Avisos Legales
Opinión

¿Justicia de clase?

Por: Mathías Martínez | Publicado: 25.08.2020
¿Justicia de clase? Hernán Calderón Argandoña y Hernán Calderón Salinas juntos en TV el 2013 | Fotografía de Agencia Uno
La actual crisis de la organización de justicia debe ser analizada en el contexto más amplio de la crisis del derecho. Es imperioso, por tanto, volver a reflexionar sobre la relación entre derecho y poder, entre ley y justicia, y entre esta última con los diversos operadores jurídicos. La discusión que se abrirá en breve, debido al plebiscito relativo a una nueva Constitución, nos proporciona un espacio idóneo para plantear y debatir estas cuestiones sin rechazos a priori.

Hay algunos que afirman que por estos tiempos estamos repitiendo un proceso histórico que la república ya vivió. Supuestamente, nos estaríamos retrotrayendo a la única interrupción beligerante que hemos tenido en nuestro país, asumiendo que todo el resto del tiempo ha consistido en un continuo democrático.

Volver a los años que median entre la mitad de la década del 60 y el principio de la década del 70 del siglo pasado es un fantasma que recorre las redes sociales y los noticieros y que por supuesto nos atormenta. Aquel tiempo histórico, dentro de la historia política oficial, ha sido caracterizado como un tiempo convulso, en el que la sociedad chilena se encontraba completamente polarizada, la armonía social era impensada y la violencia política amenazaba con llevarnos a un punto de no retorno. No es motivo de esta opinión describir lo que sucedió luego de aquello. Las atrocidades que cometió la tiranía cívico-militar cada día son más consideradas, aun cuando lo que las precedió fue un gran borrón y cuenta nueva.

En la realización del borrón, se entendió que ciertas ideas y categorías habían sido tanto teórica como históricamente superadas. Tanto la larga tiranía cívico-militar en nuestro país, como luego en el plano geopolítico la caída de la Unión Soviética, fue el correlato e ingrediente perfecto para borrar de un paraguazo una germinal tradición de pensamiento que empezaba a tomar fuerza en distintos espacios jurídico-académicos. Una de las categorías que se sepultó hace bastantes años y sin mayores complicaciones, pero que hoy vuelve al debate público a raíz del caso Calderón-Argandoña, fue la de “Justicia de Clase” o, en otras palabras, “justicia para pobres y justicia para ricos”.

Fue el jurista Eduardo Novoa Monreal uno de los intelectuales que la difundió en Chile. Lo hizo por primera vez en la revista Mensaje, número 187, publicada en 1970 bajo el título “Justicia de clase”. Allí Novoa nos indica lo siguiente, entre otras varias cosas más: “Cada día se extiende más la imputación de que en Chile se administra una justicia de clase. Esto significa atribuir a los jueces una concepción unilateral de justicia –puesto que la concebirían únicamente como aquello que es útil para el sostenimiento del estatus social vigente– y a la vez coloca a los tribunales en abierto antagonismo con todos los sectores, cada vez más amplios que creen indispensables profundos cambios sociales. En la práctica esto conduciría, además, a sostener que la justicia actúa al servicio de la clase dominante y que interpreta y aplica la ley con miras a favorecer a los grupos sociales que disfrutan del régimen económico-social vigente, en desmedro de los trabajadores, que constituyen en el país la más amplia mayoría”.

Si bien la declaración de Novoa puede ser, sobre todo, analizada a la luz del resistido concepto de lucha de clases, algunos elementos e ideas que esboza en aquel trabajo pueden servirnos para observar de qué manera perciben la justicia los ciudadanos de este país.

