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Memoria de un inmigrante

Por: Ricardo Candia Cares | Publicado: 16.03.2018
Memoria de un inmigrante |
Viví varios años en ese hermoso país en el que jamás me gritaron cabeza negra, vete a tu país o algo así, a pesar que había grupos fachos que odiaban a los inmigrantes que llegaban con un idioma raro, con un color extraño, con sus comidas exóticas y sus costumbres diferentes.

Al otro día de haber llegado fui citado a la oficina de una Asistente Social de la Municipalidad, la que me hizo llenar varios papeles con información personal, mi situación educacional, qué sabía hacer y qué quería hacer, además de darme un cheque para que me comprara ropa o lo que necesitara.

Me dijo que no tenía obligación de trabajar sino hasta que entendiera bien el idioma, para lo cual la municipalidad me pagaría un curso, si quería.

También me informó que me iban a pagar un sueldo completo por seis meses para que me ambientara. Cuando venció ese plazo me seguirían pagando seis meses más porque yo aún no me ambientaba. Oculté que todo ese tiempo trabajaba lavando platos en un restaurant.

La mamá de mi hijo también recibía su sueldo y una bonificación por el niño. Tampoco tenía la obligación de trabajar por ese lapso.

El departamento que pusieron a nuestra disposición, en el cual no pagábamos ni arriendo ni luz ni agua ni nada, tenía todo lo que se necesitaba y más de lo que habría siquiera soñado en mi país: era amplio, limpio, seguro, con ventanas por las que entraba mucha luz y con una cocina completa. Para comprar los muebles y las camas, me dieron también dinero en la Municipalidad.

Mi responsabilidad era ir a ver a la Asistente Social cada vez que me citara.

En el restaurant lavaba platos junto con otros compatriotas y gente de otras  nacionalidades. Me sorprendió el trato de los cocineros, de los garzones y los jefes. Todos eran personas muy amables que se daban cuenta que no entendía el idioma pero hacían esfuerzos para que yo entendiera lo que me decían.

Me resulto extraño y satisfactorio que nadie de esa gente hiciera alguna alusión al color de mi piel o de mi pelo. Yo había escuchado de mis compatriotas que esa gente no gustaba de los extranjeros y eran comunes las actitudes racistas.

Pero no era lo que yo veía. Por ejemplo, en el comedor del personal nos sentábamos juntos y comíamos de la misma y exquisita comida que preparaban exclusivamente para el personal, incluido los que lavábamos platos.

De vez en cuando salíamos a fumar a un pasillo. Y a ningún jefe se le ocurriría pedirnos algo en ese momento. Yo nunca había usado esa ropa para trabajar. Era nueva y muy bonita y se debía cambiar cada día.

Un día en el restaurant nos citaron a una reunión en una gran sala. Yo ya algo entendía del idioma. Se cumplía un aniversario del local y a todo el personal la empresa nos regaló un bonito reloj recordatorio, y el dueño en persona repartió un pequeño jugo en caja, de esos con bombillas, del que debíamos beber cuando él desde el escenario nos dijera «salud». Era vodka naranja con el que brindamos por el cumpleaños.

Luego de un año comencé a trabajar de chofer en la misma Municipalidad. Había canjeado sin problemas mi carnet de conducir de mi país, por el de allá. Éramos seis compatriotas y el trabajo era hacer aseo en las escuelas municipales.

Por fin tenía derecho a la previsión, a la salud, al sindicato, cosas que jamás había tenido. El sueldo era doce veces lo que podía ganar en mi país en un trabajo equivalente, podía enviar algo de plata a mi familia y pensaba en ahorrar.

También tenía derecho a vacaciones. Jamás en mi vida yo había tenido vacaciones. Me dieron un mes completo para mí y a la vuelta me estaba esperando todo mi sueldo. Era como un sueño.

Fue una buena experiencia de inmigrante a un país extraño, lejano y frío.

Viví varios años en ese hermoso país en el que jamás me gritaron cabeza negra, vete a tu país o algo así, a pesar que había grupos fachos que odiaban a los inmigrantes que llegaban con un idioma raro, con un color extraño, con sus comidas exóticas y sus costumbres diferentes.

He vuelto un par de veces a Suecia, país que es el de mi hijo Camilo. Ha cambiado en estos últimos veinte años, pero los buenos suecos, dignos compatriotas de Olof Palme, siguen siendo acogedores, educados, solidarios y respetuosos de las personas diferentes

A mis compatriotas que rechazan a los inmigrantes y que se creen superiores, les haría bien conocer esa experiencia en un país en el que por lo bajo, viven sesenta mil chilenos que no han sido expulsados, acorralados, estigmatizados o reducidos a vivir en pocilgas y despreciados por su idioma, su olor o su color.

Ricardo Candia Cares