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Opinión

La fantasía neoliberal de la crisis de representación política

Por: Rubén Santander | Publicado: 24.10.2020
La fantasía neoliberal de la crisis de representación política |
En Chile no hay una “crisis de la representación”. Lo que hay es una ciudadanía movilizada exigiendo modificaciones tanto a los procedimientos democráticos como a sus relatos, no para fortalecer ni mejorar la representación política, sino para crearla. El proceso constituyente es una oportunidad de dotarnos de normas que conduzcan o garanticen un sistema de representación política sustantiva que sea efectivo, legítimo y que ofrezca mecanismos de responsabilización de los representantes, todo aquello de lo que la democracia chilena carece en la actualidad.

En diciembre de 2019, la encuesta CEP informaba que el porcentaje de personas que manifestaban tener “mucha” y “bastante” confianza en los partidos políticos alcanzaba sólo el 2%. Esto, justo después de las revueltas ciudadanas de octubre de 2019, periodo en que las columnas de opinión sobre la “crisis de representación” vivieron su propio estallido. Lo mismo ocurrió en 2011 en relación con las movilizaciones estudiantiles en Chile que se encadenaron con una serie de revueltas en todo el mundo. Así, el concepto de “crisis de representación” también salió a relucir en la prensa a la hora de describir tanto la Primavera Árabe como Occupy Wall Street y los Indignados españoles. Y aún antes, en 2006, en el prefacio a la segunda edición de La violencia política popular en las “Grandes Alamedas”, Gabriel Salazar ya mencionaba un escenario de “notoria crisis de representatividad, según la encuesta UDP”, que ese año otorgaba un 13,1% de credibilidad al Congreso y un 7,1% a los partidos políticos.

A lo largo de varias décadas, multitud de comentaristas han denunciado esta crisis y han pretendido abordar sus causas y, aunque el diagnóstico de que algo está fallando en la relación entre los ciudadanos y la política institucional no parece ser errado, quizá convendría partir por preguntarse exactamente en qué consiste la representación política. Como se sabe, dos aspectos le son constitutivos: la autorización (el acuerdo entre gobernados y gobernante) y la responsabilidad (que los representados puedan pedir cuentas al representante por sus acciones). Pero estos elementos no bastan para describirla. Debe ser entendida, además, como un concierto público e institucionalizado que involucra a muchas personas y grupos. Lo que constituye a la representación como tal es la estructura global y el funcionamiento del sistema, no las acciones o relaciones de uno u otro actor individual. Esta concepción, desarrollada por Hanna Pitkin, desplaza el centro de la problemática desde la relación particular entre representado y representante a la necesidad de caracterizar un sistema político con todas sus complejidades como garante de un modo de operar representativo. Así, antes de hablar de una crisis de representación, y especialmente frente al horizonte de un proceso constituyente, debemos responder una pregunta básica: ¿es la democracia neoliberal que nos rige un sistema representativo?

Ya a mediados de la década de 1980, el politólogo italiano Norberto Bobbio advertía sobre una crisis en el seno de la democracia liberal. Al referirse a la privatización de lo público, apuntaba a un desplazamiento de la relación política primordial entre representante y representados a una relación de clientela, con la consecuente difuminación del requisito de autorización constitutivo de la representación política. Asimismo, enmarcándolo como el problema del “poder invisible”, denunciaba la imposibilidad por parte del público de responsabilizar a los agentes que efectivamente detentan el poder. En la actualidad, Nancy Fraser identifica contradicciones análogas que la llevan a plantear que el capitalismo es un sistema esencialmente hostil a la democracia. En su formulación neoliberal, los bancos centrales y las instituciones financieras mundiales han reemplazado a los Estados como árbitros de la economía y son ellos ahora quienes establecen las reglas que gobiernan aspectos fundamentales de la sociedad. Estos árbitros son políticamente independientes y no rinden cuentas a los ciudadanos. En suma, en este esquema no se ratifica ni la autorización ni la responsabilidad que caracterizan a la representación política. En palabras de Fraser, el neoliberalismo es la “gobernanza sin gobierno”, la dominación “sin la hoja de parra del consentimiento”. De esto resulta que el régimen democrático actual, más allá del énfasis que ofrece en lo relativo a sus procedimientos, no sería una democracia representativa.