En primer lugar, la imputación de una “justicia para pobres y otra para ricos” desde el plano social es evidente. El estallido social de octubre pasado, en parte, demuestra que la ciudadanía sabe y percibe que existen graves desigualdades de trato en la justicia nacional, que distingue entre aquellos que no tienen recursos económicos y aquellos que los poseen en grandes cantidades. Por otro lado, existe también la impresión de que los tribunales de justicia no logran ver, ni tampoco adaptarse, a las circunstancias sociales que vive el país. Como si fuera poco, existe hoy la sensación de que dentro del órgano jurisdiccional no existe pluralismo ideológico, lo que progresivamente merma su capacidad de renovarse acorde a las aspiraciones nacionales en lo social. Novoa, ya en ese tiempo, indica que los miembros de los tribunales niegan la diferenciación que producen con sus resoluciones por el hecho de que ellos tienen vínculos con los sectores más pudientes del país y que, además, proceden de ellos.

El caso mencionado, Calderón-Argandoña, abre nuevamente a nivel país una discusión sobre las decisiones aparentemente dispares de los tribunales chilenos. Se pregunta la ciudadanía por qué “Nano” (Calderón Argandoña) no está cumpliendo la medida cautelar en una prisión cómo cualquier otro ciudadano; por qué el tribunal acepta las pericias siquiátricas sobre la marcha; por qué se piensa de inmediato en su rehabilitación si aún no ha sido siquiera condenado; o, en términos institucionales, por qué el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) destina personal para inspeccionar sus condiciones actuales y no hace lo mismo en la prisión; en fin. Son varios los cuestionamientos que surgen a raíz de este caso, pero, ojo, no son cuestionamientos nuevos. Casos emblemáticos hay varios. No cuesta mucho recordarlos.

El ex fiscal Carlos Gajardo lleva varios años mencionando un estudio de percepción institucional de la OCDE, relativo a la confianza que tienen los ciudadanos en los tribunales de justicia. Nos cuenta Gajardo que sólo el 19% de los chilenos confía en sus tribunales. Indiscutidamente, a niveles OCDE, Chile es uno de los países peores ubicados. ¿Será la creencia en una justicia diferenciada, dentro de otras razones, aquello que socava la confianza en los tribunales de nuestro país?

El ministro de la Corte Suprema Sergio Muñoz, en una entrevista del año 2014 dada a la revista Qué Pasa, ante la pregunta de si cree que en Chile existe una justicia para pobres y otra para ricos, titubea. Asume que existen personas que están en mayor vulnerabilidad que otras y que por lo tanto no pueden procurarse defensa jurídica y quedan marginadas del sistema judicial, pero no asume que en las decisiones judiciales pueden estarse utilizando criterios de tratos distintos a los establecidos en la ley.

Como se podrá ver, la discusión sobre una “justicia para pobres y otra para ricos” no ha sido tópico de debates en la opinión pública. Mucho menos en las escuelas de Derecho, donde se forman profesionalmente los futuros jueces. Por regla general, y salvo honrosas excepciones, en las aulas del mundo jurídico formalista hay ciertas ideas que aún hoy no se mencionan, ni en los cursos de Derecho Procesal ni en los de Filosofía del Derecho, ni siquiera a modo de Historia de las Ideas.

Negar de plano esta categoría, asumiendo sin pronunciamiento argumental su superación, choca directamente con el sentir social. Tanto los jueces en sus actuaciones polémicas, como los académicos del mundo del derecho en sus silencios cómplices, parecieran estar bastante lejos de los nuevos tiempos que se han inaugurado en octubre, desde el cual muchas cosas que antes eran aceptadas con resignación hoy son vistas como obscenidades intolerables.

La actual crisis de la organización de justicia debe ser analizada en el contexto más amplio de la crisis del derecho. Es imperioso, por tanto, volver a reflexionar sobre la relación entre derecho y poder, entre ley y justicia, y entre esta última con los diversos operadores jurídicos. La discusión que se abrirá en breve, debido al plebiscito relativo a una nueva Constitución, nos proporciona un espacio idóneo para plantear y debatir estas cuestiones sin rechazos a priori. El riesgo es grande, sobre todo para algunos sectores, quienes miran con temor que algunas ideas muertas vuelvan a resucitar…

Mathías Martínez