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Opinión

Memorias de un Long Play

Por: Rudy Wiedmaier | Publicado: 05.07.2020
Memorias de un Long Play Doodle del Flaco Spinetta |
Principios de los 80. Abominamos de la canción romántica. Alguien saca orgulloso un long play –vinilos, les llaman ahora– de «Pescado rabioso», de Spinetta, recién traído de Argentina. Una explosión de júbilo inunda la sala fría y polvorienta, pero llena de calor y entusiasmo juvenil. Todos sabemos quién es “el Flaco”, algunas muchachas comienzan a reconocerlo, alucinadas: “¡Ahhh… el que canta “Muchacha, ojos de papel!”.

Estoy en la calle Buzeta, de la comuna de Cerrillos, en el segundo piso de una vieja casa esquina. Somos un grupo de muchachos y muchachas, es invierno de 1980 en un Chile gris, represivo y militar, y sin embargo estamos felices, compartiendo discos y cassettes. En esa época, se llamaban discos long play o singles. Los cassettes recién aparecían masivamente junto a las legendarias radiocassettes y equipos modulares, 3 en 1.

Puedo manejar mi Máquina del Tiempo –mi literatura– a mi antojo, así que ahora enfoco en una esquina de la casa con roídos ventanales que dan a la avenida ocre, es viernes de noche y es como si estuviera nuevamente allí. Están conversando con entusiasmo, el Mauro Olivares, su hermano Freddy, el Pato Ponce –el Peronni–, quién será un hermano para mi, de música y vida hasta hoy. Seguro está también Iván Delgado, que fundaría el grupo La Ley en los 80 y quien vive a pocas cuadras, junto a su madre. Con los años, nos alejaríamos absolutamente, tanto como él se adentraría en el pop que yo despreciaba y yo me sumergiría quién sabe dónde. Y también veo al Pato Varela, que será dirigente de la Jota años después en la U. Y mi mejor amigo de entonces, el Pato Reyes –otro Pato–, con quien intercambiábamos casettes y amistad. Y las muchachas que amamos con sus chalecos artesas, sus rulos –la Elena, una morena que yo amaba–, con su inocencia primitiva, su altiva y maravillosa pobreza de clase obrera, su luz insomne y sus ojos inolvidables.

Circula un pito de marihuana –yo aún no fumo en ese momento, estoy a punto de cumplir 17–, hay risas, algún té y modestos sándwiches compartidos por jóvenes de clase media baja, en años de dictadura, un mate, alguna cerveza, un vino barato interminable. Escuchamos rock clásico, hard rock de los 70 que se acaban de extinguir, algo de música latinoamericana de protesta y rock chileno y argentino. En este club exclusivo no caben otras músicas.

Abominamos de la canción romántica. Alguien saca orgulloso un long play –vinilos, les llaman ahora– de Pescado rabioso, de Spinetta, recién traído de Argentina. Una explosión de júbilo inunda la sala fría y polvorienta, pero llena de calor y entusiasmo juvenil. Todos sabemos quién es “el Flaco”, algunas muchachas comienzan a reconocerlo, alucinadas: “¡Ahhh… el que canta “Muchacha, ojos de papel!”. Se cuentas historias –reales algunas, ficticias otras–, se agigantan las anécdotas para impresionar a las compañeras. Todo vestigio de luz empapa las caricias del alma en este instante sublime de juventud, éxtasis, emoción y amor que se disuelve en mi memoria mientras intento inútilmente sostener, sin que se apague la máquina, este dispositivo que viaja al pasado y que me he inventado para no sucumbir en el presente. Este foco de luz que parece toser, afiebrado mientras entrega sus últimos esplendores entre mis manos temblorosas sin que yo pueda hacer nada para perpetuarlo. Pero justo cuando todo parece apagarse, revive.

Mi grupo de amigos más cercanos de esa época eran todos de Cerrillos. Yo vivía en Blanco Encalada con Echaurren, frente al Club Hípico. Me tomaba la liebre que pasaba por República y en media hora llegaba a Cerrillos. Algunos familiares me decían que para qué bajaba si había que subir. Y que yo tenía todo para “subir”, que no fuera tonto. Yo quería bajar para subir. Porque algo en mi corazón me decía que allí, en los extramuros de la ciudad estaba la verdad de mi generación. Mi verdad. “My generation”.