Pese a que hay muchos aspectos del sistema sugerentes para una lectura en clave de “crisis de representación” (desde la baja confianza en los representantes hasta la instalación de intereses corporativos en enclaves de gobierno no sujetos a la elección popular, como las carteras ministeriales), se trata más bien de características asentadas en la estructura misma de la democracia neoliberal. Desde esta perspectiva, es al menos discutible que los regímenes del capitalismo financiarizado puedan ser identificados como sistemas de representación política en forma. Aun así, es importante conocer lo que las propias sociedades sostienen que constituye su arreglo social, aunque sea sólo para contrastar el sistema acordado con aquel que rige de facto. ¿Se consideran las democracias neoliberales sistemas representativos?

Las relaciones políticas primordiales de una sociedad se encuentran frecuentemente expresadas en sus constituciones políticas. Por ejemplo, el artículo 22 de la Constitución de la Nación Argentina señala: El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Por su parte, la Ley Fundamental de la República Federal Alemana indica: Los diputados del Bundestag alemán serán elegidos por sufragio universal, directo, libre, igual y secreto. Son los representantes del pueblo en su conjunto. Podríamos extendernos en ejemplos, ya que el concepto de representación figura de forma explícita en multitud de constituciones modernas. Por ello, resulta curioso que en Chile se aluda tanto al tema de la representación política sin cuestionarnos siquiera si nuestro sistema político impone, apela o supone tal cosa. En la Constitución Política de Chile las normas describen qué funciones tiene el Presidente, diputados y senadores, cómo son electos, qué infracciones suponen el cese de sus cargos, etcétera. Pero no existe ninguna norma que señale cuál es su rol y tipo de vínculo respecto al pueblo, la sociedad, la ciudadanía o la nación; ninguna mención que permita asegurar que al menos en teoría Chile es una democracia representativa.

No podemos hablar de una crisis de representación dentro de un sistema político que no reúne las características de una democracia representativa. Más que una crisis, el problema de la representación es un elemento constitutivo de las democracias neoliberales, por un lado, y en particular del sistema político chileno desde su propia concepción en dictadura. Los promotores de este ordenamiento suelen transformar al mensajero (los movimientos sociales, el abstencionismo electoral, las percepciones negativas sobre las instituciones) en el problema. La inconsistencia de estas posiciones alcanza tal punto que es común que la “crisis de representación” sea denunciada por algunos actores cuyas acciones explícitas van en la dirección de disminuir o anular la representación, por ejemplo, conservando la actual constitución.

La insistencia respecto a la supuesta crisis de representación y su concomitante moralización, que deriva en proclamas relativas a la urgencia de mayor “civismo”, de llevar a la gente a las urnas, de alcanzar acuerdos y unidad, de promover el diálogo y otros lugares comunes, tiene como resultado solapar las fuentes profundas del problema. Estos discursos no son un llamado a generar condiciones de mayor democracia. Por el contrario, apelan al respeto de un mero conjunto de procedimientos, a una concepción de la política como una “esfera autocontenida y situada fuera y por encima de los sujetos sociales”, como diría Castoriadis.

En Chile no hay una “crisis de la representación”. Por el contrario, lo que hay es una ciudadanía movilizada exigiendo modificaciones tanto a los procedimientos democráticos como a sus relatos, no para fortalecer ni mejorar la representación política, sino para crearla. El proceso constituyente es una oportunidad de dotarnos de normas que conduzcan o garanticen un sistema de representación política sustantiva que sea efectivo, legítimo y que ofrezca mecanismos de responsabilización de los representantes, todo aquello de lo que la democracia chilena carece en la actualidad.

Rubén Santander