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CRÓNICA| Con D de desborde

Por: Maxi Goldschmidt | Publicado: 28.11.2020
CRÓNICA| Con D de desborde Casa museo de Diego Maradona | Agencia Uno
Maxi Goldschmidt, argentino, periodista de Revista Cítrica y corresponsal de El Desconcierto, recorrió Buenos Aires recogiendo testimonios y el estado de ánimo de una nación que llora la partida de Diego Maradona, su ídolo. Hombres y mujeres, maradonianos todos, comentan y describen el dolor que los atraviesa. El mismo Goldschmidt cuenta su historia, en medio de relatos que reviven la represión que sufrieron quienes fueron a despedir a Maradona: «Mientras escucho por segunda vez en mi vida a mi viejo llorar, veo cómo un hincha con la diez en la espalda gambetea a dos policías que lo quieren detener. Justo me llega un mensaje de un amigo maradoniano que no se lleva muy bien con su padre y al que la noticia lo derrumbó: ‘Me acuerdo del abrazo que nos dimos con mi viejo cuando le hizo el segundo a los ingleses. Nunca más nos abrazamos así'».

Un pueblo desbordado. Una muerte que desbordó a un pueblo desbordado de amor y de tristeza y de necesidad de expresar su desborde, su desgracia y su fortuna. Vallas. Policías. Filas de personas y personas y personas con hijos en brazos, con camisetas de todos los colores, solas y acompañadas, ancianas y recién nacidas, en muletas, ciegas, cagadas de calor, venidas de muy lejos, en tren en bondi en bicicleta, embarazadas, pacientes oncológicos, personas politizadas y no, personas que repiten que Diego fue Diego dentro de la cancha, el mejor del mundo dentro de la cancha, pero sobre todo fue ellos, la voz de ellos, fue todos esos ellos y ellas pobres o, como mínimo, no poderosos, representados en un pibe que nació en la villa, que se hizo millonario y famoso y el mejor del mundo pero que nunca, nunca repiten, se olvidó de donde salió.

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Juan Pablo trabaja arriba de una moto, reparte paquetes por todo Buenos Aires. A 70 kilómetros por hora ve un motoquero sentado en el cordón de la vereda que llora desconsolado. Frena. Le pregunta qué le pasa.

-Se murió el Diego.

Juan Pablo no le cree, agarra el teléfono y la palabra Maradona se repite en todos sus grupos de WhatsApp. Se va aturdido, a dejar un libro que debería haber entregado hace media hora. Toca el timbre en un edificio, baja una mujer de unos 70 años, los ojos hinchados.

-Por favor señora, no.

Los dos lloran. Las lágrimas desaparecen debajo de los barbijos. Se quedan unos minutos en silencio, llorando. Piensan en abrazarse, pero no lo hacen. Se despiden. Quizás nunca más se vuelvan a ver.

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Un grupo de amigos toma una cerveza en San Telmo, después del homenaje improvisado en una cancha de fútbol cinco. Algunos hacía años no jugaban, otros desde que empezó la pandemia. Chocan los vasos de vidrio. Por el Diego, dicen. A media cuadra se escuchan aplausos y ese nombre que se cantará toda la noche. Los autos paran, las bicicletas se multiplican junto a esa pared pintada de Maradona. El del 86, su estampa plástica, corriendo en el aire, el pecho al cielo. Un padre pide que le saquen una foto con su hijo, los dos la misma camiseta, el diez en la espalda. Un vecino abre una puerta, aparece al lado del Diego pintado y suplica que no pongan las velas tan cerca de la pared, que justo ahí está la conexión de gas. Cuando lo dice ya es tarde, el lugar se volvió un altar improvisado de velas y latitas de cerveza.

Lo mismo ocurre ese miércoles en distintos puntos de la ciudad, del país, del mundo. Frente a la cancha de Boca y de Argentinos Juniors, donde abren sus puertas y la gente canta y llora y se abraza con y sin barbijos hasta la madrugada. Se decretan tres días de duelo nacional y, mientras se espera que la familia defina el lugar de despedida, peregrinaciones espontáneas en Fiorito, el barrio de su infancia, en la casa de Tigre donde murió, por todos lados bocinas, gritos, lágrimas, banderas, camisetas rojas, azules, celestes y blancas, con esa cara y esa espalda inmortales.

