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La segunda transición: Cartografías Intelectuales de la Derecha

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 14.10.2019
La “segunda transición” tiene una lectura precisa en el discurso piñerista: el “crecimiento”. Pero “crecimiento” no es un término propiamente “político” –como bien ha insistido Herrera- sino enteramente “económico”. Como tal, el discurso que pretende articular la “segunda transición” desarticula sus posibilidades permanentemente. El enemigo no está en la oposición, ni menos aún, en la llamada “izquierda” (aquella con la que José Antonio Kast pronuncia siempre con un acento de asco), sino en las propias huestes de la derecha política y en la imposibilidad de las mismas por abrazar un discurso transitológico 2.0

1.- Una búsqueda reina en la derecha. El triunfo fáctico, a través del Golpe de Estado de 1973 legalizado por la Constitución de 1980, a través del cual se termina de dominar al país política y económicamente, sumado al triunfo electoral del segundo gobierno de Sebastián Piñera, paradójicamente, se resuelve en el síntoma de búsqueda de un relato que ofrezca sentido a sus nuevos tiempos. Una proliferación de nuevos intelectuales comienzan a inundar las páginas de la prensa dominante: Daniel Mansuy, Pablo Ortúzar, Hugo Herrera, Mauricio Rojas, Axel Kaiser, Sylvia Eyzaguirre o los nuevos de Ideas Republicanas (el think tank de Kast). Buenos o malos intelectuales, algunos mas profundos que otros, lo cierto es que pervive una competencia ideológica feroz al interior de la derecha por conducir intelectualmente al sector. Competencia que se desencadena a través de determinadas Universidades, Think Tanks o Fundaciones específicas.

Hasta ahora la Fundación para el Progreso (FPP) parece haber ganado la partida de La Moneda, pero de ninguna manera ha podido hegemonizar su presencia porque, en virtud del aire dogmático que colma su discurso, no ha sido capaz de convocar a otros sectores de la propia derecha manteniéndose férreamente en una gramática economicista que, de vez en cuando, Hugo Herrera –y en menor escala Mansuy y Ortúzar- les viene a recordar. La FPP sería mas de lo mismo, un discurso incapaz de articular un discurso propiamente “político” que permita convocar a un mínimo consenso como aquél prodigado por el Centro de Estudios Públicos durante los años 90. La FPP –con sus ex -ministros Rojas (cultura) y Varela (educación), protagonizando una verdadera comedia en medio del nuevo gabinete- ha sido incapaz de elaborar un discurso para una nueva “transición”. Y es que Piñera, un transitólogo en versión cómica y admirador de Patricio Aylwin, gana electoralmente con dos consignas: los “tiempos mejores” y la “segunda transición”. El primero, estaba destinado a convertirse en la propaganda necesaria para una campaña (un remedo malo de “la alegría ya viene”), pero el segundo llamaba a articular un nuevo ciclo de la gobernanza neoliberal que, al igual que en los años 90, hiciera prevaler la decisión cupular.

Sin embargo, la “segunda transición” tiene una lectura precisa en el discurso piñerista: el “crecimiento”. Pero “crecimiento” no es un término propiamente “político” –como bien ha insistido Herrera- sino enteramente “económico”. Como tal, el discurso que pretende articular la “segunda transición” desarticula sus posibilidades permanentemente. El enemigo no está en la oposición, ni menos aún, en la llamada “izquierda” (aquella con la que José Antonio Kast pronuncia siempre con un acento de asco), sino en las propias huestes de la derecha política y en la imposibilidad de las mismas por abrazar un discurso transitológico 2.0.  La noción de “segunda transición” expresa, sin embargo, una verdad: que la “transición” fue, efectivamente, una racionalidad política que tomó su modelo de la economía neoliberal y posibilitó la emancipación incondicionada del capital financiero durante mas de 25 años. “Transición” fue la conciencia política del dicho capital, el dispositivo que, por fin, permitía al capital financiero erigirse en la investidura que, por siglos, habían gozado reyes y Estados: la soberanía.

