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Opinión

Democracia y propiedad privada: desafío constituyente

Por: Simón Ramírez | Publicado: 30.01.2021
Democracia y propiedad privada: desafío constituyente | Fundación Sol
En medio de la coyuntura constituyente en la que estamos, si queremos democratizar realmente Chile (y por tanto socializar el poder) no podemos pasar por alto este punto: hay que dirigir nuestra mirada a la propiedad para que sea una garantía de democracia y no la guardiana de la dominación oligárquica.

En Chile el estatuto de la propiedad alcanza niveles inéditos. Mucho se ha dicho respecto del neoliberalismo y la mercantilización, pero nadie menciona la propiedad privada: es intocable. En nuestro país, sin embargo, no se entiende el carácter del neoliberalismo sin entender el carácter que tiene la propiedad privada, la que ha sido defendida como fundamento último de los derechos y la libertad política, incluso por sobre la eficiencia misma de los mercados. Si la relación entre neoliberalismo y propiedad privada es estrecha, y –como ha quedado claro tras el estallido social– el vínculo entre neoliberalismo y la falta de democracia es también estrecho, ¿cuál es la relación entre democracia y propiedad privada en el contexto neoliberal?

Desde sus albores, el pensamiento liberal ha tendido a asociar la propiedad privada con la libertad individual, lo que ha quedado consignado en casi todas las constituciones liberales-burguesas de los últimos 150 años. Este vínculo social –cristalizado jurídicamente– entre lo poseído y la persona definida como propietario va a conectar los ideales de la propiedad privada individual con las nociones de los derechos humanos individuales y con las doctrinas referidas a esos derechos individuales y su protección legal. La propiedad, en ese sentido, expresaría la posibilidad de libertad, precisamente debido al amparo material-económico que ésta provee. Con el giro neoliberal en la década de los 70 esta relación se profundiza. Recuperando, aunque de manera radicalizada, las tesis del liberalismo posesivo clásico, el neoliberalismo constituye a la propiedad en el fundamento último de la libertad política, subsumiendo a ella los demás derechos. La propiedad privada adquiere aquí una centralidad tal que reconfigura la sociedad tanto en los ámbitos políticos como subjetivos.

Respecto de lo primero, dado que la tendencia del neoliberalismo no ha sido la socialización de la propiedad sino que lo contario, su concentración (que, como muestra Piketty, alcanza niveles similares a los del Antiguo Régimen) a nivel político se ha traducido en un proceso constante de oligarquización de las sociedades. En el segundo nivel, el subjetivo, la consolidación del proyecto neoliberal se relaciona con la extensión de la la promesa de la posibilidad de ser propietarios. Lo que se socializa no es la propiedad, sino que el derecho a reclamar propiedad. Así, esta idea termina por instalar determinadas prácticas, relaciones sociales, procesos de autocomprensión, dentro de las que la propiedad se transforma en un principio mediante el cual nos relacionamos, operando como sostén del proceso material de concentración de la propiedad y la riqueza. El neoliberalismo así se despliega no sólo mediante el proceso de mercantilización de la vida social, sino que también desde un imaginario de la propiedad privada y las formas de apropiación, fundamental para comprender a cabalidad el modo como este se institucionaliza, naturaliza y reproduce.

En Chile este proceso se despliega durante la dictadura (lo que de inmediato nos da una pista de la relación entre propietarización y democracia) y se consolida en la Constitución de 1980. Esta le entrega al derecho de propiedad un estatuto de supraderecho que, como dice el profesor Juan Carlos Ferrada, sólo se subordina ante la vida, integridad física y síquica y la libertad de la persona. Si bien es innegable que parte importante de este reforzamiento de la propiedad y rechazo a todo tipo de limitación responde a una reacción a las reformas del periodo previo al Golpe, que expresó un verdadero miedo de los propietarios, no es menos cierto que la centralidad que adquiere la propiedad privada y su resguardo formó parte central (una viga maestra) dentro de la arquitectura general de la sociedad neoliberal que era proyectada por parte de la dictadura y que asignaba a la propietarización un punto nodal (en la declaración de principios de la dictadura, redactada en 1974, esto ya quedaba claro). Observando las cosas desde esta óptica es posible entender la relación entre la centralidad de la propiedad privada y su resguardo, con la idea, enarbolada por la dictadura, de legitimar el nuevo orden social y económico a partir de mostrarlo como un “capitalismo popular”. El movimiento llegó a tal nivel de absurdo que incluso las cotizaciones en las AFP fueron presentadas en su momento como una forma de “capitalismo popular indirecto”, que haría a los trabajadores indirectamente propietarios de las empresas donde las AFP invirtieran. Es claro que la propietarización, en el sentido subjetivo de extensión del derecho a reclamar propiedad, desde el proyecto de la dictadura, no fue observada como una forma real de extender el acceso real a la propiedad, sino que como un mecanismo de subjetivación e instalación del nuevo tipo de vínculos sociales que buscaba normalizarse.

