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Cuidados: ¿el nudo crítico de las desigualdades de género?

Por: Macarena Hernández Riquelme | Publicado: 20.03.2021
Cuidados: ¿el nudo crítico de las desigualdades de género? |
Debemos avanzar hacia deconstruir la familiarización del cuidado, y apuntar hacia la creación de servicios públicos de cuidados, que promuevan de manera efectiva la autonomía económica de las mujeres. Si todos y todas tenemos derecho a ser cuidados, amados, protegidos y educados con dignidad… ¿no se constituye el cuidado como un derecho social?

Cuando hablamos de cuidados, la primera visualización que se nos viene a la cabeza es pensar en una mujer maternal que cuida, alimenta y protege a un niño o niña. Y es que el cuidado evoca imágenes femeninas tan presentes en nuestro inconsciente que asumimos que es una función natural de las mujeres, propia del género femenino, y de todo lo que se le parezca. Hace falta una mirada crítica para analizar la “feminización del cuidado”, y encontrar las raíces de dicha creencia.

Según diversos psicoanalistas, el inconsciente está estructurado como un lenguaje, y esta estructura nace –entre otros elementos– en la internación de prácticas sociales primigenias de los grupos humanos en nuestra psiquis; es decir, toda la gama de conductas, creencias, mitos, costumbres instaladas en las sociedades. Al internalizar dichas prácticas a nuestro yo, nuestra mente acepta el significante del constructo social como algo “verdadero”, ya que además podemos ver que los otros también comparten dichas creencias, por tanto se refuerza la naturalización de ciertas conductas y se imprimen en la psiquis los estereotipos de género. Estos significantes del inconsciente se alimentan de las imágenes, canciones, tradiciones, religiones y culturas por medio de la transmisión transgeneracional del lenguaje. Por esta razón, tendemos a pensar que es “cierto” que las mujeres están mejor preparadas para el cuidado de los hijos/as y, por extensión, a las personas mayores, enfermos y personas con discapacidad.

Según Batthyány, en todas las sociedades, en todos los tiempos, los adultos se han visto en la necesidad de realizar tres actividades esenciales. En primer lugar, el trabajo productivo, mediante el cual se producen los bienes que constituyen la riqueza social; en segundo lugar, el trabajo doméstico, mediante el cual se satisfacen las necesidades cotidianas (como la alimentación, la higiene, la salud y el mantenimiento de la vivienda); en tercer lugar, la crianza de los hijos, mediante la cual se inculcan y transmiten los usos y costumbres propios de la comunidad, garantizando de esta manera la reproducción del imaginario cultural de la sociedad.

En estas categorías, el trabajo productivo ha sido históricamente liderado por hombres, y la mujer ha ido lentamente ocupando espacios; en contraposición, las mujeres han realizado el trabajo doméstico y de cuidados de manera casi exclusiva, como se ha visto en la crisis pandémica. A esto llamamos la división sexual del trabajo. A pesar de que las mujeres han salido a trabajar fuera de sus hogares, no se ha observado que los hombres se hayan implicado de la misma manera en el trabajo doméstico y de cuidado, emergiendo la denominada “doble jornada” que sobrecarga y tensiona a las mujeres.

El trabajo doméstico y de cuidados demanda muchas horas al día (entre 15 a 18 horas diarias), y se produce en el espacio privado del hogar o en el espacio público (trabajadoras de casa particular, jardines infantiles, play group, guarderías, residencias, salas cuna, centros día, centros de larga estadía, entre otros). Cuando este trabajo se realiza fuera del hogar es remunerado, mientras que si se realiza en la propia casa es gratuito. En Chile, cerca de un 95% de las personas que cuidan a hijos, hijas, personas mayores, personas enfermas, son mujeres. Cuando esto ocurre al interior de las familias, es casi siempre la mujer quien debe dejar su empleo remunerado para dedicarse al cuidado del familiar. La mayoría no puede conciliar trabajo-cuidado, debido a varias razones, entre ellas la falta de servicios públicos de cuidado, el alto costo asociado a los servicios de cuidado privado, por tanto, muchas mujeres postergan sus proyectos personales, dejan de lado sus amistades y actividades por dedicarse de manera completa al cuidado de un familiar.

El rol del cuidador/a es invisible y solitario, tiene escasa valoración social, ya que se asume que es una función natural de las mujeres, un “acto de amor no remunerado”; aísla y progresivamente enferma –física y psíquicamente– a quien lo ejerce. Las tensiones que generan las interacciones entre las esferas laboral y familiar provocan altos costos para las mujeres, las familias y las personas que requieren de cuidados, pero también para el crecimiento económico y la productividad del trabajo. Hablar de cuidados implica necesariamente hacerse cargo de los modelos culturales que instalan en las mujeres la responsabilidad del cuidado familiar, y los costos asociados que este trabajo no remunerado conlleva.

El enfoque de género nos permite visibilizar modelos culturales de cuidado más democráticos entre hombres y mujeres, fomentando el necesario reparto de las tareas domésticas y responsabilidades familiares, mediante prácticas corresponsables que ayuden a conciliar los ejes familia y trabajo, favoreciendo la autonomía de las mujeres y la participación de los hombres en el trabajo doméstico. Es necesario reflexionar respecto de la organización social de los cuidados, entendiendo que es un trabajo fundamental para la reproducción humana. Sin embargo, debiésemos avanzar hacia deconstruir la familiarización del cuidado, y apuntar hacia la creación de servicios públicos de cuidados, que promuevan de manera efectiva la autonomía económica de las mujeres. Si todos y todas tenemos derecho a ser cuidados, amados, protegidos y educados con dignidad… ¿no se constituye el cuidado como un derecho social?

Macarena Hernández Riquelme
Psicóloga, magíster en Psicología Clínica. Académica Universidad de Santiago de Chile.