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María tiene 63 años y un barbijo con flores. Sale de la estación de trenes de Retiro puteando a un policía que le dijo que si no tiene permiso para circular no podrá viajar en transporte público. “Justo hoy rompen las bolas con el permiso”, dice María a la primera persona que se cruza. Le pregunta qué colectivo la deja en Plaza de Mayo. Su hijo mayor se llama Diego, como el que “me llena el corazón, el que siempre está cerca del pueblo”. Su hijo menor, que la acompaña, nunca fue a esa plaza que su madre conoció por primera vez cuando murió Perón, en el 74. “Hoy creo que vamos a vivir algo parecido”.

Diez de la mañana, treinta grados, la fila que empezó a entrar a los empujones a Casa Rosada desde las seis ahora bordea la plaza y crece por Avenida de Mayo hasta 9 de Julio. El agua que reparten en bolsitas y botellas de plástico pronto se acabará. La fila se extiende hacia el sur, llega hasta la Boca, a cinco kilómetros de ese cajón que se va tapando de camisetas, ese imán que incluso apagado no deja de brillar y atraer a miles de personas que pasarán horas bajo el sol, que serán empujadas y golpeadas por la policía y hasta volverán a sus casas con balas de goma en el cuerpo sin haber llegado a despedir a su dios, el más humano de todos sus dioses.

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Vestida de luto, hasta el barbijo de Susana es negro. Tiene 66 años y vino a acompañar a su esposo e hijos que son maradonianos. “Diego era una persona solidaria, de pensamientos firmes, familiero. La carga de su vida lo llevó a hacer cosas que no debía pero le dio alegrías al pueblo como ninguno. Esa es la gente que necesitamos, la que se compromete con el pueblo”.

Alberto, su marido, 68 años y bandera argentina alrededor del cuello. Grita “Viva el Diego” con los brazos en alto, muchos en la fila aplauden. “Soy paciente oncológico pero no podía dejar de venir. El Diego para mí fue todo”, dice y saca del bolsillo la entrada de la despedida de Maradona en la Bombonera. “Soy de River, pero el amor vence al odio”. Se quiebra, y dice: “Gracias a Dios estuvo de este lado del pueblo. Y decí que eligió el deporte, porque si elegía la política hubiera sido un presidente de la puta madre”.

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Son las 11.22 y la gente empieza a aplaudir. Muchos no entienden por qué. En las pantallas gigantes de la plaza se ve al presidente Alberto Fernández depositando sobre el féretro una camiseta de Argentinos Juniors y dos pañuelos: de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo.

Hay gorro, bandera y vincha grita un vendedor ambulante. A su lado, otro ofrece doradas copas del mundo de plástico. Una pareja despliega en la vereda remeras con la cara de Maradona, con el diez en la espalda. Hace mucho calor. La mitad de Plaza de Mayo canta “brasilero, brasilero / que amargado se te ve / Maradona es más grande / es más grande que Pelé”, pero un poco más allá se escucha “Diego no se murió / Diego no se murió / Diego vive en el pueblo la puta madre que lo parió”.

Aldana tiene 29 años, remera de Boca, barbijo rosa y un arito con la forma de latinoamérica. El día anterior se enteró la noticia cocinando. Ahora hace la fila para despedir a su ídolo. “Diego es el pueblo, es la representación de los más humildes. Es soñar que alguien pobre alguna vez puede vencer”.

Delante de ella, Juan tiene la espalda tatuada con un diez gigante. También la cara de su ídolo y el escudo de Boca para siempre en sus gemelos. Jugaba a la play y “justo estaba usando a Maradona” cuando escuchó la noticia. Todo el mundo se acordará para siempre qué estaba haciendo en ese momento. Como pasó con el 22 de junio de 1986. “Hacía 4 años los ingleses nos habían robado las Malvinas, nos habían ganado la guerra, y Diego hizo justicia a través del fútbol”, dice René Villalva, 48 años, al lado de Adriana, de 15, vestida de Boca y aferrada a una cartulina: “Tuve una infancia muy jodida y mi única alegría fue verte jugar a la pelota”.