Este proceso, sin embargo, no se detuvo ahí; más bien era sólo el comienzo, ya que desde la década de los 90 en adelante el proceso de «propietarización» se profundizó. El resultado de ello es una versión del derecho de propiedad con toda potencialidad de ampliarse y con una mínima capacidad de ser limitado. Con esto se ha llegado a una situación que, por resultado de lo que permite la propia Constitución, pero principalmente por la acción de la práctica jurídica, se obtiene una noción del derecho de propiedad cuya protección se extiende a niveles impensados, tanto sobre bienes corporales como incorporales. Ello lo ejemplifica muy bien el mismo Ferrada cuando comenta que “los tribunales han reconocido propiedad de los particulares sobre su honor, su imagen, la condición de alumno regular, la calidad de funcionario público, el paradero de autobús, la ruta del taxi colectivo y otros ‘bienes’ similares”.

Volvamos ahora a la democracia. Si, como es sabido, el régimen democrático que heredamos post dictadura es estrecho y de baja intensidad, determinado en parte por las décadas de sistema binominal, enclaves autoritarios y demás trampas constitucionales, este proceso de propietarización radical le dio una estocada final. Incluso si compartiéramos la relación positiva entre propiedad privada y democracia que sostenía el pensamiento liberal, lo que ha ocurrido en Chile socava esa relación, porque la “propietarización” no ha significado una socialización de la propiedad, un mayor acceso a esta por parte de la población, sino que todo lo contrario: una concentración de la riqueza sin parangón. Sólo por mencionar algunos números: el 50% más pobre de la población sólo posee el 7% de los bienes inmuebles y vehículos del país, mientras que el 93% restante se distribuye entre la mitad más rica. Respecto de los ingresos, el 1% más rico concentra el 33% de estos y la media de ingresos está en torno a los $ 400.000 (es decir, la mitad de los trabajadores en Chile gana menos que eso, con lo que el acceso a la propiedad claramente es un sueño antes que la realidad).

Es claro, entonces, que frente a lo que estamos no es una democracia, o al menos no es una democracia sana. Desde los primeros tiempos, la democracia supone principios básicos como la igualdad ante la ley, la igualdad de palabra y la igualdad de poder. Nada de esto se cumple hoy con los niveles de concentración de riquezas que observamos y que se encuentran, en parte, en el modo cómo ha sido interpretado el derecho de propiedad y en el resguardo casi irrestricto de la propiedad privada en el orden constitucional. Como resultado, la democracia actual se ve afectada por una dominación oligárquica que se vuelve cotidiana: corrupción sistémica, lobby, monopolio comunicacional, tráfico de influencias. Esta dominación oligárquica es el sello de nuestra época. En la práctica, esta dominación oligárquica se traduce en la utilización de la influencia proveniente de la riqueza para servir a intereses privados a expensas del interés público, además de la influencia forzada –basada en la misma posición de riqueza– sobre las preferencias de otros y otras. De este modo, Chile ha sido testigo durante las últimas décadas de la influencia explícita de estos sectores en el desarrollo de las políticas públicas y la agenda legislativa, teniendo por consecuencia que a pesar de los cambios de signo político todos los gobiernos han sido sistemáticamente favorables al capital. Ese es el sentido político de la idea de que “no son 30 pesos, son 30 años”. Los últimos 30 años consagraron un régimen político oligárquico, y por tanto excluyente, que incluso vuelve estériles las propias instituciones republicanas que canalizarían la voluntad popular. Es claro que al Parlamento los partidos llegan jugados. A veces de forma obscena, como en el caso de la Ley Longueira, pero en realidad la influencia de los dueños de la riqueza es cotidiana. No por nada el Presidente le habla anualmente a los empresarios en Enade, pero nunca hemos visto que se dirija del mismo modo a las y los trabajadores.

En definitiva, si bien la propiedad puede tener una relación positiva con la democracia (y aquí hay que echar a volar la imaginación: hay más formas de propiedad que la propiedad privada y más relaciones entre individuo y propiedad que el individualismo posesivo), la concentración de ésta le infringe un daño irreparable, un daño oligárquico. Hasta ahora la propiedad privada ha operado en Chile como dogma, ni siquiera pensamos sobre ella. Sin embargo, en la arquitectura constitucional tiene un rol fundamental: es la viga maestra del orden económico que allí se establece y, con ello, de las relaciones de poder (las que no se reducen únicamente a la parte orgánica de la constitución) que la Constitución cristaliza. En medio de la coyuntura constituyente en la que estamos, si queremos democratizar realmente Chile (y por tanto socializar el poder) no podemos pasar por alto este punto: hay que dirigir nuestra mirada a la propiedad para que sea una garantía de democracia y no la guardiana de la dominación oligárquica.

Simón Ramírez
Sociólogo. Militante de Convergencia Social.