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Prefacio a la postdictadura, de Miguel Valderrama

Por: Federico Galende | Publicado: 25.12.2018
Prefacio a la postdictadura, de Miguel Valderrama miguel |
El libro está dedicado a una criatura bastante particular, su gata, no con el fin de hacerle saber al lector que cuenta con una mascota de la que se jacta –a la manera del típico escritor tardoromántico del siglo XIX-, sino con el fin de exhibir que su público es un lector que no lee o que no cuenta, al menos, con una mirada trascendental sobre lo que dicen las palabras.

Mediando la primera década de este siglo, cuando Miguel Valderrama irrumpió en el campo de la historiografía local presentando breves ensayos sobre la extenuación de la historia, la muerte sin rostros ni nombres propios y el descenso de un imaginario moderno que había pasado de la imaginación utópica al universo de una consciencia cabizbaja, el lector atento podía percibir que de ahora en más estaría ante una obra mínima y lúcida que se fundaría, entera, en un sutil movimiento de la mirada. Este movimiento se anunciaba como el de un relojero de oficio que, sin otra misión que la de seguir siendo pobre y apasionado, se calzaba la lupa en el ojo para auscultar con cuidado el movimiento de los dientes o las ruedecitas del drama histórico, en la morgue de los mecanismos rotos e irrecuperables.

Haciendo él mismo esto a la hora de escribir sus libros, definió un modo de ver: el de los ojos que abandonan el horizonte para concentrarse en el presente, espacializado y vacío, de un horror sin consuelos ni despliegues.

No es fácil hacerse una idea de las trabas y zancadillas que tuvo que eludir cuando decidió intervenir en una discusión gobernada por una disciplina que, como la de la historia, contaba, y sigue contando, en este país con vigilantes obstinados y, a ratos, sumamente crueles. Pagó el precio de una academia que lo fue marginando, que le quitó títulos de la boca por no prestarse a las rutinas del discípulo, y su apuesta por escribir libros honestos que terminaran siendo su único soporte lo ayudó a definir una posición muy personal.

Para comprender esa posición basta con revisar en retrospectiva la retahíla de libros que, viajando desde su primera lectura sobre Herodoto o la poshistoria hasta el reciente Coloquio sobre Gramsci o su percepción sobre las “traiciones a Walter Benjamin”, con detenciones precisas en la obra de Eugenio Dittborn o las expresiones luctuosas que auscultó como síntomas en la Escena de Avanzada, sostuvo sobre una figura tan endeble como la de la lágrima.

Esa lágrima, que tiene en el Canto X del Infierno de Dante su abreviatura y su indicio, nimio detalle líquido por el que la historia pasó despojándose para siempre de sus ilusiones trascendentales, es retomada ahora en un nuevo libro: Prefacio a la Posdictadura.

El libro está dedicado a una criatura bastante particular, su gata, no con el fin de hacerle saber al lector que cuenta con una mascota de la que se jacta –a la manera del típico escritor tardoromántico del siglo XIX-, sino con el fin de exhibir que su público es un lector que no lee o que no cuenta, al menos, con una mirada trascendental sobre lo que dicen las palabras.

En este pequeño gesto se encierra ya la tesis preliminar del libro, consistente en exhibir “cierta imposibilidad de lectura, cierta ilegibilidad inscrita en el archivo posdictatorial”. Se podrá o no estar de acuerdo, pero son pocos los autores que lograron hallar en la consunción del lenguaje el modo adecuado de tratar un objeto inasible, esfumado de la posibilidad de las palabras y tocado, como corresponde hacerlo con el crimen, la desaparición, el genocidio y esa hilera de actos humanos incomprensibles, por constelaciones sonoras que vagan en el desamparo y el desacierto.

Valderrama tiene la valentía de escribir errando, sin dar en el blanco, ofreciendo su frustración como un tacto que roza los espantosos acontecimientos. Esta frustración, símil del animal que tantea el espesor de las cosas saltándose el acto de la lectura, como su gata, es expuesta en Prefacio a la Dictadura como un punto de ceguera o encandilamiento, como una imagen que no llega al fondo del ojo o lo sobrepasa, de modo tal que es el lector, la lectora, desvestidos de conceptos, de destrezas y de pericias, los que conforman un pueblo de sublevados inconscientes. Un pueblo ciego y silencioso, equivalente sentimental de un horror que los libros no pueden explicar y que Miguel Valderrama traza en la arena, con figuras que le duelen pero que al mismo tiempo deja a merced de las olas, del mar, de las irreversibles lamidas del agua.

Eso es para él la historia, su historia.

Federico Galende