2.- Juan Donoso Cortés (1809-1853), pensador reaccionario español de la segunda mitad del siglo XIX decía que la democracia liberal –al menos su promesa- siempre tenía el problema de que abría la esperanza para el triunfo del socialismo (la “teología satánica” por excelencia, según su perspectiva). En esta lógica, el discurso de la derecha continental y el de la derecha chilena, en particular, sigue estrictamente la matriz hispánica y “donosiana”, ahora bajo su “modernización” neoliberal. “Donosiana” porque, sobre todo en este tercer ciclo, sigue considerando que la promesa de la “democracia” puede conducir a una revitalización del socialismo (que la derecha sindica a la “marea rosa”, como se denominó al progresismo latinoamericano).

Por eso, si no quiere que las reformas piñeristas sean impugnadas y, eventualmente, revocadas por una nueva asonada de movimientos populares y luego por una posible “oposición”, la derecha chilena y la clase oligárquica en general, tiene que articular un nuevo pacto que renueve las fuerzas del de 1988 que dio lugar a la “transición”.

Pero el drama que enfrenta es que los propios conceptos que privilegia conduce al sector a su hundimiento: la noción de “crecimiento” no puede construir por sí mismo, un nuevo pacto oligárquico, no puede convocar ni siquiera a las huestes de su propio sector. Porque la competencia ideológica al interior de la derecha expone exactamente esto: que el gobierno de Piñera no ha podido articular un planteamiento de fondo acerca de qué significa la “segunda transición”.

Hugo Herrera ha insistido en que el problema del relato de Piñera se debe a la falta de política  que él atribuye a la prevalencia del discurso económico por sobre cualquier otro. Sin embargo, podríamos decir que esa falta de política es, a la vez, su exceso en la forma de la economía: sólo tiene sentido hablar de falta de política respecto de las instituciones clásicas (El Estado), pero no cuando la política misma ha terminada identificada con la economía y esta última ha totalizado (alterando las antiguas formas de la misma) la esfera pública.

El Estado subsidiario –matriz vigente desde las reformas introducidas por Pinochet- es la cristalización institucional que identifica la economía con la política o, para hablar desde la tópica marxista: el neoliberalismo hace de la “infraestructura” la “superestructura”.

La conclusión de esta hipótesis es que, a contrapelo de tantos análisis, el orden neoliberal no promueve la despolitización, sino la politización de la economía: como mostró Michel Foucault en 1979, este proceso permite convertir al dinero en el verdadero lazo político, esto es, la relación con el que todo individuo deviene sujeto. Ahora bien, la politización de la economía promovida por el régimen neoliberal no es un proceso unívoco, centrado en una sola agencia, sino mas bien, articulado de manera polimorfa en, al menos, tres niveles que han sido destacados por el filósofo Diego Sztulwark: global, estatal y subjetivo:

-Global: todas las reformas propiciadas por los “ajustes estructurales” promovidos por la arquitectura financiera cristalizadas en instituciones supranacionales que resguardan los ilusorios “equilibrios” macroeconómicos y favorecen la depredación oligárquica del capital.

-Estatal: remite a la imposición del partido único de corte neoliberal que en Chile une a la ex Concertación y al actual Chile Vamos, al progresismo y al conservadurismo neoliberal: ambas coaliciones se vuelve “partido único” en el instante de refrendar el régimen de verdad sobre el que descansa el orden neoliberal.

– Subjetivo: más allá de las grandes estructuras institucionales (supra y nacionales), el neoliberalismo aceita el carácter intensivo del capitalismo financiero que consiste en producir formas precisas de subjetividad: el “emprendedor”; y así constituir un escenario microsubjetivo en el que se fomentan “habilidades blandas” y otras técnicas de gobierno en orden producir un capital “inmaterial” y “afectivo”.

La razón neoliberal funciona siempre en dos direcciones, desde abajo hacia arriba y desde arriba hacia abajo, constituyendo planos horizontales de operación enteramente descentrados, flexibles, pero sin embargo, permanentemente intervenidos. La razón neoliberal es permanentemente interventora –indicaba el propio Foucault – en orden a producir la libertad (pues la “libertad” no es un dato, sino una producción política) y su mortal dialéctica con la seguridad.

