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Opinión

Muerte de Dios y democracia (A propósito de la definición del bien común)

Por: Francisco Martín Cabrero | Publicado: 01.01.2021
Muerte de Dios y democracia (A propósito de la definición del bien común) |
A todas luces se hace necesaria una reforma, cuanto menos una verdadera reforma del sistema. Es el caso de Chile. Por eso es hoy una suerte de laboratorio del mundo. Que nadie piense que la escritura de la nueva Constitución vale sólo para Chile y es cuestión y problema exclusivos de un específico caso chileno. Lo que haga Chile vale para el mundo; por eso la responsabilidad del momento presente es o se hace enorme. Chile va a ser un espejo en el que el mundo acaso pueda buscar la posibilidad efectiva de una imagen más acorde al mandato de nuestro tiempo.

Tal vez sólo pueda alcanzarse el sentido más auténtico de la democracia tras la experiencia política de la muerte de Dios. En esa desolada intemperie. Ella es hoy –la democracia– la respuesta más certera a la necesidad de fundar sin fundamento, de constituir constituyéndose. El acto constitucional pone al desnudo un punto ciego más allá del cual nada puede verse y en cuya ceguera –o desde ella– se exige la acción de la escritura. La Constitución constituye hacia adelante, claro es, pero al constituir valida hacia atrás el mismo proceso constituyente como parte inherente del momento constitucional. Por eso el acto constitucional no puede ser nunca borrón y cuenta nueva, sino que alberga una indefectible exigencia de justicia hacia el pasado del que se viene –y también, va de suyo, hacia el futuro al que se va. Esa exigencia debería resolverse en la escritura constitucional, dejando claro, por un lado, el límite de la impunidad y, por otro, el horizonte del perdón. Nunca es fácil aceptar lo uno y lo otro, pero el poder constituyente –que no es aún soberano– no puede prescindir de ese equilibrio. Sin él, el edificio constitucional se viene abajo, o mejor: ni siquiera podrá levantarse.

La crisis de legitimidad que hoy recorre el mundo se ceba y pone de manifiesto de manera especial en la varia declinación de las democracias liberales. Nunca fue tan amplia la distancia entre los representantes y los representados, de la misma manera que nunca fue tan amplio el distanciamiento de las políticas gubernamentales de los problemas reales del entramado ciudadano. En esa distancia y en ese distanciamiento algo se ha fracturado de manera definitiva e irreparable. La fractura es de tal consistencia que ya no permite ninguna vuelta atrás posible, ningún parche o remedio capaz de salvar y dejar incólume el sistema. A todas luces se hace necesaria una reforma –cuanto menos una verdadera reforma del sistema. Es el caso de Chile. Por eso es hoy una suerte de laboratorio del mundo. Que nadie piense que la escritura de la nueva Constitución vale sólo para Chile y es cuestión y problema exclusivos de un específico caso chileno. Lo que haga Chile vale para el mundo –por eso la responsabilidad del momento presente es o se hace enorme. Chile va a ser un espejo –esperemos que fiel– en el que el mundo acaso pueda buscar la posibilidad efectiva de una imagen más acorde al mandato de nuestro tiempo.

El momento de escritura de la nueva Constitución será fundamental. Es obvio y tal vez nadie lo ignore, pero a veces conviene tener bien claro lo obvio para poder evitar operaciones que busquen dar gato por liebre o pasar de matute y por debajo de la mesa lo que de resultas será inaceptable en el próximo futuro. Será fundamental porque en el momento constitucional se im-ponen los fundamentos y primeros principios del nuevo orden civil. Sobre ellos será posible después construir y dar forma al nuevo edificio o tejido social. Teniendo en cuenta que toda Constitución, por el simple hecho de serlo y para poder serlo de manera eficaz, debe albergar una idea de desarrollo del texto constitucional, o mejor: de prolongación del espíritu de la letra, pues a la postre ninguna Constitución es más que un punto de partida hacia el ejercicio político de un constante mejoramiento futuro –o mejor: hacia un siempre progresivo mejoramiento del más general concierto de las sociedades humanas.

En el momento de la escritura constitucional todos deberán estar representados –todos y sin que nadie pueda quedar excluido. Cómo lograr esa representación de todxs constituye un primer gran problema, pues, en general, tendrá que hacerse con unas reglas de juego vigentes (y en las que rigen exclusiones y desequilibrios intolerables) que la escritura constitucional habrá de cambiar de inmediato. Ese es uno de esos puntos ciegos insoslayables a los que nos referíamos al principio y que deben ser acometidos con sumo tacto y añadiendo a las reglas de juego aún vigentes, aunque ya heridas de muerte, una sensibilidad y una elasticidad de la que antes acaso carecían. En ese añadido, propio del momento constitucional, debe haber generosidad de parte del sistema que va a reformarse y buen ánimo por parte de quienes más empujan por la reforma: será por ambas partes como un dar para poder después recibir (consideración, respeto, etc.), un trato similar durante el proceso constituyente. Y deberán estar –la generosidad y el buen ánimo– perfectamente engarzados en la elasticidad propia del mejor espíritu democrático, el cual, sin ningún fundamento ni principio superior, se despliega desde el mismo inicio del proceso que a la postre acabará por constituir y dar forma a la nueva democracia.