A fines de los años 70 –años gloriosos de la música popular y el rock– yo soñaba con dos cosas: una guitarra acústica con cuerdas metálicas y un tocadiscos. Nunca tuve tocadiscos –eran días de pobreza para nuestros pueblos latinoamericanos–, pero la radio me acompañó siempre, gracias a mi hermano mayor –Chalo–, un auditor radial eterno, que murió en diciembre pasado y al que siempre, desde los días de infancia, lo recuerdo con su portátil escuchando su música favorita y el fútbol en los domingos. “¿Escuchaste este tema?”, solía decirme, con su generosa sonrisa amable. La radio fue la cultura musical de aquella época para la gran mayoría de nosotros. Nuestra memoria musical emotiva.

¿Y la guitarra? Sí. La tuve. Me la regaló mi hermano Carlos. El mismo que cuando estudiaba en Buenos Aires el 78 me traía cassettes grabados en la radio y en los que escuché por primera vez La máquina de hacer pájaros (“Cómo mata el viento norte, cuando agosto está en el día…”). Estudios que abandonó para regresar a trabajar de cajero en el Banco Sudamericano y así salvarnos del hambre, la espantosa necesidad y la miseria de los años más duros del infame general. El innombrable. Mi hermano querido –que por estos días da la lucha al Covid, con el valor que le caracteriza– compró esa guitarra, en cuotas, en la tienda Yamaha que estaba frente a la Casa Central de la UC en Alameda. Una Yamaha full. Mis primeras canciones las escribí en esa guitarra.

En aquellos años de fines de los 70 yo practicaba un rito que consistía en ir por las tardes a la disquería Colt 70, en la Galería Santiago Centro. Acariciaba los long plays sabiendo que no podía comprar ninguno, con gesto de “cuál elijo”, bajo la vigilante mirada de los vendedores para, finalmente, no elegir ninguno y al mismo tiempo llevarlos todos en mi corazón, de regreso a casa, recordando esas portadas, cruzando el centro vacilante, soñando con tapices tejidos por princesas cantautoras y desayunos en América, balbuceando mi inútil canción lógica, que intentaba explicar semejante injusticia. Al llegar al viejo depa heredado de mi abuela, intentaba sacar esos temas sin conocimiento musical alguno, buscando los acordes en mi guitarra lujosa, pagada en cuotas, rastreando en el aire y tarareando melodías erróneas. Supongo que siempre ha sido así. Sigo tratando de sostener el foco del Tiempo entre mis manos desgastadas. A ratos se me resbala, pero lo sigo sosteniendo. Sólo debo enfocar el punto preciso.

Estoy en la camioneta de mi amigo Eric Cid, vecino ilustre de Maipú, es 2012, una noche de viernes afiebrada. Lo espero en la esquina de Buzeta con la plaza. Es un amigo más joven, de la generación de los 90. Lo veo salir de la casa. Me hace una seña de aprobación, se sube a la camioneta. Me dice: “Todo bien, hermano”. Echa a andar el motor, y se escucha feroz un tema de Pearl Jam. Comenzamos a cantar, embalados, felices, nos esperan nuestras respectivas mujeres en la casa de Eric, para disfrutar una noche de fin de semana inolvidable. Justo cuando cruzamos por la esquina, me veo en el segundo piso de una vieja casa en demolición. Estoy mirando por la ventana. Estoy apuntando con un rayo de futuro que nunca imaginé en el pasado. Me parezco, pero no soy el mismo. No le digo nada a Eric, pero él algo sospecha y me pregunta: “¿Todo bien, perro?”. Yo carraspeo y, simulando, le respondo “Todo bien, bro”, mientras nos alejamos, veloces y con un entusiasmo de larga duración por alguna calle de Cerrillos rumbo a Maipú.

Rudy Wiedmaier