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Son las 13 y una formación en línea de cuarenta policías con escudos y palos parte en dos la fila de gente en la esquina de Avenida de Mayo y 9 de julio. De un lado quedan los que, en teoría, podrán ingresar a la Casa de Gobierno y pasar delante del cajón. Del otro, una marea de miles de personas que hace horas esperan bajo el sol y que “deberán regresar a sus domicilios”, según dice con un megáfono el subcomisario Andreani. “Vigilante”, “Puto”, “Vos volvete a tu casa, pelado”, le gritan al policía que, delante de los escudos y rodeado de gente que empieza a empujar, le pide por favor a una señora con su hijo en brazos que se vaya.

-Yo de acá no me voy.

-Vayase señora, está con la criatura y acá se va a poner feo.

Unos minutos después, la Policía de la Ciudad reprime con gases y balas de goma, como había hecho a eso de las 6 de la mañana cuando se abrieron las puertas de Casa Rosada y como hará un par de horas después, cuando la represión será aún más violenta: no sólo contra la hinchada de Gimnasia y Esgrima de La Plata que intentó ingresar de prepo, sino contra todo el mundo, incluidos un montón de niñas y niños, de mujeres embarazadas y adultos mayores.

“Siempre lo mismo con ustedes, siempre en contra del pueblo”,  grita, la garganta roja, un hincha de camiseta del Nápoli. Sobre su cabeza vuelan las primeras piedras y botellas.

La fila marginada de más de 20 cuadras empieza a deshilacharse lentamente mientras un pogo delante de la policía ruge dos de los hits de la jornada: “Y ya lo ve / y ya lo ve / el que no salta / es un inglés” y “Olé, olé, olé, olé / Diegooo, Diegooo”.

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Me suena el teléfono y es mi padre, llorando. Todos somos parte de este duelo. Acaba de escuchar en la radio una anécdota de cuando a Maradona lo vendieron a Boca. Como forma de pago le habían dado varios departamentos. Diego acostumbraba, apenas empezó a ganar plata en Argentinos Juniors, hacerle muchos regalos a su familia para navidad. Solía aparecer con bolsas y bolsas de regalos, pero ese 24 a la noche sólo cayó con una bolsita chiquita. Algunos pensaron que se había agrandado, o que ya su familia no era la prioridad. Pero a las doce Diego sacó de la bolsita las llaves de los departamentos que traía de regalo.

Mientras escucho por segunda vez en mi vida a mi viejo llorar, veo cómo un hincha con la diez en la espalda gambetea a dos policías que lo quieren detener. Justo me llega un mensaje de un amigo maradoniano que no se lleva muy bien con su padre y al que la noticia lo derrumbó: “Me acuerdo del abrazo que nos dimos con mi viejo cuando le hizo el segundo a los ingleses. Nunca más nos abrazamos así”.

Otro amigo, Lautaro Merzari, músico y poeta, me comparte unas décimas que escribió de regreso de la Plaza:

 Llovió con melancolía

Justo antes de la tristeza

Despedirte era certeza

De que un siglo acabaría.

 Guardo esa fotografía

En mi niñez de juguete

Cuando vos eras jinete

Y llevabas cabalgando

 A un pueblo…

que hoy llorando

Te dice adiós…

Barrilete

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Cien pesos la birra; a la bandera, a la bandera, a 300 la bandera; cien pesitos el póster del más grande; dos por cien las rosas; Chori, Paty, bondiola.

Veronica Castillo, 43 años, remera de Evita y bandera argentina con la leyenda “Hasta siempre, D10s”. Dice que ahora entiende lo que le contaba su abuelo cuando murió Perón. “El Diego es historia, está vivo en el corazón del mundo. Y es peronista. Lo vinculo con la lucha contra la oligarquía y el poder, por eso lo idolatraban todos los líderes populares”.

