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Opinión

El tiempo, los hijos y las historias

Por: Trinidad Avaria y Luciano Lutereau | Publicado: 30.09.2019
El tiempo, los hijos y las historias madre |
¿Cómo puede entonces un niño crecer, querer convertirse en adulto, en ciudadano de un mundo que empieza con él, que se inaugura desde su llegada, donde parece que no hay una historia que lo preceda? Es a través de la historia que los niños se hacen conscientes del valor de vivir: cuando reconocen el mundo mediante el lenguaje, en los relatos de los padres sobre un mundo anterior. Ahí nuestros hijos encontrarán el sentido de la historia que asegura el lazo sensible del deseo, en una trenza que va de generación en generación.

“¿Cómo se llamaba el nombre?”

Alejandra Pizarnik.

Vivir en la ciudad es, en alguna medida, correr, estar siempre apurados. Padres y madres cuentan en la consulta y en la Casa del Encuentro lo caótica de sus mañanas: desayuno, vestir, peinar, lavar dientes, apurar a los hijos más grandes para correr al auto y partir al colegio, o para esperar el furgón, siempre demorados. Lo mismo en la tarde, al llegar cansados del trabajo: dar comida, bañar, poner pijama, y que se duerman lo antes posible para ir a ver la serie de turno y así poder desconectar la cabeza un rato. Es esta eterna carrera contra el tiempo la que no nos deja espacio para hablar con nuestros hijos, y, en muchas ocasiones, lo único que ellos nos escuchan decir es “estoy cansada”.

Lo anterior, no tener tiempo para hablar con nuestros hijos, supone una paradoja que nos plantea Paul Auster en su novela Diario de invierno: “Habla ya antes de que sea demasiado tarde y confía luego en seguir hablando hasta que no haya nada más que decir. Después de todo, se acaba el tiempo”. Dejamos de hablar con nuestros niños y niñas porque no hay tiempo, cuando precisamente por eso es que deberíamos hablarles, contarles historias, porque indefectiblemente (como también relata Auster), un día los dejaremos en el suelo y no volveremos a tomarlos nunca más.

Este no hablar no se traduce necesariamente en silencio (muchas veces, el silencio habla mejor que las palabras). Hay diferentes formas de la ausencia de relatos que nos impone la falta de tiempo. Una de ellas la ejemplifica la psicoanalista francesa Françoise Dolto cuando señala “No es muy exagerado decir que los adultos esperan de sus hijos que les aporten lo que les aportaba la presencia de sus propios padres, cuando recuerdan cómo todo el mundo se juntaba por la noche, en la velada (…). Tal vez no estuvieran muy actualizados, pero eran tranquilos y siempre tenían algo entretenido para contar. ¿Cuáles son los padres que, en lugar de contar a sus hijos, por la noche, algo interesante, no tienen más que una palabra a flor de labios, una sola palabra: ‘¿Dime qué has hecho en la escuela’ amén de objetar al niño, que por su parte espera de sus padres la apertura sobre el mundo?”. ¿Cómo puede entonces un niño crecer, querer convertirse en adulto, en ciudadano de un mundo que empieza con él, que se inaugura desde su llegada, donde parece que no hay una historia que lo preceda? Es a través de la historia que los niños se hacen conscientes del valor de vivir: cuando reconocen el mundo mediante el lenguaje, en los relatos de los padres sobre un mundo anterior. Ahí nuestros hijos encontrarán el sentido de la historia que asegura el lazo sensible del deseo, en una trenza que va de generación en generación.

Otra forma de no hablar, llena de palabras, es dirigirse a los niños sólo para darles órdenes, o para chequear la lista de lo que hay que hacer. Muchos de los adultos que estamos en etapa de crianza vivimos vidas precarizadas, en un sistema en que pocas verdades son seguras (el trabajo y la pareja, antiguos referentes sociales estables, son hoy frágiles y transitorios). Somos nosotros entonces, los grandes, quienes vamos a buscar seguridad en nuestros hijos e hijas, y depositamos nuestras esperanzas en sus futuros: “cuéntame qué hiciste en tu día, pero cuéntame que todo anduvo bien, para tener la esperanza de que todo estará bien”. Nos concentramos en repasar si hizo las tareas, si dejó listo lo que necesita para el día siguiente (todas cosas importantes, no lo negamos) y olvidamos así, que los niños y niñas conocen a sus padres sólo cuando éstos ya han vivido, en la mayoría de los casos, un tercio de su vida ¡Qué importante es relatar ese yo antes de ti! En esos relatos el niño encuentra su filiación, se convierte en hijo descubriendo un mundo que no le pertenece pero que fue habitado y creado por otros antes que él y, en parte, para él. Se despliegan las historias que construyeron el camino que culmina con su llegada, donde otro camino comienza.

Es importante para los niños saber a quiénes referirse, saber que sus padres tuvieron abuelos, padres, que fueron niños. Solemos preocuparnos porque queremos que a nuestros hijos les vaya bien, que les vaya mejor que a nosotros y olvidamos que para que alguien puede ir más allá de sus padres, se necesitan padres. Nos concentramos en la educación, en las notas, que logren determinados aprendizajes, los informes de fin de semestre que declaran que el niño está bien, que puede seguir avanzando, sin embargo, como bien dice Meirieu, la enseñanza es obligatoria y el aprendizaje una decisión.

Con esto no queremos decir que baste con contarle historias sobre nosotros para enseñar a un niño, pero si volvemos a las historias de nuestros padres, podemos darnos cuenta de que hay algo que comienza a hacerse propio, y que, por lo tanto, se puede volver a transmitir. Es el tejido de lo filiatorio. ¿Qué haremos con lo que nuestros padres nos han contado? Volver a contar a los que aún no existen, educar lo que aún no es.

De este modo, la pregunta central que invitamos a que los padres se hagan hoy en día es ¿cómo podemos robarle un poco de tiempo al cansancio generalizado? Porque el tiempo no es algo que se tenga, sino que se consigue y, por cierto, ¿no ocurre a veces que cuando hacemos algo placentero descansamos más que cuando no hacemos nada (más que descansar, por ejemplo, al dormir)? Para que una palabra más eficaz que el silencio sea la vía de lazo con nuestros hijos, no sólo porque será más gratificante para ellos, sino porque nos dará a nosotros la seguridad que a veces los padres no sienten cuando tienen que cumplir con su función parental.

En nuestros días, es común que los padres nos preguntemos si estamos haciendo las cosas bien o mal y, la verdad, es que esta pregunta surge cuando creemos que los roles de padre o madre son ideales y compararse; sin embargo, ¿qué hace de un adulto el padre o madre de un niño? Que le transmita algo de su deseo y eso no ocurre de otra más que con la palabra. No porque el adulto le hable de lo que le gusta, sino que el deseo es el hilo que lleva la palabra del adulto al niño. Gracias al deseo del adulto (de un adulto en particular) es que un niño, además de tal, se convierte en hijo. Porque hijos somos del deseo, cuestión que no se relaciona con que ese niño haya nacido de manera planificada o llegado al mundo de forma inesperada. Y el deseo sólo es algo que conocemos cuando empezamos a hablar, de la misma manera en que al salir de una fiesta a la que quizá no teníamos pensado ir, de repente, decimos “¡Qué bien estuvo esto!”, esa sorpresa es el deseo, que se descubre como el tiempo del juego, que nos encuentra cuando nos animamos a hacer algo más vital que descansar.

Trinidad Avaria y Luciano Lutereau