos invisibles que de pronto se revelan como el escenario en el cual tenemos que vivir, crecer, crear, soñar y morir las mujeres. En cada uno de los niveles de estas historias podemos encontrar un lugar de identificación propio, o varios, o un collage de estos. Y eso inevitablemente trae aparejado el doloroso reconocimiento de la historia personal y colectiva, pero también la necesidad urgente de dar vuelta las reglas del juego. Y para esto vale la rabia, la frustración, las cicatrices abriéndose de la misma manera que la imaginación, la solidaridad y el afecto.

Anoche revisaba otra entrevista a Siri Hustvedt, en la cual se le preguntaba por qué creía que los hombres no leían a escritoras mujeres. Sucede que lo fascinante del ejercicio de leer, contesta ella, es que mientras lo haces eres poseída por la voz de otro. Esa voz se mete en ti y te toma por completo, y para un hombre heterosexual resulta tremendamente incómodo, hasta humillante, ser tomado por la voz de una mujer, aun cuando esta escriba desde la perspectiva de un hombre, como de hecho ella lo hace en Todo cuanto amé. Creo que aquí radica la raíz del problema. Mientras sigamos habitando precariamente una sociedad masculina que se resiste a ser tomada por estas voces, la de Mendieta, la de Hustvedt, la de Antonia, la de cada una de las mujeres acalladas, invisibilizadas, seguiremos obligadas a juntar rabia y masticar polvo por cada vida perdida, por cada sueño truncado. Y eso no sólo es insoportable, sino éticamente inaceptable.

Paula Arrieta Gutiérrez