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Opinión

Palomita Blanca y la alegoría de los desclasados

Por: Ivana Peric M. | Publicado: 15.01.2018
Palomita Blanca y la alegoría de los desclasados PALOMA 1 |
La lucha por la risa entre estos dos tortolitos que es la misma lucha en la que Ruiz involucra al propio espectador, es lo que hace de este filme una advertencia de lo que un desclasado puede ser; aquel que sin perjuicio de pertenecer a una clase determinada reniega de su condición de tal afirmando las diferencias

A mediados de 1973 el cineasta chileno Raúl Ruiz convoca a un casting en el que le pide a las aspirantes al protagónico de su próximo filme que le relaten de cabo a rabo el libro Palomita Blanca (1971) de Enrique Lafourcade. Casi como si fuera un insectario reúne las más de cuarenta intervenciones en una especie de documental que retrata a la juventud chilena de la época llamado Palomita brava (1973), que bien podría considerarse su precuela. Solo después de escuchar atentamente a las jóvenes Ruiz se decide a leer el libro sobre el cual, en medio del clamor de la Unidad Popular, le piden que grabe su nuevo filme que titula sin chistar Palomita blanca (1973).

El material, que se grabó bajo la presión de aquellos mandantes que sueñan con un éxito inmediato, tuvo el mismo destino de ocultación que sus fuentes de financiamiento; tras el Golpe de Estado quienes se hicieron del poder prohibieron la distribución del filme antes de siquiera ser montado. Es así como el grupo de negativos que le servirían de materia prima al director desaparecieron de su vista, quedando las escenas que se reunirían bajo el nombre Palomita Blanca relegadas a la colección de obras fílmicas clasificadas forzosamente bajo el rótulo de fetos inviables. Hasta que, en sintonía con lo que fuera una esperanzadora vuelta a la democracia, se encontraron escondidos debajo de la escalera de las oficinas de Chilefilms, como quien dijera “estratégicamente”, por la secretaria que los reveló como si se tratase de un milagro. Gracias a dicho hallazgo el filme vio la luz en 1992 causando cierto revuelo entre quienes habían experimentado la adolescencia en aquellos años confundiéndose con una suerte de nostalgia generalizada. Y ahora, veinticinco años después, se ofrece una nueva oportunidad de verlo en pantalla grande. Tal como en el primero que fue fallido y en el segundo que fue exitoso, este estreno (2017) no puede sino expresar que también hoy se inaugura una nueva etapa aunque políticamente incierta. O al menos un tránsito cuyo destino tendría que ser distinto a esa alegría que fuera prometida con la vuelta a la democracia que terminó por no ser otra cosa que una triste, agónica e inacabable transición hacia quién sabe qué.

Como se decía, el filme está basado en una especie de bestseller leído por más de un millón de personas que relata la historia de amor entre dos jóvenes, él ABC1 llamado Juan Carlos, y ella clase media baja llamada María, que se encuentran y son rozados por un contexto político tensionado no sólo por dos proyectos en disputa, sino que por la introducción expansiva del tufillo hippie y las consignas a él asociadas. Lo notable es que el filme toma la novela solo como referencia, o como el mismo Ruiz declaraba un “detonador de situaciones”. Así la transforma en la traducción audiovisual de un diario de vida leído a veces por la voz en off de su autora, con la salvedad que es un diario que no está escrito día tras día, sino que sigue el ritmo y adopta la forma de esas inagotables conversaciones en la plaza entre dos amigas en las que priman la imagen rápida, la interrupción y el salto olímpico de un tema a otro, y vuelta a empezar. El denominador común de cada una de las situaciones que componen el filme/diario es el uso de la talla que para Ruiz, paradójicamente, “es una manera de montar, de cortar el flujo narrativo de una película”.

A pesar de mostrar como si fuera un contrapunto el círculo y ambiente de él, y el círculo y ambiente de ella dispuestos a primera vista como el clásico drama de amor de teleserie latinoamericana entre el príncipe y la vagabunda, lo novedoso es que Ruiz echa mano al recurso de la talla en dos niveles; primero poniéndola en la boca de uno y de otro, y segundo imprimiéndola en las situaciones que cada uno por sí solo protagoniza.

El primer nivel es incluso interrogado en el propio filme cuando, en un bar discoteca ubicado en el barrio alto, María le pregunta desafiante a Juan Carlos por qué sus amigos se ríen de ella siendo que es ella la que se ríe de ellos. Juan Carlos le responde burlón que ellos dejan que ella piense que es ella quien se ríe de ellos lo que hace que sean ellos los que se rían de ella. A lo que ella responde agregándole más componentes a lo que devendrá en un culebrón interminable. El segundo nivel es el que le da el tono al filme en el que las situaciones, por más dramáticas que sean, son marcada por una alta dosis de humor. Por ejemplo cuando luego de que todos los pensionistas, los borrachos, los intelectuales, los niños y las amigas entran y salen de la minúscula pieza en la que duerme María y su madrina, como si quisieran con sus cuerpos tomar posición frente a las andanzas de quien yace acostada en la cama llorando al habérsele negado la salida, el padrastro de esta última le dice al oído que en tanto chiquilla pero también todos, los hombres, las mujeres y los niños, tiene que cuidarse mientras la toca cariñosa y libidinosamente de pies a cabeza.

La lucha por la risa entre estos dos tortolitos que es la misma lucha en la que Ruiz involucra al propio espectador, es lo que hace de este filme una advertencia de lo que un desclasado puede ser; aquel que sin perjuicio de pertenecer a una clase determinada reniega de su condición de tal afirmando las diferencias. Lo anterior, refuta a quienes han querido describir a este filme como una comedia de la inocencia como si se tratara únicamente de otra tonta historia de un amor imposible entre dos adolescentes, o un retrato fiel de esa juventud absorbida por un hipismo que casualmente los llevó a mezclar una clase con otra. Por el contrario, lo único de inocente que acaso puede encontrarse en el filme es su inexistente vinculación explícita con la política tradicional.

Pero esa aparente inocencia no es más que una estrategia para llamar la atención de aquellos que conciben al cine como un puente de comunicación directa con los sectores populares. Esos que piensan que el cine es político en la medida en que representando la realidad tal cual es hace de guía para la emancipación. Pero Ruiz no necesita detenerse en la disputa entre alessandristas y allendistas que actúa de telón de fondo del filme para comprometerse políticamente. Le basta con indagar jocosamente en esos cuerpos que soportan la tensión que el tiempo en el que viven les impone, proponiéndoles resistir no solo al desclasamiento sino que a la idea misma de clase.

Ivana Peric M.