Que tengan que estar todos significa que estarán de suyo –también– quienes vayan a hacer del momento constitucional un mero trámite o pretexto para la defensa estratégica de unos fines que van más allá –o como revolución o como involución– de la reforma en democracia que se quiere llevar a cabo. Son, en propiedad, como vimos, los sempiternos enemigos de la democracia, y no hay que pensar que están necesariamente en los extremos del arco político, sino que, al contrario, andan muy bien distribuidos por todo él. Es obvio que, en la representación lograda para el momento de la escritura constitucional, cada uno de los agentes buscará poner de relieve sus propios fines e intereses, pero sería un error pensar que lo constitucional consiste en la articulación dentro de un mismo horizonte de una mera pluralidad de fines e intereses dispares. Sin el reconocimiento del bien común, o de los bienes comunes, ningún proceso constituyente puede desembocar en una eficaz y equilibrada articulación textual de cualesquiera pluralidades implícitas.

Sin la definición del bien común, o sin el acuerdo sobre los bienes comunes, no puede empezar la escritura. La enseñanza de Hannah Arendt en su denuncia de la banalidad del mal debería servir ahora para evitar una semejante o simétrica banalidad del bien. Una Constitución no es nunca la carta astral de un diseño utópico. Es siempre hic et nunc: con la mirada puesta hacia adelante y con el fin de que cualesquiera mañanas sean siempre mejores que sus respectivos ayeres, claro está, pero con plena conciencia del aquí y ahora. Lo cual significa, por ejemplo, que no basta declarar como bien común innegociable el cuidado de la casa común, como llama el Papa Francisco a la sensibilidad ecológica de nuestro tiempo, sino que se hace necesario a la vez indicar el camino de la inversión de la ruta actual en la que Chile y el mundo van parejos. Es decir: cómo se hace para abandonar, por ejemplo, la lógica extractiva de la economía chilena sin que ello comporte una cuenta que hayan de pagar principalmente las clases medias. ¿Se trataría sólo de cambiar el desequilibrio de los beneficios o se aceptaría que la lógica del bien común abriera paso a un cambio radical sobre los modelos de vida vigentes? ¿Y qué decir del agua y del aire? O de la salud pública y de la educación: ¿puede su acceso quedar en manos de las meras leyes que rigen los mercados o debe constitucionalmente disponerse de la necesidad de una reglamentación que, en los casos de la educación y la salud públicas, o del agua y el aire, por ejemplo, u otros similares, quede por encima de la economía y tenga rango superior a sus leyes?

Se dirá que nunca en pasado las constituciones han descendido tanto en el detalle. A ello cabe responder dos cosas. Primero: que nunca en la historia se ha visto tan claro como ahora cómo la acción del hombre conduce de manera inexorable a una catástrofe planetaria. Y segundo: que si son precisamente los detalles los que hacen una buena novela, como tan bien sabían Cervantes y Bolaño, por ejemplo, acaso pueda ser también esa misma atención a los detalles en el momento constitucional lo que pueda dar forma –como fruto– a una buena Constitución. Es claro que una Constitución sienta principios, pero también es claro que nuestro tiempo pide hoy algo más que meros principios abstractos para poder corresponder adecuadamente a su mandato: pide de manera clara su efectiva encarnación en la sociedad que a su través busca constituirse. Ya no basta declarar, o declararse, hay que ser. Ninguna declaración o principio salva o redime si no logra encarnarse en los detalles del mundo. Por eso no basta –y esto no es un detalle– con la sola letra constitucional, sino que ahora se hace necesaria e irrenunciable la presencia encarnada de su espíritu –que el espíritu de la letra se haga o tome cuerpo, que en efecto se encarne en las concreciones y detalles del cuerpo social.

El cometido y fin de lo que constituye es dar vida a ese cuerpo social –darle vida como metáfora, claro, pero teniendo igualmente claro que el saber de lo metafórico es capaz de superar el punto ciego de los primeros principios y el límite de lo que de suyo es infundado. No hay tal cuerpo, de la misma manera que los dientes de la amada no son nunca perlas ni sus cabellos lucen como el sol o como el oro. Pero si el amor define la realidad de la amada, la realidad y no sólo la imagen (a nadie le importa de Laura sino de los sonetos de Petrarca), la Constitución define el cuerpo. De hecho, el lenguaje ordinario habla de la Constitución de los cuerpos y ésta, como el ser aristotélico, se dice de muchas maneras. Pero, en lo que hace al caso constitucional que va forjándose ya como proceso constituyente, ese cuerpo es, antes que nada, una representación de algo plural y heterogéneo que, sin serlo aún, busca constituirse como cuerpo. Inútil decir que en este punto el error inveterado de la teología política ha sido el de reducir lo múltiple a lo uno, o mejor: el de no acertar a definir lo sustantivo del cuerpo sin reducir a alguna forma de síntesis la heterogénea pluralidad. O aún: no saber articular lo plural sustantivo y reclamar la sustancia para el después del proceso constituyente. Y no, hoy el espíritu de nuestro tiempo ya no permite definir primero qué es lo chileno y después ampliar derechos y deberes a lo que había quedado fuera del territorio hegemónico, cultural y políticamente hegemónico, sino que, al contrario, a qué sea lo chileno debe llegarse antes y de manera paralela al acuerdo sobre los bienes comunes. Porque no se es algo que define los bienes comunes, sino lo que se constituye en la definición de los bienes comunes.

Francisco Martín Cabrero
Profesor titular en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Turín.