De un parlante a la sombra de una sombrilla de Coca Cola, al lado de un carrito de gaseosas, sale la voz de Maradona en una entrevista: “Yo sé las culpas que tengo, pero no las puedo remediar”. La frase se pega al estribillo de “Si yo fuera Maradona” de Manu Chao.

Tres amigas, las tres con el pañuelo verde en sus mochilas. “Nuestro proyecto como feministas es el proyecto del pueblo, que tiene barro y mierda pero que lo caminamos juntes. El Diego va a ser eterno, el Diego está lleno de contradicciones pero siempre fue coherente, apoyó a las Madres y las Abuelas, a los pobres, es parte de lo que fue el No al Alca, parte de nuestro proyecto latinoamericano, por eso también es un referente”.

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Sobre el asfalto, a un costado de la fila que ocupa gran parte de Avenida de Mayo, un dibujo con tizas de colores de un Maradona niño con una pelota. Y una frase: “No hay sueño imposible, jugate”.

A pocos metros de la Casa Rosada se arma un embudo humano. La gente se pone ansiosa en la fila y la policía enseguida empuja con sus escudos. Parece un scrown de rugby. “Cuidado con los nenes, cuidado con los nenes”, se grita y se improvisa, en medio de los forcejeos, un pasillo para que escapen las familias con chicos en brazos. Una mujer embarazada de ocho meses queda atrapada y la ayudan entre varias personas a salir de la presión.

En una de las pantallas donde se ven los goles y jugadas de Maradona, un anuncio del gobierno recomienda una distancia de dos metros entre cada persona.

A eso de las 14.30 aparece un grupo de hinchas de Gimnasia por un costado de la plaza con bombos y platillos. Tiran las vallas y llegan hasta las rejas de la Casa Rosada. Los policías quedan desconcertados y en el corralito de prensa se cierran trípodes de forma desesperada y se trata de proteger las cámaras. El cierre de puertas de la Casa de Gobierno aumenta la presión contra quienes estaban a punto de entrar. Muchas niñas y niños lloran a la vez, en brazos de madres y padres desesperados. En medio de los gritos se improvisa una canción: “Qué boludos que son, qué boludos que son / no respetan al Diego/ la puta madre que lo parió”.

A partir de ese momento todo se descontrola más. En el medio anuncian que en vez de a las 16 se extenderá el horario hasta las 19, pero después se desdicen ante los incidentes que van creciendo en distintos puntos de la plaza y sus alrededores, donde se impide el paso de gente que sigue llegando de todos lados.  Aparecen otras fuerzas de seguridad, como Gendarmería y Policía Aeroportuaria. También se hacen más evidentes los barras de algunos clubes y la represión se desata contra todo el mundo. Los gases lacrimógenos entran a la Casa Rosada, que parece una tribuna, hinchas de varios equipos cantan y el cajón de Maradona es sacado antes de tiempo. Un grupo se mete en la fuente que está en medio del Patio de las Palmeras, agua para todos lados y remeras revoleándose por encima de las cabezas. El presidente Alberto Fernández pide calma desde un balcón.

“Me entristeció no poder despedirlo en paz, que nos repriman también un día como éste. No lo merecía Diego. No lo merecía su pueblo”, dice Francisco, que prácticamente no salió en toda la pandemia y se vino hasta acá para ser parte de “este llanto colectivo”.

Desconsolado, también llora un muchacho que grita “hijos de puta, cinco horas haciendo la cola para que no me dejen entrar”. Mientras algunos despiden y corren el coche fúnebre que se va por atrás de la Casa Rosada, otros siguen haciendo la cola, con la ilusión de ver un cajón que ya no está. Entre ellos Javier, que vino pedaleando tres horas y abraza a su bici parada en una rueda en medio del forcejeo. Un grupo juega un picado en la vereda de la Plaza de Mayo. Otros cantan el himno nacional mientras sigue la represión en distintas esquinas. La despedida oficial -intensa, breve, contradictoria- llega a su fin, mientras millones en todo el mundo continuamos un duelo íntimo y orgulloso. El orgullo de decir: yo he visto a Maradona.

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