La imbricación de los tres niveles antedichos en una misma racionalidad condiciona a la política del siglo XXI. En este marco la derecha política, en cuanto vanguardia del capital financiero contemporáneo, necesita pasar al tercer ciclo neoliberal y, como indicaba Donoso Cortés, requiere suturar los espacios libres sobre los que pueda emerger cualquier expresión de imaginación popular. “Segunda transición” será la fórmula para la nueva sutura, el nuevo sentido, sobre la que el conjunto de la intelectualidad de derecha está en abierta competencia.

3.- En este escenario, la derecha chilena –así como la derechas globales- sabe qué necesita hacer, pero no sabe cómo: suturar los espacios democráticos en favor del “crecimiento”. Pero, ¿debería hacerlo a partir de una narrativa republicana nacional (Herrera), conservadora social-cristiana (Mansuy-Ortúzar), neoliberal-global (Rojas-Kaiser), consensual liberal (Eyzaguirre) o fascista neoliberal (Ideas Republicanas)? En otras palabras , la “segunda transición” debe centrarse en el Estado republicano (Herrera), articular una subsidiaridad social-comunitaria (Mansuy-Ortúzar), profundizar la apuesta neoliberal de manera radical (Rojas-Kaiser), hacerlo consensuadamente vía un nuevo pacto elitario (el CEP) o violentamente (Kast)? Ninguna de las propuestas genera consenso en el sector, a pesar que la FPP parece haber ganado la partida en el Segundo Piso de La Moneda.

La de Herrera porque impugna la lógica neoliberal neutralizándola desde la robustez de un Estado nacional-republicano; la de Mansuy y Ortúzar porque volver la otrora doctrina social de la Iglesia que ponga en el centro un “comunitarismo” sustancialista no sólo modera la propia lógica neoliberal proponiendo una lectura alternativa de la noción de subsidiariedad, sino que reedita el “trauma” que articula a la derecha hacendal chilena (Reforma agraria); la de Kaiser y Rojas, porque su dogmatismo y poca fineza académica trata a todo lo que no sea mercado como enemigo, los intelectuales del CEP –como Eyzaguirre- parecen haber quedado “fuera de juego” una vez que el marco transitológico de los 90 ha sido despachado, y finalmente los de Ideas Republicanas tampoco, porque su fascismo neoliberal no está para consenso alguno, sino para rectificaciones del programa original de Pinochet.

Pero, precisamente en virtud de la presencia de estos discursos, la derecha sigue enteramente desamparada de relato. Ninguno de los tres puede llenar el vacío en el que flota la fórmula “segunda transición”. La derecha política –en su deriva intelectual- no tiene consenso interno acerca de qué reformas sustantivas deberían realizarse para articular el nuevo pacto oligárquico que, tal como preveía Donoso Cortés, termine definitivamente por cerrar todas las puertas a un eventual proyecto de izquierda.

Pero existe un personaje que pugna por salvar la situación y, eventualmente, abrir la ventana para un eventual nuevo pacto al interior del propio partido neoliberal: Carlos Peña. Con sus habituales columnas en El Mercurio –ese poder fáctico que opera como periódico- Peña es capaz de entusiasmar a diferentes sensibilidades políticas. No sólo de derechas, también de aquellas posiciones llamadas de “centro” y, a veces, de “izquierdas”. Es el verdadero sustituto de lo que fueron los sacerdotes católicos para la oligarquía chilena, quien dictamina qué es el bien y qué el mal, ofreciéndonos una misa dominical en el periódico del poder.

Más allá de lo sintomático que la oligarquía requiera de algún sacerdote –confesional o secular- para articular sus consensos: ¿tendrá el columnista la capacidad de convertirse en el punto de consenso intra-elitario, en el heraldo de la “segunda transición”? Para eso, habrá que entender que El Mercurio es la vanguardia de todos los partidos políticos de la oligarquía: aquél que decide la agenda y crea la atmósfera adecuada para ella. Mas aún: El Mercurio es un think tank, quizás, el mas antiguo de Chile que hoy erige a Peña como su intelectual de punta en orden a mermar la guerra civil intra-elitaria, la competencia intelectual por amarrar el pacto oligárquico de los nuevos tiempos. El sacerdocio tiene precisamente esa misión. Aunque para ello se necesite articular una violencia crucial e igualmente cruda que la historia del Chile reciente ha llamado “consenso”.

Rodrigo Karmy Bolton